Tuve suerte, entré en García Márquez por uno de sus mejores libros, La
increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada. Lo recibí como regalo de cumpleaños -19- y aún lo conservo, gastado y bello, en su
sencillez y buen diseño, de Barral Editores, 1972. Carlos Barral, escritor,
poeta, navegante, miembro de la gauche divine barcelonesa y al que todos
los lectores debemos agradecimiento, pues amplió enormemente el panorama literario español editando a
jóvenes autores de aquende (como Juan Marsé) y, sobre todo, de allende:
Cortázar, Bryce Echenique, Vargas Llosa… Y García Márquez.
Una joya humilde, un libro vivo porque siempre que lo releo
le descubro sabores nuevos, aunque lo que me propongo ahora es recordar aquella
primera lectura, la sorpresa encantada, mi alegría al descubrir un mundo nuevo
y, sin embargo, inexplicablemente presentido.
Lo primero que me impresionó fue el título, largo y sabroso,
evocador de atmósferas cargadas donde conviven inocencias junto a
perversidades. Lo segundo, el nombre de Eréndira y los que siguieron:
Pelayo y Elisenda, Catarino, Ulises, Pancho Aparecido, los Amadises… En una mezcla evocadora e impredecible entre romances trovadorescos, tragedias griegas y
pueblo amerindio.
Y lo que formó el
meollo de mi asombro: el tratamiento de lo insólito como hecho normal; la total ausencia de respingos y alharacas
ante milagros, sinrazones y maravillas;
la disolución de fronteras entre realidad y sueño. A mi entender este carácter
distintivo del realismo mágico impide tanto la moraleja como la denuncia: sentido sí. Verdad, también; en concreto, la
cándida Eréndira contiene toda la verdad
del mundo pero en ningún momento constituye una diatriba contra la prostitución
infantil. Y esta falta de moralidad explícita también impresionó mi alma
lectora.
Otra enorme sorpresa: la novedad de las descripciones, si
podían llamarse así, porque yo nunca me había encontrado con una “enorme mansión de argamasa lunar” ni pisado
ninguna casa “oscura y abigarrada, con muebles frenéticos y estatuas de césares
inventados”.
Pero lo más extraño fue mi curiosa reacción, que continúa y aún no
comprendo : desde las primeras frases
sentí una injustificada familiaridad con aquel mundo y sus personajes; en
especial, los derrotados, los humildes, alzaron su vida ante mí como
hermanos presentidos. Nunca me he identificado con García Márquez, pero sí con Eréndira y el joven Ulises, con el
hombre muy viejo de alas muy grandes, con
el fotógrafo que cruza el desierto a lomos de bicicleta; con el hermoso ahogado
que no puede sino llamarse Esteban y la niña que se convirtió en araña por
desobedecer a sus padres.
Gentes errabundas, que viven, trabajan, mueren, sin darle
mayor importancia; que ponen en juego una imaginación sin límites para comer
cada día. Cercanas, entrevistas, como si yo en alguna otra vida, sin duda
onírica, hubiera contemplado ese reverbero
de gentes, magias, milagros y crímenes,
hojas revueltas que se lleva el viento. El Macondo de la abundancia que
en un instante se transforma en podredumbre. ¿Acaso Macondo vive en nosotros
aún antes de leerlo? ¿O Gabriel García Márquez escribe tan endemoniadamente
bien que nos produce esa sensación? En cualquier caso, misterio y magia que le
debemos.
Sensaciones inconfundibles, de poder tocar, oler, sentir...magia si, magia. Enhorabuena.
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