Pintura de Rosario Gijón Bernal |
La
mula no podía con la carga. A pesar de que don Eulogio Vivancos no llevaba
apenas equipaje, la bestia bufaba como si cargara sobre el lomo más de quince
arrobas. Y el jinete era bien enjuto,
llevaba un sombrero de ala que le ensombrecía la mirada, ya de por sí
oscura, y el traje le bailaba en el cuerpo. El arriero, a pie, tiraba del
animal como sonámbulo por aquellos páramos desiertos, sin volver la vista
atrás, aguantando las inclemencias de aquella tierra reseca que parecía guardar
en sus tripas la misma boca del infierno. ¿Cuánto llevaban andado? No se sabe.
La mula era el único elemento animado de aquel paraje que, si lo mirabas de
lejos, parecía temblar como si debajo, tuviera un ascua viva ardiendo.
Por
fin llegó la noche, y el sol inclemente se ocultó bajo los cerros, dejando un
rastro bermejo en el cielo. El anochecer derramó un reguero lácteo de estrellas
como puños cuando llegaron a Almagruz; una aldea perdida en un pliegue del
páramo, al pie de un cabezo coronado por una torre ruinosa y pelada.
-¿Dónde
para usted? –Preguntó el arriero- sin apenas volver el rostro.
-¿Sabes
dónde vive la tía Ginesa? –respondió don Eulogio ya apeado de la mula.
-Allí
en aquella covacha, debajo de esa loma, – repuso el gañán señalando al frente-
la que tiene la fachada pintada de cal y almagra.
Don
Eulogio sacó del bolsillo cinco pesetas de plata y se las puso en la mano al
arriero, que miraba las caras de la moneda incrédulo, inclinando la mano para
que le diera el reflejo de la luna que, como por ensalmo, había salido media,
como una hogaza carcomida.
-¡Dios
se lo pague! – dijo el acemilero, al tiempo que se quitaba la gorra y la
estrujaba nervioso entre las manos.
Don
Eulogio, sin mirarlo siquiera, tiró de la cadena del reloj de oro que pendía
del bolsillo de su chaleco y, haciendo como que consultaba la hora, echó a
andar en dirección a la cueva. La puerta, de dos hojas, estaba cerrada, como
convenía a esa hora de la noche. Entre las rendijas de madera apolillada se
dejaba ver una luz mortecina en el interior. El hombre acercó el ojo a la
cerradura y pudo cerciorarse de que la luz venía de un candil que había colgado
en un clavo de la pared. Llamó con tres golpes y nada se rebulló dentro.
-¡¿Quién
anda?! -Preguntó de pronto una voz de
mujer en el interior.
-
¡Gente de paz!- respondió el caballero.
Después
de una larga pausa, cuando ya había perdido la esperanza de que alguien
abriera, la puerta cedió al fin con un quejumbroso rechinar de bisagras
oxidadas. Dentro olía a cabra y zorruno. Tras la puerta asomó la imagen de una
anciana desdentada, vestida de negro, con un pañuelo anudado a la cabeza del
que escapaban algunas hebras de pelo blanco. Su mandil, de color indefinido, comido por el sol, estaba recogido por una de
las puntas en la cintura.
-¿Vive
aquí la tía Ginesa?
-Para
servirle –contestó la mujer. - ¿qué se le ofrece?
-Quisiera,
si no es demasiada molestia, pasar la noche en su casa, antes de continuar mi
camino hacia el puerto. En el lugar de donde vengo me hicieron saber que usted,
en otro tiempo, tuvo fonda y posada.
-En
otro tiempo, sí, pero pase usted y tome asiento. Ahora, nada más dispongo de
esta cueva que tiene sólo con un dormitorio. Usted podrá echarse en aquel catre.
- dijo señalando un cuartucho estrecho y profundo como un nicho- Para comer, un
tazón del leche caliente de la cabra y unas migas de pan. Es lo que puedo
ofrecerle.
-Será
suficiente. Gracias.
El
huésped y la anciana frente a frente, sentado a la mesa, con sendos tazones de
loza repletos de leche caliente, se miraron fijamente y, sin mediar preámbulo, Don
Eulogio preguntó:
-¿Quién
fue su padre?
La
vieja, visiblemente incomodada, se azogó en el taburete de anea.
-¿Quién
sabe? Mi madre nunca me lo dijo –mintió- cuando siendo zagala se lo pregunté.
Cualquier jornalero de los que trabajaron en esas minas de almagra y alumbre,
hombre de tierra, pues para el caso, todos son iguales y posibles, nadie los
distingue cuando salen del tajo. Quizá algún hombre del puerto de los que iban
por los Lardines en busca de mujeres de la vida. Ella a veces olía a salitre,
cuando me daba de mamar.
-Su
madre ¿qué fue de ella?
La
pregunta hirió a la tía Ginesa como un cuchillo de fuego. Calló uno segundos. Los
ojos anegados por un llanto que se resistía a brotar de las entrañas.
-¿Usted
la conoció?
-Sí,
la conocí. Ella trabajaba en la casa grande, la de los Vivancos, desde que era
una niña.
-Los
caciques, sí. – Afirmó la anciana- Dios los confunda donde quiera que se
hallen. La echaron a la calle como un perro cuando más ayuda precisaba. Y los
padres, viéndola deshonrada, la casaron con un viejo que la estuvo maltratando
desde el mismo día del casorio. Le estuvo dando golpes, preñada como estaba,
hasta que Dios despertó de su letargo y se acordó de él; cayó muerto y despeñado
por el cerro de la mina, aquejado de dolor de costado. Mi madre entonces,
viéndose más desamparada si cabe, se juró no tener que depender de nadie en
adelante y bajó al barrio de los Lardines a “hacer la vida”.
-Las
minas…, quitaron mucha hambre, bien es verdad… -intervino don Eulogio en tono
reflexivo.
-¡Y
mucha salud! Porque los patrones, en lo de ganar dinero nunca tuvieron hartura.
Las jornadas eran mortales. Los hacían trabajar como mulos, con tal de
ahorrarse nuevos peones. Y, con el tiempo, el polvillo del mineral se les iba
metiendo en los entresijos, hasta que morían a causa de la tisis o aplastados
por algún desprendimiento en los pozos. La tisis se fue llevando, uno a uno, a
toda mi familia. Tanto es así que cuando murió mi madre no hubo nadie que fuera
a reclamarme a los Lardines.
-¿También
a ella se la llevo la tisis?
-No,
a ella se la llevó la sífilis. Me fui de aquella casa de lenocinio el mismo día
en que le dieron sepultura. Me eché al monte, a donde unos cabreros me
recogieron. Ellos me criaron, Dios los tenga en la Gloria – dijo santiguándose.
-¿Y
tu padre? ¿Nunca te buscó?
La
anciana guardó silencio, y miró a los
ojos sin brillo de aquel hombre de edad incierta que tanto insistía en indagar
en su pasado. Sintió un estremecimiento.
-¿Quién
es usted? – se atrevió a preguntar con el corazón desbocado, como quien teme
que la respuesta se precipitara de aquellos labios consumidos de difunto.
-Soy
don Eulogio Vivancos, padre de usted. He venido a decirle que su madre me
gustaba y no la quise porque no me estuvo permitido. Ella olía a leche tibia y
pan recién hecho. Ella olía a mujer.
La anciana
asintió con una triste sonrisa.
-A
los señoritos les gusta el olor de las mujeres pobres, tal vez porque les traen
a las mientes el mismo olor de sus amas de cría.
También
vine a rogarle que me perdone y a hacerle entrega de mi testamento. Usted es mi
heredera universal, pues no tuve más hijos. Aquí tiene, ya puede tomar usted
posesión del señorío de los Vivancos, Ginesa, usted o sus hijos, si los
hubiere.
-¿Quién
soy yo para perdonarle nada? Que lo perdone Dios si es que encuentra en su alma
verdadero arrepentimiento. En lo tocante a la herencia, don Eulogio, únicamente
decirle que la tierra no se posee, ella nos posee a todos al término de
nuestros días en el mundo. Que tenga buenas noches y descanse usted en paz.
Los
vecinos de Almagruz echaron en falta a la tía Ginesa al no verla asomar, como
cada día, a la puerta de la cueva. Los alguaciles vinieron y derribaron la
puerta de una patada. En la cocina, sentada, encontraron a la anciana muerta,
aunque parecía dormida sobre la mesa. Hallaron dos tazones, uno de ellos lleno
de leche y sopas de pan, y el de la mujer vacío. En la mano sostenía un pliego
de papeles timbrados manuscritos, llenos de sellos y rúbricas. Al cabo del último de ellos, con caligrafía de persona iletrada, la
tía Ginesa había dejado dispuesto que todas sus posesiones pasaran a los
mineros. En un rincón, una cabra rumiaba unas ramas de olivo tiradas en el
suelo.
Un
amanecer lunar iluminó la aldea cuando enterraron a la tía Ginesa. Los mineros
en masa acudieron al entierro y la casa grande de los Vivancos, largo tiempo
cerrada, abrió sus ventanales y puertas a la calle. Aquella mañana, más que
ninguna otra, la brisa del mar, a legua y media de Almagruz, llegó a la aldea,
envolviéndolo todo con su aliento ingrávido.
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