sábado, 14 de agosto de 2021

NACER A UN LADO DEL CIELO, por Emilia García Castro.

 



Uno sabe muy bien cuándo está en las últimas, porque eso que se dice de que ves toda tu vida pasar de golpe, como si fuera una película, es verdad.

Max estaba tirado en medio del arroyo, por la fatalidad de una piedra situada tan a propósito que, al caer sobre ella, le coincidió en la nuca. Sintió una oleada de megavatios correr desde sus pies y, después, dejó de sentir el cuerpo; ya era solo mente extenuada en vagos recuerdos, desdibujados como si fueran de otro, al final solo en blanco y negro. Por último se fijó en el cielo, donde un avión dejaba una línea recta que lo dividía en dos partes.

Un arquitecto siempre piensa en líneas, rectas y curvas, pero en líneas y en volúmenes. Quién hubiera pensado que, de una aldea tan remota y tan pobre, pudiera salir un muchacho como él a hacer una carrera, que se hubiera licenciado, como se decía entonces, que llegara al principal estudio de arquitectura del país y que llevara algunas de las mejores obras a nivel internacional.

«Tú no tienes porte de licenciado; no sé, te falta algo», recordó como un eco las palabras que su amigo Gero le había dicho varias veces en la vida. Era su muy querido compañero de la facultad y de sus primeros lances de juventud, pero también era certero como un águila sobre su presa. No le quedaba más que callarse si le escuchaba esa sentencia, porque su trasfondo de aldea era algo muy difícil de ocultar. Mira que lo había intentado con un trabajo de primera y un triunfo social que sería la envidia de muchos; pero sí, Gero tenía razón. 

También la tenía su amigo de infancia de la aldea, con el que compartió juegos en la escuela nacional. Ese amigo se había quedado en el campo y regentaba una cuadra con unas cuantas vacas, cuidaba los pastos y cultivaba su huerta. Cuando Max retornaba a la aldea, a visitar a la familia que le quedaba allí, le ocurría algo parecido a lo que le pasaba en la ciudad.

«Aquí somos ya muy pocos, Maximino, la gente se va del campo. Bueno, tú vienes de tiempo en tiempo, pero no es lo mismo que vivir aquí aguantando las penalidades». Ya no le llamaba nadie Maximino porque adoptó el nombre de Max, que le parecía más internacional y más chic. Escuchaba raro su antiguo nombre, siempre en la aldea, y sentía una especie de vergüenza y de culpabilidad extraña, como una acusación velada por ser un desertor, alguien que había dejado al campo solo y abandonado a su mala suerte. Pero uno no puede ir por la vida llamándose Maximino, Max es mejor.

Notó su cabeza mojada por la escasa agua que discurría por el riachuelo y recordó que este había sido para él, desde el principio, una auténtica frontera: a un lado del arroyo, la aldea enclavada en el valle brumoso; al otro, los procelosos caminos que llevaban a la ciudad, y a otros mundos que se le antojaban fabulosos desde que tuvo uso de razón. La corriente se cruzaba por un puente sencillo de madera y, un poco más allá, pasaba la carretera que llevaba a la civilización; aunque muchas veces no usaba el puente, y saltaba de una piedra a otra con la agilidad de un niño hasta alcanzar tierra firme. 

En aquellos dominios remotos, más allá del arroyo, había triunfado y eso no podía negarlo nadie. Su piso en el mejor ático de la ciudad, su pareja que era modelo de pasarela, su coche deportivo que rugía al acelerar, daban fe de ello. Quiso retener con fuerza esa sensación de gloria, pero le supo algo falsa y desvaída. Rememoró los viajes y las cenas entre la crema de la buena sociedad, y se vio a sí mismo vestido con un traje tan exclusivo como caro. «Te queda mejor la ropa barata, de todo a cien, de tienda china, de mercadillo, de baratillo», eran las variaciones que le regalaba Gero, puede que por rencillas entre arquitectos, puede que porque fuera verdad.

Procuraba vestir la ropa sencilla para ir a la aldea, pero allí tampoco servía porque había que ponerse un mono, coger los aperos para ir a segar al prado y, luego, recalar en el bar a hombrear. Hasta sus propios padres le parecían más auténticos, el padre con su ropa de mahón, y la madre con la eterna bata de cuadritos, ocupados en sus faenas agrarias que a Max se le hacían tan absurdas. Cuando los dejaba atrás, dejaba todo aquel mundo íntimo que se había visto obligado a traicionar, y el punto álgido de ese trasvase era el arroyo, el que traspasó aquella tarde, como tantas otras veces, saltando de una piedra a otra hasta alcanzar la ribera opuesta, llegar al aparcamiento y coger el deportivo para salir zumbando hacia la ciudad.

Pero esa tarde tropezó por segunda ocasión. Solo le había ocurrido otra vez siendo niño, cogió una mojadura tremenda porque era invierno y el arroyo iba muy lleno, y su madre le riñó muchísimo. Esa tarde ya era mayor, era verano y el arroyuelo iba bastante seco, olía a heno recién cortado y a ganadería pastando en las cercanías. Saltó igual que siempre, con movimientos medidos semejantes a una coreografía, pero se había puesto unos zapatos nuevos muy caros, de marca italiana, que no funcionaban bien con los pedruscos del arroyo. Y la piedra acerada estaba clavada en el cauce agostado, dejando una cresta asomar, como si fuera un arma que había incidido justo en su nuca.

No podía mirar más que al firmamento, dividido por la línea dibujada por el avión, y pensó que en cuál de aquellas dos partes le tocaría nacer de nuevo. Mientras la raya blanca y los azules se iban difuminando, dejó de sentir la humedad en el cabello y todo era flotar y divagar en uno de aquellos cielos.

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