sábado, 14 de agosto de 2021

LA HUERTA, por Sam Guitiérrez Galve.

 





    Un par de piedras salieron disparadas ante la pesadez de la silla de ruedas al entrar en el camino de tierra. El sol caía entre las montañas y marcaba el sendero. El viejo señaló el río que se divisaba entre los olivos. Las cigarras cantaban, a lado y lado, junto al crepitar de los dos paseantes, que avanzaban en silencio. La melodía de un ruiseñor y el abejeo de un tractor lejano animaban un paisaje templado.

 El hijo frenó la silla y se puso frente a su padre. Estaba en sus últimos momentos de vida pero lo sentía deseoso de salir corriendo, al son del viento y prendido del olor de la huerta. Un perfume cálido y dulce a causa del contacto de los rayos de luz con la fruta. El viejo suspiró, cerró sus fatigados ojos y volvió a los veranos de su niñez, esquejando brotes con sus hermanos y persiguiendo gatos entre los matorrales con los demás zagales. 

 Se frustraba al no poder levantar las tajaderas por sí solo pero conocía las peculiaridades de cada planta o árbol en la huerta. Su padre, esquilador de ovejas, le mandó al monte a los 5 años. El recuerdo de arrastrar la azada por las kilométricas rengleras de maíz estaba fresco en su memoria, para después caer en el regazo mojado de sudor. En el lomo siente el cruel dolor de riñón de esas jornadas que parecían no tener fin. Sin embargo, las noches de agosto con sus primos y la tortilla de patatas de su tía no quedaban empañados por los duros días de trabajo en época de siembra, que daban comienzo en San Pedro y concluían el día de San Román. 

 Se vio a sí mismo apuesto y con un inocente bigote, detrás del peral más tupido, torpe e inexperto, excitado y rebozado junto a la que sería su compañera de vida. Apretó las manos al sentir en su rostro el despiadado sol de julio en las mañanas de trabajo que empezaban al alba con el riego del maíz. Recordó con cosquilleo la brutalidad con la que su perro ratonero aniquilaba en una tarde decenas de roedores, criaturas que ponían en peligro la cosecha devorando las raíces de la remolacha. 

 El sonido tímido del arroyo le evocó la pérdida de un mejor amigo, que le rompió el alma antes de haber cumplido los 14 años. La fuerza del agua desbordada arrasó las casas de la ría y la inundación aún se maldice en toda la provincia. Sintió el llanto desconsolado de su madre tras una pedrada que apaleó frutos y hortalizas y les dejó sin probar longanizas y perniles toda la primavera. 

Se encontraba en esa huerta que le acompañó en los momentos que quería revivir una vez más antes de partir, para tenerlos frescos ante el viaje que estaba a punto de dar comienzo. Esa huerta que egoístamente creía suya y que tanto echaría de menos. 

 Después llegaron el servicio militar, la mudanza a la ciudad y los hijos, y sus encuentros se limitaban a Navidades y fiestas del pueblo. En sus visitas se despertaba antes que nadie y bajaba para estar a solas con ella. Andaba por la huerta sin prisa ni destino, acariciando las hojas de los árboles y volvía a casa con melocotones y ciruelas para desayunar en familia. 

 Rememoró las carreras entre frutales de sus hijos primero y nietos después. También vio a toda su gente comiendo al pie del almendro para celebrar la partida hacia la capital de su hija menor. En esa huerta había enterrado a padre, madre y hermanos, y pronto ocuparía un lugar junto a ellos. El mismo sitio donde 85 años atrás contemplaba estrellas fugaces como olivas una noche de estío. 

El hijo observaba, discreto y sonriente, la travesía de su progenitor. Posó su mano en el hombro del viejo y cerró los ojos con él. La brisa acaramelada del anochecer les acariciaba y se mantuvieron inmóviles, absorbiendo ese instante. Abrieron los ojos y sin intercambiar palabra volvieron por donde habían venido.

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