miércoles, 29 de septiembre de 2021

EL POE URUGUAYO, por Eduardo Moreno Alarcón.

 


 

Si alguien se detiene a contemplar cualquier fotografía de Horacio Quiroga (1878-1937), tendrá ante sí una mirada penetrante, y a poco que se fije, apreciará la carga triste de sus ojos. Difícil no estremecerse ante una mirada así. Difícil no preguntarse a qué tanto dolor.

Si decidiéramos ahondar tras ese espejo cristalino, descubriríamos bien pronto que la vida de este escritor uruguayo estuvo marcada desde su más tierna infancia por una suerte de nefasta fatalidad que, sin embargo, inspiraría algunos de sus mejores relatos.

A la muerte de su padre en un accidente de caza (cuando el autor sólo tenía tres meses), le suceden, ya adulto, primero, el suicido de su padrastro (que padecía una parálisis general); después, un trágico accidente de caza en que Quiroga acaba con la vida de su mejor amigo; más tarde, la muerte de su esposa tras ingerir una dosis letal de cloruro de mercurio (previa discusión conyugal); y como rúbrica a esta serie de desgracias, ausentes sus hijos y abandonado por su segunda mujer, su propio suicidio con cianuro tras serle detectado un cáncer incurable.

Si añadimos su extraordinaria sensibilidad (acorde al soñador romántico que latía en su alma) y un carácter indomable (que chocó abiertamente con la mojigatería propia de la sociedad burguesa del Montevideo de principios del siglo XX), hallaremos las claves que, a un mismo tiempo, esconde su mirada.

Por ello, no es de extrañar el fuerte vínculo emocional que le unió desde la adolescencia con su gran maestro, Edgar Allan Poe.

Sin embargo, a diferencia de otros seguidores (de los tantos que ha tenido a lo largo de la historia el gran poeta de Baltimore), Quiroga perfeccionó el cuento macabro hasta cimas asombrosas, convirtiéndose, según mi criterio, en indiscutible maestro del «golpe de efecto», a la altura de genios como el propio Poe o Guy de Maupassant (otra de sus grandes referencias literarias).

Conocido sobre todo por sus deliciosos cuentos de la selva (deudores de su admirado Rudyard Kipling, influjo imprescindible en su obra) e inspirados en la tradición oral y su estancia en la región argentina de Misiones (selva ubicada en el corazón de la entonces América virgen), su magnífica contribución a la literatura de terror ha quedado relegada, salvo honrosas excepciones, a un discreto segundo plano.

Atormentado por la culpa, Horacio Quiroga maneja como nadie el complejo universo de la alucinación, la angustia, la obsesión, el fatalismo, la venganza y la locura. Sus cuentos son auténticas joyas del mejor horror macabro, despertando en el lector una zozobra que va in crescendo para, finalmente, concluir con hachazos estremecedores. Relatos como El hijo (quizá el cuento más impactante que he leído en mi vida), La lenguaEl almohadón de pluma, La gallina degolladaEl yaciyateréLos guantes de goma, La miel silvestre o Las rayas, por citar sólo algunos, ilustran a la perfección el despliegue de talento y el dominio de la narración breve que alcanzó el escritor uruguayo.

Menos conocidas, pero igualmente soberbias, son sus novelas cortas (o relatos largos, según se prefiera), urdidas con venenosa maestría, de corte folletinesco, al estilo de los pulp americanos, de entre los cuales sobresalen El hombre artificial (que fusiona magistralmente el terror más atroz y la ciencia ficción), El mono que asesinóLas fieras cómplices y El devorador de hombres.

El propio Quiroga plasma su visión del cuento en su Decálogo del perfecto cuentista, compendio resumido de las claves que, a su juicio, ha de tener toda narración breve (espléndida fuente de aprendizaje).

Extraigo, a modo de conclusión, dos consejos del mismo:

Cree en un maestro (Poe, Maupassant, Kipling, Chejov —aquí incluyo al propio Quiroga— como en Dios mismo).

Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en dominarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.

 

Siempre he creído un deber reivindicar la figura de Horacio Quiroga en el contexto de las letras latinoamericanas, autor cuyo «influjo macabro» sigue fluyendo por mis venas literarias.

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