jueves, 16 de octubre de 2014

Memorias del joven Perico, por JULIO GARCÍA DE LOS REYES.


¡Hola! Mi nombre es Pedro Antonio de Alarcón, principiemos por el principio. Nací, hace ya muchos, muchos años, en Guadix, en el callejón sin salida que hay entre la actual oficina del INEM y la Escuela de Música, En la penúltima casa a la derecha. Me bautizaron en la parroquia del Sagrario, y me pusieron un montón de nombres: Pedro, Antonio, Joaquín, Melitón.
A los dos años, de resultas de una infección que me pegó un ama de leche, quedé ciego…, y hasta los tres años y medio no recobré la vista…, gracias a un médico de Gor, que me curó la infección. Pero de esa historia quedé un poco bizco.
Eso lo aprovecharon mis hermanos para gastarme bromas, sobre todo cuando llegaba el invierno, y los carboneros bajaban de la sierra con sus mulas cargadas de picón para los braseros, recorriendo las calles de Guadix, al grito de “¡Cisco!, ¡Cisco del picón!”. Mis hermanos me decían ¡Perico! ¡Perico! Que te están llamando. Que preguntan por el bizco Alarcón… y claro, nos liábamos a palos.
La familia iba aumentando. En total fuimos diez hermanos, de los que yo era el cuarto, y mis padres buscaron una casa más grande, que encontraron en la calle del “Duende”, un poco más arriba de la placeta del “Conde Luque”, donde estuvo la “Zona” y años después, “Cáritas”. Casa que ahora pertenece a Rosa Martínez, abogada.
Pues bien, como os iba contando, cuando tenía unos nueva años, mis hermanos y yo en lo único en que pensábamos era en correr, saltar, jugar y … pelear.
Mis padres, viendo que les íbamos a destrozar la nueva casa, nos regalaron, prestaron un corral de la casa, que de nada servía, por haber otros mejor acondicionados para gallinas y demás animales comestibles. Hicimos el reparto del corral en diez lotes, dejando en medio la calle para “vía pública”.
Desde ese momento todas las horas que nos dejaban libres, escuelas y colegios, las pasábamos con el azadón y el escardillo en la mano, o sacando agua del pozo, o haciendo estanques y acequias, o… pintando verjas en las tapias con almagra y almazarrón, o... cambiando entre nosotros tales o cuales frutos o semillas. Pasaron ¡Ay! Aquellos años… los hermanos más pequeños fueron heredando las abandonadas huertas de los mayores, según que éstos iban casándose o yéndose del hogar paterno.
Uno de mis hermanos, Fernando José, murió cuando tenía nueve años. Su propiedad fue sembrada de siemprevivas… Comencé en broma a hablar de mis juegos en la niñez y ya no caben lágrimas en mis ojos…
En fin, sigamos. Mi primer maestro fue don Luis de la Oliva. Entré en su escuela con tres años y medio, y salí de ella con nueve años, para ponerme a estudiar gramática latina, que aprobé dos años más tarde. Con catorce y medio ya era bachiller en filosofía, y me fui a Granada, donde me matriculé en derecho. Pero no llevaba aun tres meses en Granada cuando, las dificultades económicas de una familia tan numerosa, me hicieron volver a Guadix. Me matriculé en el Seminario con gran alegría de mi madre, que creo que ya daba por hecho que iba a ser, como mínimo, madre del obispo o quizá… ¡quién sabe!.
¡Yo no tenía vocación de cura! ¡Yo tenía vocación de casado! ¡hombre ¡con quince años, quiero decir que, me gustaban las mujeres, vamos, que me había enamorado. Nunca hablo de esto, pero alguna vez tiene que ser la primera. Veréis, escribí por aquel tiempo cuatro obritas de teatro, casi seguidas, que un grupo de actores aficionados representaron en lo que llamábamos Teatro del Pósito, que no era otra cosa que un gran almacén de granos, situado a espaldas de lo que hoy es el ayuntamiento de Guadix, y que servía también para local de funciones musicales o de teatro. ¡A lo que vamos! Aquellas obritas me valieron triunfos y coronas de laurel sin número, sólo envidiables (pronto me di cuenta) por lo mucho que me gustaba la graciosa joven que representaba el papel protagonista, y a quien yo regalaba todos mis laureles. Su nombre era Claudia, hermana de mi buen amigo José Requena Espinar. Murió pocos años después aquella infortunada, y los necrológicos versos titulados LAS NUBES, que escribí pensando en ella.
¡Oh, nubes disipadas
del apacible otoño,
llevad mis pensamientos
a la que muerta adoro.
Son quizá los únicos que salvé de aquella mi juventud. Todo lo demás que escribí, lo quemé. A mediados de 1852, cuando contaba 19 años, a través de mi amigo Torcuato Tárrago, entramos en contacto con un mecenas de la ciudad de Cádiz. Convinimos en publicar allí una revista que se escribiría desde Guadix. Así nació EL ECO DCE OCCIDENTE. Fue todo un éxito y al poco teníamos más de setecientas suscripciones entre Madrid, Toledo, Cádiz, Granada y Guadix. En esta revista publiqué mis primeros relatos, algunos de ellos muy conocidos como EL AMIGO DE LA MUERTE, EL CLAVO, LOS OJOS NEGROS, LA BUENAVENTURA… y otros muchos más.
Como la revista iba muy bien, y yo ganaba un buen dinero, decidí emanciparme. Dicho y hecho, cuando aún no había cumplido los veinte años me marché de casa yendo a Cádiz, donde después de un mes salí para Madrid con poco dinero, muchas esperanzas y dos mil versos en endecasílabos que había escrito como continuación a EL DIABLO MUNDO de Espronceda, que este había dejado sin terminar por su prematura muerte. Pero cuando fui al editor y le llevé mis versos no hacía dos meses que se venía publicando la verdadera continuación de los versos de Espronceda.
Así que quemé también los dos mil versos, y el poco dinero que tenía me lo gasté yendo al Teatro Real a oír buenas óperas. Cuando ya estaba sin un cuarto, en Guadix se hizo el sorteo para ver qué mozos iban de soldados. Y salí con el número ocho. Volví a mi casa preocupado y asustado, pero mis padres pagaron para librarme de la mili (la verdad, no sé de dónde sacaron el dinero).
Convencidos mis padres de mi vocación literaria, me dejaron que me fuera a Granada, donde el uno de enero de 1854 volví a editar EL ECO DE OCCIDENTE, que dos meses antes había dejado de publicarse en Cádiz.

Comencé entonces a relacionarme con los jóvenes literatos y artistas de la ciudad y al poco toda Granada nos conocía como LA CUERDA GRANADINA. Pero eso ya es otra historia que quizá algún día os contaré.

Los sonetos de Pedro Antonio de Alacón, por JAVIER FRANCO.


Pedro Antonio de Alarcón, el hijo pródigo y prodigioso de un Guadix pueblerino, encerrado en sí mismo, y de fantasmas antiguos, fue en su momento un bestesellerista reconocido, sus novelas «El Escándalo», «El Niño de la Bola», «El Capitán Veneno» o «El Sombrero de Tres Picos» estuvieron en el top de las ventas impresas de su época, algunos de sus cuentos llegaron a convertirse en clásicos como «El Clavo», «La Buenaventura», «El Carbonero Alcalde» o «La Mujer Alta», también obtuvo el reconocimiento su labor periodística, ante todo su «Diario de un Testigo de la Guerra de África», exponente del primer periodismo de guerra riguroso, pero su poética no alcanzó el reconocimiento más allá de premios en juegos florales con poemas de romanticismo trasnochado, al uso de la época, pero de escasa calidad literaria como «El Suspiro del Moro».
Pero no se ha resaltado una de sus facetas, a mi entender, más magistrales: la de sonetista. Es autor, al menos, de una serie de veintinueve sonetos, algunos de ellos de una fina ironía, combinada con el uso magistral de la métrica, que da lugar a unos sonetos de gran belleza e ingenio como «Al vino “Abolengo” de las bodegas de misa», «El cigarro», «Humo y ceniza» o «Las palmeras». También sabe reflejar el dolor del amor imposible, no encontrado o no correspondido en «El llanto del Soltero», «Desaliento», «Presentimientos» o «El amanecer». La imagen de la amada muerta, la muerte en sí, con una impronta claramente poeiana en «En la tumba de un asesinado», «A…», «La campana de agonía» o «¡Adiós al vino!». Y, cómo no, el amor por el amor, sea de enamorado, sea de padre,  en «A Carmen, al piano», «A mis hijas en sus días» o «La hija del poeta».
Pasados más de setenta años de la muerte del autor, de acuerdo con la legislación vigente, las obras son de acceso público, por lo que voy a transcribir a continuación algunos de los sonetos reseñados, para que valgan de muestra para el descubrimiento y regocijo de quienes los desconocen y para remembranza y regocijo de quienes ya los saben:


El Cigarro

 Lío tabaco en un papel; agarro
 lumbre y lo enciendo, arde ya medida
 que arde, muere; muere y enseguida
 tiro la punta, bárrenla... y al carro!
 
 Un alma envuelve Dios en frágil barro,
 y la enciende en la lumbre de la vida,
 chupa el tiempo y resulta en la partida
 un cadáver. El hombre es un cigarro.
 
 La ceniza que cae es su ventura;
 el humo que se eleva su esperanza;
 lo que arderá después su loco anhelo.
 
 Cigarro tras cigarro el tiempo apura;
 colilla tras colilla al hoyo lanza,
 pero el aroma... ¡piérdese en el cielo!



En la tumba de un asesinado

 No lágrimas merece la memoria
 del que justo vivió y honrado muere,
 ni gritos de venganza el alma quiere,
 si escucha ya los cánticos de gloria.
 
 Quien al caer, cual víctima expiatoria,
 perdona generoso al que le hiere,
 cándidas flores del amor espere,
 sacras, más que le laurel de la victoria.

 Hoy esas flores tejen tu diadema
 y adornan tu callada sepultura,
 como ayer adornaban tu camino:
 
 Ellas de tu virtud son el emblema...
 ¡Así dejaran su semilla pura
 en el alma del bárbaro asesino!


La campana de agonía

 ¡La una!... ¡Paz a ti! –Todo reposa,
 La noche aduerme al mundo... mas yo velo,
 dando en los libros a mi loco anhelo
 pábulo ardiente y expansión briosa.

 La voz de una campana pavorosa
 cruza los aires con remoto vuelo...
 adiós de un alma que se eleva al cielo:
 aye de un cuerpo que se hundió en la fosa.

 Feliz mortal, que huyes de esta vida,
 ¿quién eres? ¿quién has sido? ¿qué has hallado
 en el mundo que dejas? Tu partida,

 ¿a qué nueva región te ha encaminado?
 ¿Sombras o luz? ¿Comprendes algo ahora?
 ¡Ah! ¡Dime tú lo que este libro ignora!






Presentimientos

 Al fuego lento de tus ojos frito,
 tengo en mi corazón verano eterno:
 tú, en las neveras de constante invierno,
 guarda, Inés, un alma de granito.
 
 Yo me acerco a tu hielo y no tirito,
 ni las llamas mitigo de mi infierno:
 tú llegas de mi alma al hogar tierno
 y en sus ascuas tu nieve no derrito.
 
 ¿Cómo encuentro calor donde no hay llama?
 ¿Cómo no da calor la llama mía?
 ¿Cómo mi incendio tu esquivez no inflama?

 ¿Cómo tu hielo mi pasión no enfría?
 ¡Ay! ¿cuándo nos veremos igualados,
 abrasados los dos, o ambos helados?


Humo y ceniza

 Fumaba yo, tendido en mi butaca,
 cuando, al sopor de plácido mareo,
 mis sueños de oro realizarse veo
 del humo denso entre la niebla opaca.

 Mas ni la gloria mi ambición aplaca,
 ni nada calma mi febril deseo
 hasta que, envuelta por el aire, creo
 verte mecida en vaporosa hamaca.
 
 Corro hacia ti, mi corazón te evoca,
 y cuando el fuego de tu amor me hechiza
 y van mis labios a sellar tu boca,
 
 de ellos, ¡ay!, el cigarro se desliza
 y sólo queda, de ilusión tan loca,

 humo en el aire y, a mis pies... ceniza.

Cartas que nunca escribí, por ANTONIO MEDINA GUEVARA.


   A don Pedro Antonio de Alarcón y sus pasos.

Hace poco que pasé por una calle de Badalona, donde resido, y me fijé en el rótulo que le da nombre: Pedro Antonio de Alarcón, mi paisano que igual escribía una historia fantástica donde la muerte andaba comprando almas, que en unos poemas que hacen sueños de los sueños:

He dicho que dormías;
y dormías tan muda y mansamente,
que una rosa cerrada parecías.
Dormías... y, aunque amante desdeñado,
próximo alguna vez a aborrecerte,
te admiré en aquel sueño sosegado...
sin desear que fuera el de la muerte.

Pocos días después llegué a donde siempre acaban mis pasos: a Zújar, mi pueblo, que es donde mejor entiendo los pensamientos que tenía don Pedro Antonio, y me puse a mirar lo primero que vieron mis ojos cuando se abrieron a la vida y observé que allí apenas faltaba algo, pero sí alguien; ¡muchos…!
     Después seguí andando por las veredas que ahora son carriles, pasé por albercas que ya no están o que duermen su eterno sueño convertidas en escombros y lugares de zarzales, y me vi en ellas desnudo gritando al viento, remojando la fruta robada, o navegando por unos palmos de agua cristalina que entonces eran océanos. Como en un sueño… Pero desperté y estaba solo.
     Luego, después de andar lentamente por los bancales y de seguir el murmullo de una acequia que me conoce desde niño durante largo trecho, cuando llegué a uno de aquellos árboles que mis manos plantaron cuando apenas tenían fuerza, lo miré y pensé en aquél día en que mi padre me enseñó a plantar... ¡Cómo mis manos crearon algo tan hermoso y necesario....! Y creo que, al ver mi cara, tal vez ese árbol me reconoció y sus ramas intentaron tocarme el hombro, pero ya estaban viejas y no podían agacharse tanto. Entonces, para ayudarle y a pesar de que a mí ya me cuesta trepar, me subí a su tronco y acaricié sus cimbreantes ramas que intentaban mostrarme el cielo... Y con una voz muy baja, me dio las gracias por regarlo, podarlo y darle abono a sus raíces.... Susurrando a mis orejas... Creo.
     Creo que perdí por momentos la razón, pues a los susurros de la vega se unieron unas voces que hace ya muchos años no están por aquí y que llegaban a mis oídos tan cercanas que pensé estar en otro tiempo. Cerré los ojos y no quería abrirlos, pues pensaba que al abrirlos desaparecería todo lo que oía y veía con ellos cerrados.
     Todo eso lo vi y lo escuché… Creo.
     Después (como siempre que vuelvo a mi sitio), seguí bordeando el Jabalcón y llegué a la Granja o a lo que usted llamó “La Casa de la Pródiga” y pensé en un tiempo que todavía recuerdan mis ojos cuando lo que la rodea era un serpenteante y frondoso río donde legiones de chopos se mecían al viento (en vez del Mar del Negratín), y me imaginé su figura bajo unos de aquellos inmensos tilos escribiendo cosas que ya me gustaría a mí poder hacer, pero me conformé al pensar que esos lugares que tanto quiero ya están escritos en la historia de la literatura por una de las mejores plumas granadinas.   
     Le diré, maestro, que con su manera de ver las cosas nos enseñó a muchos a intentar escribir en nuestras páginas con cariño y dedicación: como usted. A querer lo nuestro, a soñar con los sueños y a no despegarnos de nuestras raíces, en definitiva: a intentar ser un poco parecidos a usted. 
     Ahora, para seguir sus pasos, salgo a veces a pasear  por esos sitios donde otros pasos conocidos antes pasaron. La lluvia y el tiempo parece que los borraron…, pero  no,  no  los pueden borrar de mi memoria. Ahí están, yo los veo a veces por otros que ya no pueden con mis ojos abiertos y también cerrados, porque, como bien sabe, maestro, para ver algo no hace falta tener los ojos abiertos.
     Cada día que pasa intento parecerme a los que dejan en el aire un hueco que nadie puede ocupar, de arregostarme por lo nuestro y las cosas sencillas. Esas cosas aparentemente iguales, pero que a la vez son siempre tan diferentes, y que usted nos enseñó a comprender que no hay que irse muy lejos de aquí para ver y sentir la belleza, y que el cielo a veces lo tenemos a los pies…, aunque a veces también lo pisoteamos.
     Tengo que decirle, don Pedro Antonio,  que algunos días, esos que parece que los sueños hacen sueños de los sueños, me pongo a pensar en la cantidad de personas que imprimieron de poesía y leyendas nuestra tierra y que están tan olvidados, pero me contento al pensar que más tarde que temprano serán reconocidas y admiradas… No puede ser de otra manera.
     Y aquí acabo, maestro. Para despedirme le diré lo que usted decía al acabar sus cuentos y que, con su permiso, yo copié en alguno de los míos:

En las largas noches seguimos hablando de cuentos antiguos, de moros, doncellas y anécdotas pasadas. De historias estúpidas, tontas, que seguramente nunca pasaron, pero que da gusto escucharlas porque hay tantas historias como personas… y hasta más.
Por los demás  y  como escribió mi paisano, don Pedro Antonio de Alarcón —que parece ser, también  dialogó alguna vez con la muerte—, solamente puedo deciros que yo puedo terminar este cuento (carta) del propio modo que terminan las viejas todos los suyos: diciendo que fui, la vi, me enamoré de estos lugares, vine…, y no me dieron nada.
…¡O todo…!

Pétreo Antonio, por LUIS LÓPEZ-QUIÑONES RUIZ.



Con el paso de los años ha acabado de encajarse
al frío sillón de granito que hace arrugas en su traje,
desde la altura del pedestal que le da ese aire de padre,
llena su horizonte de cuevas y paisajes familiares.
Solo siente añoranza de un sombrero para su testa
con tres picos que le protejan y a la vez le resguarden,
del sol severo y pertinaz de los veranos accitanos,
de los gélidos vientos de sierra y de las lluvias otoñales.
Su pétrea figura enclavada en la encrucijada de caminos,
el que de Madrid trajo sus huesos de la vuelta del exilio,
el que te lleva hacia el mar y le trae recuerdos africanos
el de los cafés de Granada y del Carmen tertuliano.
A sus pies el estanque de los peces descoloridos,
a su lado el Santo vigía cómplice de sus últimos años,
y a la izquierda la rambla del río que como la vida se comporta,
casi siempre seca, mansa y de repente te desborda.
Desde su atalaya de privilegio Pedro Antonio tiene alma,
con la paciencia adquirida y la posteridad conquistada,
con el manuscrito de su escándalo entre sus dedos de mármol,
reprende eternamente a su niño de la bola.



Guadix , 4 de octubre del 2014

Pedro Antonio de Alarcón, por CUSTODIO TEJADA.


Paseo por el parque de Guadix a media tarde
Entre hojas caídas que suenan como carracas.
Desde lejos veo una paloma triste
Resistir a la monotonía posada sobre una cabeza.
Observa con paciencia el trasiego de la gente:

Ahíta va la muchedumbre perdida en sus quehaceres.
Nadie repara en su quietud silenciosa de piedra.
Todo el mundo pasa de largo sin mirarlo
O se sientan a descansar en los bancos
Numantinos mientras nuestro paisano,
Ilustre y aristócrata, subido a un pedestal,
Obedece el dictado de la historia en solitario.

De nada sirve una estatua inmóvil
En un parque olvidada si nadie lee su obra y le honra.

Altos como torre de catedral, sus ojos,
Lentamente nos guían por las zigzagueantes
Acequias llenas de agua fresca y
Repiques de campanas viejas que suenan
Como cuentos en boca de nuestros antepasados.
Oleaje de palabras que le rinden

Nuestro humilde y sincero homenaje.

Conversaciones en el parque accitano, por CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN



Hay tardes que meditando,
matando el tiempo o pensando
en la cruda realidad,
me pongo a mirar el paisaje
y emprendo un largo viaje,
por mi pequeña ciudad.
Y así caminando…
como quien despierta a un sueño,
en el parque estoy sentada,
y un señor de corte antiguo,
como de piedra o cemento,
me dirige la palabra.
“Es verdad que no es reacio,
fue flexible,
se adaptó a los vaivenes variopintos
de la moda de los tiempos,
puedo poner mil ejemplos:
desde la Acci invisible,
fue del imperio romana,
fue judía y musulmana muy a conciencia,
pues si le echas la cuenta,
ocho siglos la tuvieron, la morería ocupada,
después vinieron las lanzas, los pendones y las cruces
y también se abrió de bruces,
se hicieron mil caserones,
con escudos y nobleza,
y la ciudad de los moros ya bajaba la cabeza.

Y cundió tanto el señorío,
que aun de él no se ha curado,
y vinieron los franceses,
con todos su poderío,
y en la ciudad se han quedado.
Hablaron de igualdad, fraternidad,
llenaron la faltriquera,
ocuparon los cargos públicos con destreza,
y aun no se recupera,
si no es por un carbonero
que decían: El alcade de La Peza.

Y es que esta que usted ve,
es una ciudad en la que todo el que viene prospera,
y el que nace, se tiene que ir fuera,
ya sea poeta o juglar,
porque la pura verdad,
nadie es profeta en su tierra.
Ahora estoy sentado en este parque,
del que mi humilde nombre,
después de un siglo,
vino a tomar posesión.
Le presento mis respetos, señorita,
por si no me conocía,
yo me llamo Pedro Antonio de Alarcón.


Mi destino es el tiempo (basado en la novela corta "El año campesino", por PEDRO CASAMAYOR RIVAS.



Como una lluvia de pelo suelto y torso desnudo
me imagino al tiempo
caer sobre mi impuntual reloj de arena.
Sabiendo de su paradero
en la calle Niño de la Bola nº 6,
empecé por mudar los dientes de leche
luego la infancia por la adolescencia
y ahora según los almanaques
y sus clasificaciones, en edad viril,
espero sin prisas el latido frío del sudario.
Aferrado en un ahora sin volumen,
en mi travesía hasta el límite,
al 9 mandamiento desplomo
deseando pensamientos impuros
y decido por mi edad elegir la fecha
de jubilación de mis creencias.
Para ello miro la dentadura al futuro
pregunto al olor de mis desagües
estudio en agosto las cabañuelas
y me responden que mañana
seguirá derritiendo la eternidad
trienios, infancias y retiros a cuarteles de invierno.

Descubriendo a Pedro Antonio de Alarcón, por EDUARDO MORENO ALARCÓN.



En las tres últimas décadas del siglo XIX se completa el tránsito artístico del Romanticismo al Realismo. Es precisamente en esta época cuando la novela alcanza su mayoría de edad (1868) y se consolida como el modelo literario universal que hoy conocemos. El Realismo se acaba imponiendo en el viejo continente, pero como ocurre con frecuencia en cualquier tránsito, siempre queda un poso del movimiento anterior, que no muere, sino que muta y se transforma al calor del nuevo impulso estético, de modo que, añadidos cual estratos, estas dos sensibilidades conforman una amalgama tan uniforme como distinguible.
En este periodo también se produce un fenómeno de consolidación del cuento, publicándose, por un lado, en periódicos y revistas, y por otro, con la aparición de libros dedicados exclusivamente al relato breve (Obras, de Bécquer, 1871, o Narraciones inverosímiles, de Pedro Antonio de Alarcón, 1882 son dos buenos ejemplos).
En efecto, la huella romántica no desaparece del todo —nunca lo ha hecho—; seguirá presente, pero irá adquiriendo elementos nuevos que no harán sino transformar y enriquecer sus raíces. Algunos de los mejores cuentos fantásticos se escriben precisamente durante el periodo en que triunfan las novelas realista y naturalista. Fuera de nuestras fronteras, sirvan como ejemplo ilustrativo los nombres de Balzac, Henry James, Dickens o Maupassant.
Aquí en España, autores que hoy día consideramos plenamente «realistas», se sintieron atraídos por la literatura fantástica. Como una especie de legado oscuro y olvidado, hallamos maravillosos ejemplos de relatos fantásticos; escritores de la talla de Vicente Blasco Ibáñez, Clarín, Juan Valera, Emilia Pardo Bazán, Benito Pérez Galdós o Pedro Antonio de Alarcón, así lo atestiguan.
Este último, encarna a la perfección los cambios acaecidos en el último tercio del XIX. Personaje fronterizo, rebelde en su juventud, conservador en la madurez, el accitano Pedro Antonio de Alarcón que, a diferencia de su coetáneo Bécquer, conoció el éxito de crítica y público en vida —hasta fue elegido miembro de la Real Academia de la Lengua Española—, creó una obra cuentística realmente admirable. No en vano, él mismo valoró siempre más sus relatos cortos que sus novelas.
Entre 1881 y 1882 aparecen tres colecciones que recogen todas sus narraciones breves: Cuentos amatorios, Historietas nacionales Historias inverosímiles.
A grandes rasgos, los aspectos que reflejan la evolución del estilo de Alarcón frente al ideal romántico —que mantiene también en algunos aspectos como por ejemplo sus personajes femeninos, muy «arquetípicos», en la línea de otros autores como el británico W. H. Hodgson— son:
Primero: El fenómeno sobrenatural se produce en un mundo que refleja fielmente la vida cotidiana, aproximándose así al lector (canon que defiende el maestro inglés del cuento de fantasmas M.R. James).
Segundo: Lo sobrenatural irrumpe sembrando dudas en el lector, cuestionando una visión positivista de la realidad.
Tercero: El fenómeno sobrenatural ya no es definido con nombres concretos (vampiro, demonio, fantasma…), sino que se torna vago y confuso; el propio escritor no acierta a definirlo (en el periodo realista se habla de visiones, apariciones etc…). Así, en el magistral e inolvidable relato de terror La mujer alta, el protagonista se pregunta angustiado ante lo inexplicable:
«¿Es Satanás? ¿Es la muerte? ¿Es la vida? ¿Es el Anticristo? ¿Quién es? ¿Qué es?».
No creo exagerado afirmar que estamos ante un pionero en muchos elementos narrativos, a la altura de los mejores literatos, y al que mucho debemos. Sus relatos son un placer para el lector: fluidos, amenos, entrañables, urdidos con inteligencia y maestría.
Finalmente, cabe destacar entre su variada producción, además de historias terroríficas, interesantes incursiones en el género policial (El clavo), la historia nacional (El carbonero alcalde), o el costumbrismo (La buenaventura).
Sólo los grandes permanecen incólumes. Merece la pena descubrirlos.


La Mujer Alta (Poema inspirado en el cuento del mismo nombre), por PURA FERNÁNDEZ SEGURA.



Un hombre pasea su huerto olvidado,
en la buganvilla se esconde el niño.

Sobre las copas de los tilos,
el pueblo duerme su calvario,
y el frío relente  corta;
¡cuántas veces, la misma noche!

Un galgo eléctrico de Amezcua
corre huidizo, tensa el arco y
solo va por la solitaria plaza.

Estigma de un mal presagio,
la hora precisa apunta.
La Mujer Alta  acecha,
La Cañada cruza,
en el zaguán se esconde,
hacia San Miguel  baja, sale al paso, 
roza tu hombro la mano grande,
las  cuencas vacías miran pétreas.
Breve abanico o témpano de hielo,
¿a quién señala?
Cierra los ojos aterrado el niño,
los abre el hombre y
para espantarla  grita.

La noche cerrada  engulle los sueños.

Apartado, muy lejos,
vivos  recuerdos traen,
los cuentos de estantiguas,
espíritus y duendes,
que aprendió en las ventosas noches, frías

de una áspera y vieja ciudad del Sur…