domingo, 30 de mayo de 2021

TIERRA DE ALUMBRE, por Carmen Hernández Montalbán.

 


Pintura de Rosario Gijón Bernal

La mula no podía con la carga. A pesar de que don Eulogio Vivancos no llevaba apenas equipaje, la bestia bufaba como si cargara sobre el lomo más de quince arrobas. Y el jinete era bien enjuto,  llevaba un sombrero de ala que le ensombrecía la mirada, ya de por sí oscura, y el traje le bailaba en el cuerpo. El arriero, a pie, tiraba del animal como sonámbulo por aquellos páramos desiertos, sin volver la vista atrás, aguantando las inclemencias de aquella tierra reseca que parecía guardar en sus tripas la misma boca del infierno. ¿Cuánto llevaban andado? No se sabe. La mula era el único elemento animado de aquel paraje que, si lo mirabas de lejos, parecía temblar como si debajo, tuviera un ascua viva ardiendo.

Por fin llegó la noche, y el sol inclemente se ocultó bajo los cerros, dejando un rastro bermejo en el cielo. El anochecer derramó un reguero lácteo de estrellas como puños cuando llegaron a Almagruz; una aldea perdida en un pliegue del páramo, al pie de un cabezo coronado por una torre ruinosa y pelada.

-¿Dónde para usted? –Preguntó el arriero- sin apenas volver el rostro.

-¿Sabes dónde vive la tía Ginesa? –respondió don Eulogio ya apeado de la mula.

-Allí en aquella covacha, debajo de esa loma, – repuso el gañán señalando al frente- la que tiene la fachada pintada de cal y almagra.

Don Eulogio sacó del bolsillo cinco pesetas de plata y se las puso en la mano al arriero, que miraba las caras de la moneda incrédulo, inclinando la mano para que le diera el reflejo de la luna que, como por ensalmo, había salido media, como una hogaza carcomida.

-¡Dios se lo pague! – dijo el acemilero, al tiempo que se quitaba la gorra y la estrujaba nervioso entre las manos.

Don Eulogio, sin mirarlo siquiera, tiró de la cadena del reloj de oro que pendía del bolsillo de su chaleco y, haciendo como que consultaba la hora, echó a andar en dirección a la cueva. La puerta, de dos hojas, estaba cerrada, como convenía a esa hora de la noche. Entre las rendijas de madera apolillada se dejaba ver una luz mortecina en el interior. El hombre acercó el ojo a la cerradura y pudo cerciorarse de que la luz venía de un candil que había colgado en un clavo de la pared. Llamó con tres golpes y nada se rebulló dentro.

-¡¿Quién anda?!  -Preguntó de pronto una voz de mujer en el interior.

- ¡Gente de paz!- respondió el caballero.

Después de una larga pausa, cuando ya había perdido la esperanza de que alguien abriera, la puerta cedió al fin con un quejumbroso rechinar de bisagras oxidadas. Dentro olía a cabra y zorruno. Tras la puerta asomó la imagen de una anciana desdentada, vestida de negro, con un pañuelo anudado a la cabeza del que escapaban algunas hebras de pelo blanco. Su mandil, de color indefinido,  comido por el sol, estaba recogido por una de las puntas en la cintura.

-¿Vive aquí la tía Ginesa?

-Para servirle –contestó la mujer. - ¿qué se le ofrece?

-Quisiera, si no es demasiada molestia, pasar la noche en su casa, antes de continuar mi camino hacia el puerto. En el lugar de donde vengo me hicieron saber que usted, en otro tiempo, tuvo fonda y posada.

-En otro tiempo, sí, pero pase usted y tome asiento. Ahora, nada más dispongo de esta cueva que tiene sólo con un dormitorio. Usted podrá echarse en aquel catre. - dijo señalando un cuartucho estrecho y profundo como un nicho- Para comer, un tazón del leche caliente de la cabra y unas migas de pan. Es lo que puedo ofrecerle.

-Será suficiente. Gracias.

El huésped y la anciana frente a frente, sentado a la mesa, con sendos tazones de loza repletos de leche caliente, se miraron fijamente y, sin mediar preámbulo, Don Eulogio preguntó:

-¿Quién fue su padre?

La vieja, visiblemente incomodada, se azogó en el taburete de anea.

-¿Quién sabe? Mi madre nunca me lo dijo –mintió- cuando siendo zagala se lo pregunté. Cualquier jornalero de los que trabajaron en esas minas de almagra y alumbre, hombre de tierra, pues para el caso, todos son iguales y posibles, nadie los distingue cuando salen del tajo. Quizá algún hombre del puerto de los que iban por los Lardines en busca de mujeres de la vida. Ella a veces olía a salitre, cuando me daba de mamar.

-Su madre ¿qué fue de ella?

La pregunta hirió a la tía Ginesa como un cuchillo de fuego. Calló uno segundos. Los ojos anegados por un llanto que se resistía a brotar de las entrañas.

-¿Usted la conoció?

-Sí, la conocí. Ella trabajaba en la casa grande, la de los Vivancos, desde que era una niña.

-Los caciques, sí. – Afirmó la anciana- Dios los confunda donde quiera que se hallen. La echaron a la calle como un perro cuando más ayuda precisaba. Y los padres, viéndola deshonrada, la casaron con un viejo que la estuvo maltratando desde el mismo día del casorio. Le estuvo dando golpes, preñada como estaba, hasta que Dios despertó de su letargo y se acordó de él; cayó muerto y despeñado por el cerro de la mina, aquejado de dolor de costado. Mi madre entonces, viéndose más desamparada si cabe, se juró no tener que depender de nadie en adelante y bajó al barrio de los Lardines a “hacer la vida”.

-Las minas…, quitaron mucha hambre, bien es verdad… -intervino don Eulogio en tono reflexivo.

-¡Y mucha salud! Porque los patrones, en lo de ganar dinero nunca tuvieron hartura. Las jornadas eran mortales. Los hacían trabajar como mulos, con tal de ahorrarse nuevos peones. Y, con el tiempo, el polvillo del mineral se les iba metiendo en los entresijos, hasta que morían a causa de la tisis o aplastados por algún desprendimiento en los pozos. La tisis se fue llevando, uno a uno, a toda mi familia. Tanto es así que cuando murió mi madre no hubo nadie que fuera a reclamarme a los Lardines.

-¿También a ella se la llevo la tisis?

-No, a ella se la llevó la sífilis. Me fui de aquella casa de lenocinio el mismo día en que le dieron sepultura. Me eché al monte, a donde unos cabreros me recogieron. Ellos me criaron, Dios los tenga en la Gloria – dijo santiguándose.

-¿Y tu padre? ¿Nunca te buscó?

La anciana guardó silencio, y  miró a los ojos sin brillo de aquel hombre de edad incierta que tanto insistía en indagar en su pasado. Sintió un estremecimiento.

-¿Quién es usted? – se atrevió a preguntar con el corazón desbocado, como quien teme que la respuesta se precipitara de aquellos labios consumidos de difunto.

-Soy don Eulogio Vivancos, padre de usted. He venido a decirle que su madre me gustaba y no la quise porque no me estuvo permitido. Ella olía a leche tibia y pan recién hecho. Ella olía a mujer.

La anciana asintió con una triste sonrisa.

-A los señoritos les gusta el olor de las mujeres pobres, tal vez porque les traen a las mientes el mismo olor de sus amas de cría.

También vine a rogarle que me perdone y a hacerle entrega de mi testamento. Usted es mi heredera universal, pues no tuve más hijos. Aquí tiene, ya puede tomar usted posesión del señorío de los Vivancos, Ginesa, usted o sus hijos, si los hubiere.

-¿Quién soy yo para perdonarle nada? Que lo perdone Dios si es que encuentra en su alma verdadero arrepentimiento. En lo tocante a la herencia, don Eulogio, únicamente decirle que la tierra no se posee, ella nos posee a todos al término de nuestros días en el mundo. Que tenga buenas noches y descanse usted en paz.

Los vecinos de Almagruz echaron en falta a la tía Ginesa al no verla asomar, como cada día, a la puerta de la cueva. Los alguaciles vinieron y derribaron la puerta de una patada. En la cocina, sentada, encontraron a la anciana muerta, aunque parecía dormida sobre la mesa. Hallaron dos tazones, uno de ellos lleno de leche y sopas de pan, y el de la mujer vacío. En la mano sostenía un pliego de papeles timbrados manuscritos, llenos de sellos y rúbricas. Al cabo del último de ellos, con caligrafía de persona iletrada, la tía Ginesa había dejado dispuesto que todas sus posesiones pasaran a los mineros. En un rincón, una cabra rumiaba unas ramas de olivo tiradas en el suelo.

Un amanecer lunar iluminó la aldea cuando enterraron a la tía Ginesa. Los mineros en masa acudieron al entierro y la casa grande de los Vivancos, largo tiempo cerrada, abrió sus ventanales y puertas a la calle. Aquella mañana, más que ninguna otra, la brisa del mar, a legua y media de Almagruz, llegó a la aldea, envolviéndolo todo con su aliento ingrávido.

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