En
las tres últimas décadas del siglo XIX se completa el tránsito artístico del
Romanticismo al Realismo. Es precisamente en esta época cuando la novela
alcanza su mayoría de edad (1868) y se consolida como el modelo literario
universal que hoy conocemos. El Realismo se acaba imponiendo en el viejo
continente, pero como ocurre con frecuencia en cualquier tránsito, siempre
queda un poso del movimiento anterior, que no muere, sino que muta y se
transforma al calor del nuevo impulso estético, de modo que, añadidos cual
estratos, estas dos sensibilidades conforman una amalgama tan uniforme como
distinguible.
En
este periodo también se produce un fenómeno de consolidación del cuento,
publicándose, por un lado, en periódicos y revistas, y por otro, con la
aparición de libros dedicados exclusivamente al relato breve (Obras, de
Bécquer, 1871, o Narraciones inverosímiles, de Pedro Antonio de
Alarcón, 1882 son dos buenos ejemplos).
En
efecto, la huella romántica no desaparece del todo —nunca lo ha hecho—; seguirá
presente, pero irá adquiriendo elementos nuevos que no harán sino transformar y
enriquecer sus raíces. Algunos de los mejores cuentos fantásticos se escriben
precisamente durante el periodo en que triunfan las novelas realista y
naturalista. Fuera de nuestras fronteras, sirvan como ejemplo ilustrativo los
nombres de Balzac, Henry James, Dickens o Maupassant.
Aquí
en España, autores que hoy día consideramos plenamente «realistas», se
sintieron atraídos por la literatura fantástica. Como una especie de legado
oscuro y olvidado, hallamos maravillosos ejemplos de relatos fantásticos;
escritores de la talla de Vicente Blasco Ibáñez, Clarín, Juan Valera, Emilia
Pardo Bazán, Benito Pérez Galdós o Pedro Antonio de Alarcón, así lo
atestiguan.
Este
último, encarna a la perfección los cambios acaecidos en el último tercio del
XIX. Personaje fronterizo, rebelde en su juventud, conservador en la madurez,
el accitano Pedro Antonio de Alarcón que, a diferencia de su coetáneo Bécquer,
conoció el éxito de crítica y público en vida —hasta fue elegido miembro de la
Real Academia de la Lengua Española—, creó una obra cuentística realmente
admirable. No en vano, él mismo valoró siempre más sus relatos cortos que sus
novelas.
Entre
1881 y 1882 aparecen tres colecciones que recogen todas sus narraciones
breves: Cuentos amatorios, Historietas nacionales e Historias
inverosímiles.
A
grandes rasgos, los aspectos que reflejan la evolución del estilo de Alarcón
frente al ideal romántico —que mantiene también en algunos aspectos como por
ejemplo sus personajes femeninos, muy «arquetípicos», en la línea de otros
autores como el británico W. H. Hodgson— son:
Primero: El fenómeno
sobrenatural se produce en un mundo que refleja fielmente la vida cotidiana, aproximándose
así al lector (canon que defiende el maestro inglés del cuento de fantasmas M.R.
James).
Segundo: Lo sobrenatural irrumpe
sembrando dudas en el lector, cuestionando una visión positivista de la
realidad.
Tercero: El fenómeno
sobrenatural ya no es definido con nombres concretos (vampiro, demonio,
fantasma…), sino que se torna vago y confuso; el propio escritor no acierta a
definirlo (en el periodo realista se habla de visiones, apariciones etc…). Así,
en el magistral e inolvidable relato de terror La mujer alta,
el protagonista se pregunta angustiado ante lo inexplicable:
«¿Es Satanás? ¿Es la muerte? ¿Es la vida? ¿Es el
Anticristo? ¿Quién es? ¿Qué es?».
No
creo exagerado afirmar que estamos ante un pionero en muchos elementos
narrativos, a la altura de los mejores literatos, y al que mucho debemos. Sus
relatos son un placer para el lector: fluidos, amenos, entrañables, urdidos con
inteligencia y maestría.
Finalmente,
cabe destacar entre su variada producción, además de historias terroríficas,
interesantes incursiones en el género policial (El clavo), la historia
nacional (El carbonero alcalde), o el costumbrismo (La buenaventura).
Sólo
los grandes permanecen incólumes. Merece la pena descubrirlos.
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