A
don Pedro Antonio de Alarcón y sus pasos.
Hace poco que pasé por una calle de Badalona, donde
resido, y me fijé en el rótulo que le da nombre: Pedro Antonio de Alarcón, mi
paisano que igual escribía una historia fantástica donde la muerte andaba
comprando almas, que en unos poemas que hacen sueños de los sueños:
He
dicho que dormías;
y
dormías tan muda y mansamente,
que
una rosa cerrada parecías.
Dormías...
y, aunque amante desdeñado,
próximo
alguna vez a aborrecerte,
te
admiré en aquel sueño sosegado...
sin
desear que fuera el de la muerte.
Pocos días después llegué
a donde siempre acaban mis pasos: a Zújar, mi pueblo, que es donde mejor
entiendo los pensamientos que tenía don Pedro Antonio, y me puse a mirar lo
primero que vieron mis ojos cuando se abrieron a la vida y observé que allí
apenas faltaba algo, pero sí alguien; ¡muchos…!
Después
seguí andando por las veredas que ahora son carriles, pasé por albercas que ya
no están o que duermen su eterno sueño convertidas en escombros y lugares de
zarzales, y me vi en ellas desnudo gritando al viento, remojando la fruta
robada, o navegando por unos palmos de agua cristalina que entonces eran
océanos. Como en un sueño… Pero desperté y estaba solo.
Luego,
después de andar lentamente por los bancales y de seguir el murmullo de una
acequia que me conoce desde niño durante largo trecho, cuando llegué a uno de aquellos
árboles que mis manos plantaron cuando apenas tenían fuerza, lo miré y pensé en
aquél día en que mi padre me enseñó a plantar... ¡Cómo mis manos crearon algo
tan hermoso y necesario....! Y creo que, al ver mi cara, tal vez ese árbol me
reconoció y sus ramas intentaron tocarme el hombro, pero ya estaban viejas y no
podían agacharse tanto. Entonces, para ayudarle y a pesar de que a mí ya me
cuesta trepar, me subí a su tronco y acaricié sus cimbreantes ramas que
intentaban mostrarme el cielo... Y con una voz muy baja, me dio las gracias por
regarlo, podarlo y darle abono a sus raíces.... Susurrando a mis orejas...
Creo.
Creo que
perdí por momentos la razón, pues a los susurros de la vega se unieron unas
voces que hace ya muchos años no están por aquí y que llegaban a mis oídos tan
cercanas que pensé estar en otro tiempo. Cerré los ojos y no quería abrirlos, pues
pensaba que al abrirlos desaparecería todo lo que oía y veía con ellos
cerrados.
Todo eso
lo vi y lo escuché… Creo.
Después (como
siempre que vuelvo a mi sitio), seguí bordeando el Jabalcón y llegué a la
Granja o a lo que usted llamó “La Casa de la Pródiga” y pensé en un tiempo que
todavía recuerdan mis ojos cuando lo que la rodea era un serpenteante y
frondoso río donde legiones de chopos se mecían al viento (en vez del Mar del
Negratín), y me imaginé su figura bajo unos de aquellos inmensos tilos
escribiendo cosas que ya me gustaría a mí poder hacer, pero me conformé al
pensar que esos lugares que tanto quiero ya están escritos en la historia de la
literatura por una de las mejores plumas granadinas.
Le diré,
maestro, que con su manera de ver las cosas nos enseñó a muchos a intentar escribir
en nuestras páginas con cariño y dedicación: como usted. A querer lo nuestro, a
soñar con los sueños y a no despegarnos de nuestras raíces, en definitiva: a
intentar ser un poco parecidos a usted.
Ahora,
para seguir sus pasos, salgo a veces a pasear
por esos sitios donde otros pasos conocidos antes pasaron. La lluvia y
el tiempo parece que los borraron…, pero
no, no los pueden borrar de mi memoria. Ahí están,
yo los veo a veces por otros que ya no pueden con mis ojos abiertos y también
cerrados, porque, como bien sabe, maestro, para ver algo no hace falta tener
los ojos abiertos.
Cada día
que pasa intento parecerme a los que dejan en el aire un hueco que nadie puede
ocupar, de arregostarme por lo nuestro y las cosas sencillas. Esas cosas
aparentemente iguales, pero que a la vez son siempre tan diferentes, y que
usted nos enseñó a comprender que no hay que irse muy lejos de aquí para ver y
sentir la belleza, y que el cielo a veces lo tenemos a los pies…, aunque a
veces también lo pisoteamos.
Tengo que
decirle, don Pedro Antonio, que algunos
días, esos que parece que los sueños hacen sueños de los sueños, me pongo a
pensar en la cantidad de personas que imprimieron de poesía y leyendas nuestra
tierra y que están tan olvidados, pero me contento al pensar que más tarde que
temprano serán reconocidas y admiradas… No puede ser de otra manera.
Y aquí
acabo, maestro. Para despedirme le diré lo que usted decía al acabar sus cuentos
y que, con su permiso, yo copié en alguno de los míos:
En
las largas noches seguimos hablando de cuentos antiguos, de moros, doncellas y
anécdotas pasadas. De historias estúpidas, tontas, que seguramente nunca
pasaron, pero que da gusto escucharlas porque hay tantas historias como
personas… y hasta más.
Por
los demás y como escribió mi paisano, don Pedro Antonio
de Alarcón —que parece ser, también
dialogó alguna vez con la muerte—, solamente puedo deciros que yo puedo
terminar este cuento (carta) del propio modo que terminan las viejas todos los
suyos: diciendo que fui, la vi, me enamoré de estos lugares, vine…, y no me
dieron nada.
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