Johan Gerbert lloraba amargamente. La
naturaleza le había sido esquiva durante toda su vida, pues era un varón en un
cuerpo de mujer. Esta identidad que, desde que tenía uso de razón percibió tan
diáfana, le había acarreado innumerables conflictos. No había compartido con
nadie su secreto, la verdadera causa de su manera de proceder. La mayoría la hubiera
considerado una desviación, una aberración. Su venida al mundo fue fruto de una
relación ilícita entre su madre, una muchacha de Maguncia y un monje inglés que
había llegado a Sajonia a predicar el Evangelio. La bautizaron con el nombre de
Johanna y, a poco de nacer, su madre se presentó en la iglesia de la abadía
benedictina preguntando por su padre, John “el inglés”. El estado de miseria de
su familia fue el motivo que movió a su madre a dar este paso. Era un
monje muy respetado, discípulo de discípulos del erudito Beda, conocido como
“el venerable”. Para salvar su reputación, llegó a un acuerdo con la madre:
contribuiría a la crianza de la criatura si ella no delataba su paternidad. Así
que para la abadía siempre fue Johanna, la sobrina del inglés.
Así fue como su madre, durante gran
parte de su vida, hizo trabajos de lavandera para la abadía y la niña tuvo
ocasión de ver a su padre casi a diario. Con permiso del abad, su padre le enseñó,
en visitas sucesivas, todas las dependencias; desde el huerto al scriptorium,
donde él trabajaba como copista. Fue este último lugar el que la dejó
deslumbrada. ¿Qué eran aquellos cueros prensados con tantos símbolos y
profusamente iluminados con pinturas de vivos colores? Eran libros; donde se
guardaba el saber desde tiempos remotos de la humanidad. Esto le había dicho su
padre.
La vida de John el inglés transcurría
en este ambiente de paz y sabiduría. A veces pasaba largas temporadas fuera de
Maguncia, visitando otros monasterios en busca de nuevas obras que traducir y
copiar, en tanto que la personalidad de su hija fue revelando pistas que la
hacían diferente al común de las niñas.
Un monje novicio tenía una gran
habilidad tallando piezas de madera para el monasterio o para vender en el
mercado. Sentía especial inclinación por Johanna y talló para ella una muñeca. La pequeña rechazó de forma manifiesta el juguete tirándolo al suelo; en
su lugar tomó la figura tallada de un caballo. Esta conducta fue corregida por
la madre que se la arrebató de las manos y la devolvió al tallista, censurando
a su hija el gesto de desprecio y desagradecimiento. Johanna comenzó a llorar enfurecida y no paró
de hacerlo hasta llegar a su casa. Lamberto, que así se llamaba el novicio,
para congraciarse con ella, le regaló la figura ecuestre en una siguiente
visita a la abadía.
En otra ocasión, la madre presenció
abochornada cómo tomaba unas tijeras y se cortaba los cabellos.
- ¡Yo soy un chico! –dijo con
firmeza-.
Cuando el progenitor regresó de uno
de sus viajes a Constantinopla, la mujer comentó con él el comportamiento
excéntrico de la hija, pero este le restó importancia. Según su parecer, la
personalidad de la niña todavía no había madurado lo suficiente. Sin embargo,
este proceder de Johanna, lejos de desaparecer con el tiempo, se fue
reafirmando, pues rechazaba todo lo relacionado con la condición femenina.
- Tío, yo quiero aprender a leer y
escribir, quiero ser monje como usted –le dijo una vez a su padre en presencia
de otros religiosos.
Todos se echaron a reír, todos
excepto Lamberto que ya había sido ordenado como monje profeso. El joven estaba
enamorado secretamente de Johanna. Esta se había transformado en una bella
mujercita de doce años. Más tarde, en un aparte, John reprendió a su hija,
haciéndole saber, con firmeza, que el estudio le estaba vedado a las mujeres y
que debía aceptar con humildad y agradecimiento a Dios lo que este le tuviese
reservado como mujer.
Johan murió al poco tiempo, y aunque
estas palabras quedaron flotando en la conciencia de la muchacha, no se
resignaba a su suerte. Un día recibió la visita de Lamberto que vino con la
excusa de presentar sus condolencias a la familia y a despedirse, había pedido
traslado a otro monasterio. Aprovechó un momento a solas con Johanna para
proponerle un plan que supondría para ella un nuevo renacer:
-Una vez dijiste a tu padre que tu
deseo era el de ser monje. Si me acompañas a Grecia y sigues mis consejos, tal
vez puedas cumplir tu sueño. Vestirás como un varón y te comportarás como tal.
Cuidarás de que nadie pueda verte nunca desnuda y estudiarás con tesón.
Johanna comunicó a su madre la
propuesta de Lamberto y aunque al principio se opuso, luego aceptó resignada la
decisión de Johanna de acompañar al monje. Ella –pensó- no podía
asegurar a su hija un futuro mejor y la dejó partir con un abrazo y sus
bendiciones.
De este modo comenzó su periplo vital
con el nombre de Johan. Aprendió el griego, el latín y el hebreo y llegó a ser
un monje traductor y copista tan erudito o más que el que le dio la vida. Viajó de
monasterio en monasterio y fue tan respetado por su sabiduría que tuvo
la oportunidad de conocer a influyentes personajes. Con tanto disimulo y
naturalidad ocultó su naturaleza de mujer que hasta él mismo lo olvidó, llegándose
a enamorar, durante su estancia en Constantinopla, de la emperatriz Teodora. Esta
promovió hasta tal punto a Johan que se convirtió en el secretario de Sumo
Pontífice. Con la muerte del Papa, era tanto el influjo que llegó a tener en el
Vaticano que fue elegido sucesor con el nombre de Juan VIII.
Sus sentimientos por la emperatriz de
Bizancio despertaron los celos de Lamberto de Sajonia, convertido en embajador
con la ayuda de “la papisa”, como él lo llamaba en la intimidad. El joven monje
que había hecho posible la nueva vida de aquella adolescente, atormentado por
los celos, amenazó al nuevo papa con delatar su naturaleza femenina si no
accedía a tener con él contacto carnal. Johan se dejó intimidar aterrorizado.
Fruto de este único y traumático encuentro, la papisa quedó preñada del
embajador.
En un estado de avanzada gravidez,
Juan VIII esperaba en sus aposentos la llegada de su séquito para asistir a una
procesión hasta la Basílica de San Juan de Letrán. Tan grande era su
desesperación porque el parto tuviera lugar en público, que llenó de vino una
copa a la que, previamente, había echado el polvo macerado de la cicuta. En el
trayecto del Vaticano a Letrán el pontífice comenzó a sentirse asfixiado y cayó
desplomado de la silla gestatoria. Los portadores de los flabelos acudieron a
hacerle aire, mientras dos de sus asistentes le desaflojaron las vestiduras,
dejando a la vista de cuantos la rodeaban las tetas pletóricas de la mujer
gestante.
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