Mientras vivía, el padre de mi padre nos contaba a menudo, con sus ojos de arena húmeda y las palmas de las manos vueltas al cielo como manojos de sarmiento seco, la historia del buen Abidemi.
Fue Abidemi un eslabón más en la patibularia cadena de hombres y mujeres que amasaron con lágrimas grises el pan ácimo de sus amos.
Siendo muy joven, Abidemi yació golpeado y amordazado una noche de astillas y cieno, mientras dormía plácidamente en su hogar callado. Casi sin hablarle, se lo llevaron entre vómitos de sal y roja orina amarga al otro lado del negro océano.
Pero decía mi abuelo ─y lo siguen diciendo algunos todavía─ que Abidemi escapó tras matar a su dueño y jurar una y otra vez, hasta caer de rodillas en la tierra que trabajaba, que no tendría nunca hijos que sirvieran a otro hombre que no fuera el espíritu encarnado de los ancestros. Alguno que otro de estos conoció Abidemi cuando de pequeño se acercaba al río a pescar; pero eran tranquilos y lo único que buscaban era encontrar a alguien que les llenara de agua su mísera vasija de barro cocido.
El caso es que huyó y volvió medio muerto a la aldea. A pesar del agotamiento y del hambre, lo primero que hizo fue acudir a la sombra de su árbol hermano, ese que lo vio crecer a él y también a su padre. Lo abrazó tan fuerte como si fuera a caerse de viejo, como cuando la madre estrecha contra su pecho a un hijo moribundo queriéndolo proteger hasta el final de los tiempos.
A partir del día de su retorno, no quiso separarse del árbol y pasaba las horas contándole, unas veces triste, otras alegre, las cosas que había conocido más allá del océano infinito. Los niños se acercaban a escucharlo con atención a pesar de que no siempre entendieran lo que decía.
Cuando Abidemi murió, ciego y con la voz cascada de tanto hablarle a su amigo, le abrieron una tumba junto al árbol huérfano. Dicen que el viento de la mañana les cuenta desde entonces cosas en voz baja a los pájaros que anidan en lo más alto de las acogedoras ramas. Nadie sabe qué les dice, pero lo cierto es que puede escucharse cómo los hace reír con la risa cascada del buen Abidemi.
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