Entorné los ojos como quien entorna una puerta con
la esperanza de oír al niño que despierta asustado. Ya tendría tiempo de
abrirlos si sucedía algo importante.
Me faltaba valor para mantenerlos abiertos y
decisión para cerrarlos. Entre la bruma de las pestañas distinguí brillos y
sombras, a la única luz del candelabro pegado a la pared. Olía a fósforo y
dominaba la sala la voz ronca de un hombre invisible que parecía hablar por
boca de la vidente negra.
La mano de la izquierda apretó la mía hasta el
dolor; la de la derecha, en cambio, se desmayó carente de fuerza. Cerré los
ojos, me asustaba lo que pudiera ver y, sin embargo, aquellas palabras roncas,
arrastradas desde más allá de la muerte, arrancadas de la tumba, acabaron por
sobrecogerme. La voz reinaba en la oscuridad y me dije que quizá cobraba mayor
espanto precisamente por la ausencia de la vista; me armé de valor y justo
cuando comenzaron los gritos abrí los ojos: ojalá nunca lo hubiera hecho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario