jueves, 29 de julio de 2021

BREVE TRANSICIÓN DE ROJO A VIOLETA, por Pedro Pastor Sánchez.

 


Rojo

            Por más que la profesora trataba de poner orden, la clase era un auténtico barullo, intercambio de chácharas entre la chiquillería ante el poco interés que suscitaban los quebrados que la novata docente garabateaba en el encerado.

            Rogelio, al que todos llamaban Rojo por el llamativo color de su cartera, permanecía ajeno a aquel caos, tratando de copiar en su cuaderno cuadriculado aquellos guarismos. Tanto apretó la punta de grafito contra la hoja que esta salió disparada hacia la cara de Amalia, su compañera de pupitre, que le miró con gesto agrio. A continuación le sacó su lengua rosácea, producto de la descomposición del chupachup que removía con fruición en su boca. Buscó en su estuche un sacapuntas, que no halló por más que expuso sobre la mesa todo su arsenal de lápices de colores despuntados, bolígrafos sin capuchón y rotuladores secos.

            Ante la frustración, exclamó un «¡hostia!» que le salió del alma, y que le hubiese supuesto la expulsión fulminante del aula si no fuera porque resultó inaudible para la mayoría ante semejante guirigay. Toño, que se sentaba justo delante de él, se giró, y alargó su mano diestra ofreciéndole un afilalápices mellado. No pudo evitar fijarse en sus profundos ojos verdes, quedando por un momento absorto y confundido. Nunca lo había elegido para su equipo cuando se ponían a patear aquel cuero medio descosido durante el recreo. Un cosquilleo insospechado le recorrió el cuerpo, y el fuego interno tornó rojo intenso sus mejillas.

 

Naranja

            Las largas tardes de estío se hacían soportables a base de baños helados en la balsa que Adolfo, el pastor, tenía en su finca para abrevadero de sus bestias. Cuando lo veían volver, la muchachada salía rauda para evitar la reprimenda, escondiéndose entre los naranjos cercanos. Los mismos frutales servían en otoño de base de operaciones para el juego del escondite, cuando estos andaban ya cargados del cítrico fruto. Quiso el azar que Rogelio, en su afán por evitar ser encontrado, se apostara junto a un tronco sobre el cual Toño había puesto sus posaderas. Notó como su pie le golpeaba la espalda. Alzó la vista y este le chistó para que no hiciese ruido. Luego le alargó la naranja pelada que acababa de morder. Rogelio se la llevó a la boca, paladeando el dulce sabor de su saliva.

 

Amarillo

            El minibus del instituto llegó al pueblo para recoger a aquellos adolescentes en plena ebullición hormonal. Rogelio permanecía apartado. Desde hacía tiempo se veía despreciado por sus compañeros, no veían con buenos ojos su peculiar forma de vestir y hablar. Más de una vez había tenido que oír esa palabra, lanzada como dardo hiriente y despectivo. «¡Rojo, maricón!». Su madre, comprensiva, le quitaba importancia, aunque sabía que sufría en silencio los chismes de las vecinas. Su padre, en cambio, pretendía meterlo en cintura, aquello le parecía una perversa desviación de la naturaleza.

            Buscó asiento en la parte posterior. Desde allí pudo divisar cómo Toño accedía al vehículo, apalancándose junto a la exuberante Amalia, que contoneaba su busto como reclamo. Con aquel ceñido vestido amarillo simulaba ser flor dispuesta a ser fecundada, y no faltaban abejorros de cargadas gónadas pululando a su alrededor. Rogelio rumió sus encontrados sentimientos por Toño, no perdonándole lo que él entendió como traición.

 

Verde

            Era la primera vez que estaban tan alejados del pueblo. Viaje de fin de curso. Aquel mes de junio en Torremolinos hacía un calor sofocante. La única consigna que les habían dado es que tenían que estar en el hotel antes de medianoche, de lo contrario, darían parte a sus respectivos padres. Noche de borrachera. Eran menos diez y seguían escuchando como la suave brisa empujaba un mínimo oleaje contra la orilla.

            «Venga, vamos», le dijo Toño tambaleándose, mientras le ofrecía su mano. Rogelio estaba tan aturdido por el etílico de las cuatro cervezas que hizo amago de levantarse, pero la gravedad pudo con ambos, y rodaron por la arena. Rebozados cual croquetas, de nuevo aquellas pupilas verdes le subyugaron. Sus labios se rozaron para no separarse hasta la una. Rapapolvo que supo a gloria, cargada de verde esperanza.

 

Azul

            Dejaron atrás el azul marino, también el celeste cielo, para volver a su polvorienta llanura ocre. Y lejos quedó aquel lance costero.

            «Mis padres me matan si me ven contigo. Ellos quieren para mí una novia formal. Y yo… yo no sé lo que quiero», le dijo a escondidas tras el muro del cementerio.

            Aquel mazazo dejó a Rogelio tocado. Esa misma confusión albergaba en su pecho, una lucha interna que, desde su más tierna infancia, se debatía en asumir o rechazar. Se dejó llevar por la costumbre, pero nunca le atrajeron los juegos cargados de testosterona, prefería saltar a la comba, pintarrajearse los morros frente al espejo, vestir a las muñecas con coloridos vestidos. Todo ello vetado para él, al menos en público.

            Llevó su tristeza a la capital y descubrió un mundo nuevo y desconocido. No era el único que se sentía así, distinto. En su barrio los balcones rebosaban de banderas multicolores, banderas de una nueva libertad.

 

Añil

            Tras las enormes gafas oscuras, se dirigió a su centro de salud. Allí le esperaba Tere, que le asesoraba sobre el tema de las hormonas.

            «¿Te duelen?», le preguntó. Tenía el pecho hinchado, apenas había pasado una semana desde que se puso los implantes. Por suerte, ya había bajado la inflamación de los labios, un pequeño retoque que pensó que le favorecería. Sus problemas eran más económicos que de otra índole, el cambio estaba agotando el dinero que recaudaba con su difícil oficio en las esquinas.

            «Esto me duele más». Se retiró las gafas para mostrar un moratón tintado de añil en su ojo izquierdo.

 

Violeta

            Habían pasado cuatro años desde que se marchó del pueblo. Se cruzó con su padre, que se quedó mirando embobado como el resto de abuelos de la plaza. No le reconoció, buena señal. Le temblaban las piernas cuando vio a Toño en la puerta del bar. Nada tenía que perder, se lo jugó todo a una carta. «Hola. Soy Violeta».

1 comentario:

  1. Muy gracioso lo del color añil, tal vez deberían incluirlo en la bandera como símbolo del camino “pedregoso” que muchas veces supone esta transición. Bonito nombre Violeta.

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