miércoles, 29 de septiembre de 2021

EL TESTAMENTO OCULTO, por Carmen Hernández Montalbán.

 

Testamento de Hernán Cortés

Otro día más sin éxito- Pensó el Padre Mariano Cuevas, caminando por la calle Trajano hasta la residencia donde se alojaba. Tenía la humedad del Guadalquivir metida en los huesos. Los inviernos en Sevilla, si bien no son los más crudos, se agravan con la humedad del río, por más que te abrigues no entras en calor. Había pasado la mañana en el archivo de protocolos, antigua Iglesia de San Laureano, entre legajos, con unos viejos guantes de lana recortados en la punta de los dedos para protegerse del frío y, al mismo tiempo, que estos no entorpecieran el trabajo. La investigación tenía estas cosas; había que armarse de paciencia.

Hallar el testamento matriz de Hernán Cortés, del que ya existía una copia en el Archivo de la Nación de México, comenzaba a ser una quimera. En numerosas ocasiones, el Padre Cuevas se reprochaba a sí mismo el orgullo que lo movía; demostrar a aquellos necios que negaban que la copia de México era fiel a la original, que estaban equivocados, se había convertido en una obsesión. La ignorancia es osada.- pensaba- subestimar el trabajo de investigación de quienes se queman las pestañas y se devanan los sesos estudiando, es fácil para quien desconoce lo que este quehacer entraña.

Por aquellos días, las calles de Sevilla eran un trasiego de carros y gente, con la preparación de la Exposición Iberoamericana. Los alrededores del parque de María Luisa eran un hervidero, pero Mariano decidió desviarse hacia el río y continuar dando un paseo hasta el Pabellón de México para ver cómo iban los preparativos. Desde su llegada a Sevilla era una costumbre acercarse hasta el Paseo de las Delicias para ver cómo iban las obras. Llamó su atención uno de los bajorrelieves que se habían realizado para las jambas de una de las entradas del edificio. Una mujer indígena con un niño a su lado, sin duda debía tratarse de Malinche, a la que los conquistadores conocían como Marina. Esta era la mujer más denostada de México, la traidora. ¡Ay! Quien no conoce la historia en profundidad es rápido en etiquetar a un personaje en uno y otro bando sin tener en cuenta los sucesos y conflictos en los que se ven envueltos. La historia no fue justa con Malinche, madre del primer hijo de Hernán Cortes, ni tampoco con el vástago. A pesar de ser el primogénito, fue su medio hermano, del mismo nombre, hijo de la legítima esposa, Juana de Zúñiga, el que heredó su marquesado. ¿Qué aspecto tendría doña Marina en realidad? -Este tipo de preguntas solían asaltarle cuando investigaba algún personaje.  -Malinche era nombrada por su belleza, debió de ser una mujer bonita, y también valiente y guerrera, como muchas mujeres veracruzanas. Una verdadera “Adelita” como aquellas mujeres soldaderas de la de la Revolución de México. Como comenzaba a oscurecer, decidió regresar a la residencia.

Después de la cena y la oración, se retiró a su habitación, se sentó junto a la mesa de camilla y removió un poco el brasero. Tomó el cuaderno de notas y se puso a revisarlas mientras sus pies entraban en calor. En una de las notas, el Padre Cuevas tenía registrada la visita a su amigo, el reputado hispanista Santiago Montoto, en su casa de la calle Levíes;  y la curiosa historia que éste le relató sobre el pleito mantenido por el escribano de Sevilla, don Melchor de Pontes, a quien Hernán Cortés había hecho entrega de su testamento cerrado, y el escribano del Rey, García de Huerta; pues este último retuvo el documento después de su lectura tras la muerte del conquistador. Santiago con su gracioso acento andaluz, sus ojos vivaces, atusándose el bigotillo constantemente y con la pasión que caracteriza a los exploradores del pasado, le contó cómo el secretario regio había escamoteado repetidas veces entregar la dicha carta testamentaria. Finalmente tuvo que entregarla presionado por el litigio que el escribano de Sevilla había interpuesto. ¿Por qué ese interés en retener dicho testamento? – preguntaba Santiago con el ceño fruncido- querido don Mariano, hasta el presente se ignoran los motivos. Y eso es algo que me propongo averiguar, si Dios me da vida suficiente…

Rumiando la lectura de estas notas, el jesuita se metió en la cama. Y con el calor de las mantas entró en un sueño profundo que lo trasportó a escenarios exóticos de su México natal en tiempos de la conquista. En esta maraña de sueño apareció una mujer menuda de cabellos negros y bonita figura, vestida con una túnica profusamente bordada con motivos de distintos colores. En la cabeza, un tocado de plumas con los que se adornan las princesas indígenas: Mariano, mijito –le habló al jesuita- he venido a echarte la mano, no más, y es que te veo como perro de las dos tortas buscando ese testamento del pendejo de Cortés y te estás haciendo mala sangre. Te estarás preguntando quién soy y qué carajo hago aquí. Soy la Malinche, mijo, tu antepasada directa; la mera mera. He venido a decirte porqué ese interés de ocultar lo que Hernando dejó dispuesto. La culpa de todo la tuvo esa malhora de la Juana de Zúñiga, a la que los dioses confundan. Esa mosquita muerta con cara de no haber roto un plato, se las ingenió para perjudicar a los hijos de su marido habidos con otras mujeres, porque a Cortés mujeres tuvo como arroz, pero con esta, mijo, se le hizo agua la canoa. Mira si convenció a Hernando para que dejara a su Martinito como mayorazgo y marqués y no al mío, que era el primero y aventajaba en años al de la Zúñiga.  Todo esto que te cuento lo he sabido ya después de estirar la pata, pues como sabes a los muertos nada se nos oscurece. Por lo mismo procuró que el testamento se mantuviera fuera del alcance de los herederos naturales, comprando la voluntad del desgraciadísimo García de Huerta y que el cadáver no cruzara el charco hasta el valle de Oaxaca, como a Hernando le hubiera gustado, como lo dejó expreso porque la bemberecua murió en Castilla.  Búscalo entre otros legajos, Marianito, pues por malas artes de la Zúñiga ha de andar traspapelado. ¡Órale Pues!

Con esta arenga que la traductora indígena le había endilgado por vía onírica, el Padre Mariano cuevas se despertó soliviantado. Se vistió rápido, espoleado por las palabras de la Malinche, se lavó la cara en la palangana para despejarse y después de desayunar enfiló la calle Trajano hacia el archivo de protocolos.

Pidió a la encargada que le trajera todos los protocolos de Melchor de Pontes, fueran testamentos o no y, aunque abrumado por los montones de legajos que la archivera iba poniendo sobre su mesa, decidió coger el toro por los cuernos. Tras revisar el tercero, sintió un ligero nerviosismo y creyó que la vista le estaba jugando una mala pasada cuando al posarse sobre la primera página leyó: “En el nombre de la Santísima Trinidad…”. Y más adelante: “Sepan cuantos estas carta de testamento vieren, como yo D. Fernando Cortés, Marqués del Valle de Oajaca…”. Don Mariano contuvo un ¡Aleluya! que, sin embargo, retumbó en su alma. Y postrado de rodillas en el frío suelo, dio gracias a la Divina Providencia por favorecerle de nuevo en sus investigaciones, ¡Lo había encontrado! Cuando salió del archivo, el jesuita creía estar flotando sobre una nube y sin saber cómo fue caminando hacia el Paseo de las Delicias. Ya dentro del Pabellón de México se dirigió hacia donde estaba el bajorrelieve de la Malinche, ya colocado en una de las jambas y riendo a carcajadas como un desquiciado le gritó: ¡¡Gracias mamitaaa!!.

 


1 comentario:

  1. ¡Qué gracia tienes, Carmen, pa contar estas cosas! Se imagina uno que así fue y después de tantos años del hecho que relata se queda más ancho que el propio Padre Cuevas

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