sábado, 14 de agosto de 2021

OTRO DÍA MÁS, por Rafael López Soriano

 



Antes del amanecer, el Antonio despierta con el impetuoso canto de los gallos. Se retuerce en la cama. Tiene los huesos molidos, pero no de tiempo para lamentos. El Antonio se enfunda unos pantalones de pana con pegotes secos de barro y una camisa bañada en sudor helado. Baja a la cocina y toma el café que le acaba de preparar la Beatriz, su mujer.

Tras pronunciar un tímido “Hasta luego”, sale del cortijo y se enfila hacia el cobertizo construido a base de adobe y piedra. La escarcha se amontona sobre el camino y las zarzas. Mediante una exhalación, el Antonio comprueba que hace un frío de mil demonios. “La Navidad ha traído el crudo invierno”, masculla. Empuña el rastrillo y lo clava sobre una alpaca para distribuirlo entre los diferentes comederos. Abre la verja que encierra a ovejas y cabras y éstas se lanzan voraces hacia el forraje. Seguidamente, toma la espuerta y la llena de semillas para echarle de comer a las gallinas y a los conejos. La marrana, por su parte, se repone después del parto y sus rosadas crías dormitan sobre su abdomen. “Ya vendrán los zagales a amamantarlos”, medita.

Al salir de las cuadras, con un morral bajo el brazo, al Antonio lo espera una cuadrilla compuesta por un puñado de vecinos del resto de cortijos. “Felices fiestas”, le saluda el Arcadio sonriente. “Vamos al lío”, apremia el Antonio con un tono seco. Cargados de varas, fardos, espuertas y sacos, los hombres montan en el remolque de un tractor y se dirigen hacia la Cañada Pardilla. “Parece que éstas están cargadas”, apunta el Arcadio. El Antonio asiente en silencio y observa el cielo raso. Nada más pisar, las botas se hunden en el barro que baña el bancal. El grupo de jornaleros extiende los fardos y comienza a dar palos en perpendicular a la dirección de las ramas de los olivos. Las aceitunas de tonalidad verde oscura caen al suelo junto a algunas hojas que describen hipnóticas espirales. El Antonio escala por las ramas centrales del olivo hacia la copa y, una vez fijada su posición, limpia de frutos la parte superior.

Al concluir el árbol, entre varios hombres sujetan los fardos y se dirigen hacia el siguiente y así sucesivamente hasta acabar con todos los olivos del bancal. A media mañana, detienen la cosecha para descansar. La cuadrilla toma unas piedras y se sientan sobre ellas formando un semicírculo. Del morral, el Antonio saca un pedazo de pan junto a una tajada de chorizo de la matanza y un bocado de queso producido por la leche de sus cabras. “Estos olivos son de los duros. Cómo tienen de pegada la aceituna, ¡la virgen!”, exclama el Arcadio. “Las picuales son cosa magra”, sentencia el Antonio, quien, sin mediar palabra, coge el botijo y se acerca a un arroyo cercano a tomar agua fresca.

Antes del mediodía, la cuadrilla estira los fardos sobre las espuertas y un cargamento de aceitunas y hojas se posa dentro de los sacos formando una montaña regular. A continuación, los jornaleros montan en el remolque de vuelta a los cortijos. Nada más bajar, un olor a migas hechas a la lumbre hace salivar al Antonio. Al entrar a la cocinilla, la Beatriz acaba de remover los tropezones de harina y aceite. Los zagales revolotean alrededor. “Josefa, ¿le has dado de mamar a los marranillos?”, inquiere el Antonio. “Claro, padre”, contesta tímida la niña con el rostro cubierto de pecas. La Pilar, la zagala mayor, sirve los pepinos y los tomates de la huerta familiar sobre la paila de migas, a la que ya le ha incorporado unas tajadas de tocino. La familia se reúne alrededor de la comida y cuchara en mano van vaciando el manjar. El Antonio apura un vaso de vino y cavila observando las conversaciones de su familia. Repela la manzana y se despide fugazmente hasta la noche. Se interna en un pedregal que hay detrás de las cuadras y busca una piedra lisa. De cuclillas, el Antonio siente una brisa gélida sobre sus nalgas. Cuando se limpia, escucha el traqueteo de un tractor y posteriormente un eco que proviene del camino: “¡Antonio, que nos vamos pa’la negra!”

Los jornaleros regresan a la Cañada Pardilla. El silencio es sólo interrumpido por los jadeos y los bamboleos de las ramas vareadas. Cuando comienza a atenuar la luz del sol, la cuadrilla da por concluido el jornal. Aúpan los sacos de aceituna al remolque y se despiden hasta el día siguiente. Algunos se retiran a descansar, otros a la taberna a entibiarlas penas. El Antonio vuelve a pie al cortijo. Mira el horizonte mientras nota el sudor correr entre su espalda y la camisa. Al llegar, se mete derecho a los corrales. Libera a las ovejas y las conduce hacia un prado cercano con la ayuda del perro pastor. Su hijo pequeño, el Antonio chico, aparece detrás corriendo. “Padre, de mayor yo llevaré a las ovejas”, atina a pronunciar atropelladamente. El Antonio sonríe tímidamente. “Tú estudia, hijo mío”, responde suspirando.

La noche cae mientras el ganado torna a su encierro. El Antonio enciende un candil de aceite, llena un barreño de agua templada y se retira al baño a quitarse la mezcla de sudor y tierra que cubre su cuerpo. Una vez aseado, regresa a la cocinilla, donde aguarda su familia y un cuenco que rebosa potaje de habichuelas. El caldo le templa el alma. De postre, la Beatriz saca unos roscos de vino y una botella de gloria casera, el licor típico del periodo navideño.

 

Cubiertos de una montaña de mantas de lana, el Antonio y la Beatriz se resguardan en la cama del frío penetrante. “¿Qué día es mañana, Beatriz, sábado o domingo?”, inquiere el hombre sonriente. “Mañana, otro día más”, responde la mujer. Tras un beso tierno, el Antonio siente su cuerpo molido mientras aguarda el sueño reparador.

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