(Relato inspirado en el
cuento: “El libro talonario” de Pedro Antonio de Alarcón)
Aquella mañana de sábado, como siempre que
venían a visitar a su hija a Madrid, no sabía muy bien lo que hacer. Así que
decidió acompañar a su mujer y a su hija a ese enorme supermercado tan limpio y
aséptico al que solía ir ella, hecha a las costumbres de la capital. Eso de
comprar en distintas tiendas pequeñas quedaba ya muy lejano.
Pero ese día, el tío Buscabeatas (apodo por el
que era conocido en Villanueva - su pueblo natal, del nordeste de Granada-),
quedó totalmente absorto por un azaroso detalle: allí, frente a él, estaban
Cachigordeta, Rebolanda, Barrigona y algunas calabazas más que con tanto mimo
había cultivado en esos calurosos meses de verano, y que, no sin mucho
regomeyo, había accedido vender a “Fulano”, el intermediario. Tantas buenas
razones, penurias y excusas le confió, que accedió a dejárselas algo más
baratas de lo que había pensado. Sin embargo, ahora las tenía allí delante, y
se vendían por un precio diez veces superior al dinero que había recibido.
Las lágrimas estaban a punto de brotarle de los
ojos. Sus preciadas creaciones también parecían mirarlo entristecidas, y
entonces, cayendo de rodillas frente a ellas y reclinando la cabeza contra el
pecho, entrelazadas sus dos manos sobre la nuca, dejó escapar un profundo
sollozo y dio rienda suelta al llanto.
Una señora casi lo arrolla con el carro de la
compra, ya que iba empujándolo sin mirar. Fue el hijo de esta quien acudió a
levantarlo, pero el tío Buscabeatas parecía una masa inerte clavada en el
suelo. Su esposa y su hija, atareadas con la compra, lo habían perdido de vista
y no se habían dado cuenta de lo ocurrido. Enseguida otra señora comunicó el
suceso a una reponedora. Acudieron varios empleados e intentaron hablar con él,
pero nada. Nadie podía sacarlo de su estado de abatimiento total. Poco a poco
se fue arremolinando gente curiosa alrededor, y el guardia jurado tuvo que
poner orden:
- ¡Hagan
el favor de no interrumpir la circulación!, ¡despejen el pasillo!
Fue entonces cuando Manuela, su hija, advirtió
el revuelo, y al acercarse y ver a su padre arrodillado en el suelo casi se
desmaya del sobresalto, pero sobreponiéndose enseguida, se abrió paso entre la
gente llegó hasta él. Unos pocos pasos por detrás venía su mujer.
-
¿Qué pasa, papá? ¿Quieres
hacer el favor de levantarte?
- Nos está mirando todo el
mundo, por favor... -añadió su mujer-
Poco a poco fue enderezando la cabeza y, casi
murmurando, con la vista fija en el estante de las calabazas, dijo:
-
Son ellas,
Manuela, son mi cosecha. ¿No ves cómo me las han robado con males artes y cómo
se han burlado de mi? -Y
algo más repuesto añadió- Ahora valen 10 veces más de lo que me pagaron por
ellas.
-
Pero papá...
las cosas son así, no digas tonterías. ¡Levántate! Haz el favor…
La responsable de la tienda, alertada por el
suceso, acudió rápidamente:
-
¿Qué pasa aquí? ¿Puedo
ayudarles en algo?
-
No, no es nada, es mi padre.
Dice que esas calabazas las ha cultivado él y que ahora las vendéis diez veces
más caras de lo que le pagaron. Siente que le han robado.
-
Lo entiendo Señora, pero... ya
sabe... nosotros siempre respetamos los acuerdos comerciales. Todas nuestras
operaciones están claras...
-
Ya... pero es llamativo. Bueno, no se
preocupe, enseguida levantamos a mi padre y se acabará la FUNCIÓN. ¡Eh! Papá. - Dijo girando la cabeza hacia el
tío Buscabeatas.
Entonces, el hombre, mirando a su esposa que
estaba casi tan llorosa como él, hizo un esfuerzo y con la ayuda del guardia
jurado, se irguió. Parecía que hubiera envejecido varios años en un solo
instante. Parecía que de pronto le hubieran caído sobre los hombros las
fatigas, las decepciones, los sueños incumplidos, las injusticias cometidas
sobre tantos agricultores que, como él, no iban a poder resistir las nuevas
leyes de un mercado cada vez más atroz. Parecía totalmente derrotado.
No quiso mirar nada más. El pasillo de las
herramientas, que otras veces le había resultado un refugio frente al
aburrimiento que le producían tantas estanterías repletas de productos
innecesarios, no tenía la luz ni los colores de siempre. Se dejó llevar, y
aunque su hija de vez en cuando, le dirigía una sonrisa tratando de levantarle
el ánimo y su esposa no se separaba de él, el tío Buscabeatas solo
quería salir de allí lo antes posible.
Estaban ya en la cola de las cajas cuando la
responsable de la tienda se les acercó otra vez y les dijo:
-
Perdonen, no se asusten, ¿Podría hablar un
momento con ustedes? Es que quiero comentarles algo. Si les parece, acompáñenme
al despacho.
Manuela la miró con semblante serio:
-
Pero...
-
No es nada, no se preocupe. Vengan
conmigo. Dejaremos el carro aquí, en esta caja vacía. Mi compañera le echará un
ojo.
Enseguida llegaron al despacho y, ya solos, la
responsable de la tienda les dijo:
-
Verá usted, Señor, me ha impresionado
mucho la reacción que ha tenido frente a las calabazas que usted mismo cosechó.
Porque... son las suyas, ¿no?
-
Claro que sí. -dijo
el tío Buscabeatas y, sacando un arrugado papel del bolsillo, añadió- Aun
tengo el albarán de la venta. Puede comprobar que los datos son los mismos que
los de las etiquetas de las cajas donde están.
-
Está claro, no se preocupe,
-continuó la responsable-. Pues bien, la verdad sea dicha, los clientes que
las compran celebran la dulzura y la calidad de sus calabazas y, aunque no
tendríamos por qué, lo he consultado con mis superiores y hemos decidido
compensarle un tanto el precio tan bajo que recibió por ellas. - Y añadió
mostrando una leve sonrisa- Para que “no sienta que le han robado”.
El tío Buscabeatas, su mujer y su hija
quedaron perplejos. No sabían que responder. Finalmente dieron las gracias por
la justa retribución que recibieron y regresaron a casa bromeando y repletos de
alegría.
Aun así, cuando se tranquilizó, el tío Buscabeatas
se dijo:
-
Esta historia no tendría que haberse
contado. Los agricultores tendríamos que recibir un precio justo por nuestros
productos. Si fuera así, nada de esto hubiera ocurrido.
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