sábado, 14 de agosto de 2021

ENTRE VIÑAS, por Juan Carlos Pérez López.

 


Tarsicio descorcha la botella. Sirve dos copas de vino de la ultima cosecha. Al olfatearlo, se le viene a la mente el primer día de toda una vida dedicada a la agricultura…

 

Septiembre de 1943.

El cielo está enjalbegado por un tono ocre que barrunta tormenta de barro. El viñedo está patinado por un tornasol metálico. Fulgores cobrizos espejean en las pámpanas, inventándolas como pétalos oxidados. Flamea en el ambiente la fragancia del mosto. Se ha levantado un viento desapacible; remueve la hojarasca y forma una polvareda que amortaja las viñas con un tul terroso. Ruedan por el suelo rojizo algunos cuévanos de mimbre vacíos. Pueden verse capachos de esparto entre las hileras de las viñas que, plantadas en vaso y arraigadas con potencia a la tierra franca, parecen alzarse briosas, anhelantes en las noches abiertas de tocar la luna y las estrellas con sus leños retorcidos, de los que penden apretados racimos de uva.

Los arrieros, a la sombra, fuman cigarrillos de picadura, y tiran de porrón para humedecer el gaznate con un clarete. Apersogadas con las riendas a los arbustos, las mulas pacen tranquilas. Portan las acémilas los serones en los que son volcados sin descanso los capazos con las uvas que serán transportadas hasta el lagar, donde, una vez despalilladas y prensadas, darán el néctar de color rojo picota con el que habrá de iniciarse el milagro del vino.

El capataz de la cuadrilla, dado a predecir el tiempo a través de las cabañuelas, intuye que el calor apretará en unas horas. Con su vozarrón de recia encina, manda descansar a la cuadrilla. Los vendimiadores, sudorosos y con la respiración agitada, no pierden tiempo ni en sentarse; en cuclillas, cortan con el  corquete o con navajillas buenos pedazos de tocino fresco sobre trozos de hogaza de pan desgajados a mano, echándose un cacho a la boca, al que le sigue un trago de clarete al coleto con cierta prisa, para volver al tajo cuanto antes y así evitar vendimiar con las temperaturas altas, pues ello afectaría a la calidad final de las uvas, ya que se iniciaría la fermentación antes de que llegasen a la prensa.

Anselmo sobrevuela con su satisfecha mirada el pago familiar, los ojos aguanosos por la emoción. Situado en una llanura donde los vientos baten afables, es bendecido por un clima mediterráneo, de temperaturas muy altas en verano y rigurosas en invierno. Pero ello no le incomoda. Después de más de un lustro de sacrificado trabajo, recomponiendo muros, podando, replantando, resucitando cepas, saneando la tierra y mirando al cielo ―rezando para que no cayesen lluvias en exceso que inundasen el viñedo o heladas que impidiesen la fructificación de la uva―, por fin ha obtenido la ansiada recompensa: está vendimiando la cosecha que habrá de darle el primer vino propio, en el que espera que quede reflejada la personalidad de sus uvas, y bien marcado el carácter del rudo paisaje en el que fructifican sus viñedos.

―Vamos Tarsicio, agarra ya la barjoleta y llévala bajo el árbol, que hay hambre y sed, hijo. A ver si tu madre nos ha echado unas migas.

El chiquillo corre con júbilo a cobijarse bajo la fronda del enorme árbol que, en una inusitada segunda floración, se exhibe majestuoso en el lindero de la viña familiar. Apenas come unas cucharadas de migas y un pedazo de tocino crujiente, Tarsicio se sube con destreza a las cruces de las ramas del majestuoso árbol. Al coronar la copa, el crío lanza un alarido, para desesperación de su padre. Tarsicio no para de remedar el grito del Rey de los Monos desde que vio El tesoro de Tarzán, protagonizada por Johnny Wheissmüller, en el destartalado cinematógrafo que los domingos montan en un establo del pueblo, en cuyo término municipal se encuentra el viñedo de su padre. Pero los chillidos de su padre se alzan por encima de su llamada a los animales de la selva.

―¡¡Bájate de ahí arriba, so desgraciao, que te vas a partir la crisma!! ¡Mira que como te caigas, yo después te eslomo a palos! ¡Pero es que tu madre te hincha a alpargatazos! Vamos, ni en la cueva del castillo vas a poder esconderte de ella.

―Pero padre, si solo estoy jugando un poco.

―¡¡Que te bajes de ahí te he dicho!! Los árboles son la patria de los monos, y la viña la de los agricultores como tú y yo, así que tira pabajo que hay faena por delante, y no poca. A ver si te enteras de que este viñedo va a ser tu comer el día de mañana. ¿O acaso también tú piensas en abandonar el pueblo? Porque como sigamos así, en unos años no queda un Cristo en toda la comarca.

Mientras ayuda a su padre en las labores de la viña, Tarsicio no deja de mirar de reojo al árbol: Es esbelto, solitario, añoso. Sus ramas están vencidas por el peso del manto floral que conmueve los sentidos. A contraluz, ofrece una estampa prodigiosa de vida arraigada en la tierra. Ya piensa el zagal en volver a subirse a él en compañía de los pocos amigos que van quedando, con los que acude a la viña al atardecer para dar rienda suelta a su imaginación, el árbol, al igual que las ruinas del castillo medieval, entonces reconvertido en un baluarte que ansían asaltar.

Tarsicio ignora aún que el viñedo y el árbol acabarán alzándose como una imagen de naturaleza salvaje y rotunda que arraigará con vigor en el centro de su alma. Sin saberlo aún, entre las viñas o bajo la sombra del árbol, labrará día a día esa heredad que su padre y él trabajan para que sea parte del legado familiar.

 

Se le torna la mirada aguanosa a Tarsicio. Toma las dos copas de vino. Se avecina a la ventana. Le ofrece una copa a su anciano padre. Brindan. Paladean el vino. Guardan silencio mientras observan sus viñas, el cielo inflamado ya por los tonos cobrizos del véspero.

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