No existo, por CONSUELO JIMÉNEZ



Desdibujados los caminos, se hace arrastre el olvido,
Vagos recuerdos enturbian la memoria del río,
sabedores del reencuentro con el mar,
persiguen a contracorriente su destino.
La mañana se duerme en el hombro de la tarde,
retorna la luna que se hace día en el palpitar del sol.
Es el tiempo, duna en el pecho de la costumbre,
mera falacia en el discurrir de la historia,
eterna urdimbre del será, del es y del que fue.
Y mientras tanto, es tiempo en el tiempo,
de dar cuerda al reloj que yace en la garganta de la nostalgia.
Estoy en mí misma, espacio sin destino,
bruma en la nada, nube en el pecho de nadie,
no tengo miedo a la vida,
ni se fragua la muerte en mis venas,
no existo, soy palabra en el cristal de unos versos,
punto de luz en lo invisible, fluye el tiempo.
Late mi alma.


Felix Torán (Escritor y Dr. en Ingeniería)



Saludos

A través de estas líneas, envío un cordial saludo a las lectoras y lectores de la revista ABSOLEM. Es para mí un honor poder participar en este número de Abril de 2017 tan especial, ya que trata un tema de vital importancia: el tiempo. Y cuando hablo de importancia, no lo estoy enfocando al típico estilo norteamericano (es decir, el de la productividad). Obtener la máxima productividad a costa del estrés (y, por tanto, de la salud), no es algo recomendable. La verdadera gestión del tiempo implica ser productivos y, a la vez, ser felices. Esto implica conocer no solo el tiempo lineal que nos vincula al plano material y nos permite ser productivos, sino también el tiempo eterno del momento presente, el instante, que nos vincula a los planos espirituales, y nos abre la puerta a la felicidad. El conocimiento y la sabia combinación de estos dos tipos de tiempo nos llevará a ese maravilloso par productividad / felicidad. Os deseo todo el éxito y toda la felicidad (que es todavía más importante que el éxito). Como acostumbro a decir: lo único que necesitamos para ser felices es dejar de necesitar... ¡Un abrazo!

Félix Torán

Escritor y Dr. en Ingeniería
Autor de 14 libros

Ingeniero de la Agencia Espacial Europea (ESA)

Padrino en España de la Axe Apollo Space Academy
Autor de los primeros libros españoles que iran al espacio

Finalista de "Hechos de Talento", segundo talento más 
votado de España (www.hechosdetalento.es).




Para poder mejorar nuestra relación con el tiempo, necesitamos saber primero dónde nos encontramos ahora, para después poder tomar las oportunas acciones que nos conduzcan hacia un progreso positivo. Para ello deseo proponerle que observe su propio comportamiento durante su vida cotidiana. Por supuesto, no es una tarea fácil, y para simplificarla, en particular le invito a ser consciente de dos tipos de conducta muy particulares: los modos “ser” y “hacer”. Son dos comportamientos muy relevantes para lo que nos ocupa, puesto que están directamente relacionados con nuestra comprensión del tiempo.
Cuando entendemos el tiempo en su versión de "falso tiempo" o tiempo lineal (el que manejamos cada día en la vida cotidiana), nos encontramos en “modo hacer”. Cuando entendemos el verdadero tiempo —el instante, el ahora, el único que existe— pasamos al “modo ser”.
En modo hacer empleamos en gran medida nuestro hemisferio izquierdo, y esto incluye a nuestra relación con el tiempo. Hacemos uso del tiempo de una forma muy consciente. Lo utilizamos como herramienta, que es muy útil. Nos permite planificar, estimar plazos, observar fenómenos, extraer conclusiones, ordenar sucesos, etc.
Cuando nos encontramos en modo ser, las cosas son muy distintas. Nos alejamos del hemisferio izquierdo. Vivimos cada instante. Allí, el tiempo se detiene, y nos sentimos unidos al universo entero. De hecho, el universo entero se encuentra con nosotros en ese instante. Forma parte del instante. Todo nuestro ser se encuentra inmerso en el momento presente. Nuestra mente presenta un elevado grado de concentración en lo que estamos haciendo en ese preciso instante. No hay preocupación ni por lo que ha pasado antes, ni por lo que pasará después. Sólo existe ese preciso y precioso momento. No existen distracciones. No se razona nada, pero se experimenta todo. Cualquier cosa ordinaria que hacemos, vivida en el momento presente, se convierte en algo absolutamente extraordinario.
¡Le invito a observar cuánto tiempo pasa en cada estado durante el día! Quizás se pregunte cómo hacerlo, y tiene toda la razón. En particular, no resulta sencillo darse cuenta de que estamos en modo ser. Si intentamos razonar el modo ser, de alguna forma estamos escapando de dicho modo, para entrar en el modo hacer. ¡En modo ser no se razona, sólo se experimenta! Por ello, lo normal es que sea consciente de que ha entrado en modo ser cuando ya haya salido de dicho modo, y retornado al modo hacer, donde sí que se razona. No hay ningún problema con ello, es más, le diré que las experiencias que hemos vivido en modo ser suelen ser tan intensas y maravillosas, que resulta difícil olvidarlas a través de los años. Para ser prácticos en la observación, le invito a observar cuánto tiempo pasa en modo hacer, lo cual le pondrá más fácil entender cuánto tiempo ha pasado en modo ser.
¡Haga la prueba! ¿Ha terminado el día y tiene la impresión de que ha pasado todo el tiempo en modo hacer? Pensará que es extraño, y que algo debe haber hecho mal… Pues debo decirle que quizás no es tan extraño, y es muy probable que no haya hecho nada mal. Sencillamente, está siendo consciente de la realidad. En efecto, actualmente —y con especial énfasis en occidente— vivimos casi todo el día en modo hacer —si no todo el día.
No se trata de condenar al modo hacer. Es muy útil. Nos permite planificar tareas, tomar decisiones, etc. Pero el problema es que tenemos mucha facilidad para llevarlo al extremo. Ese extremo llega cuando, en modo hacer, activamos nuestro particular “piloto automático”. Cuando una actividad ya la hemos experimentado anteriormente varias veces, y se ha creado un hábito, es fácil que activemos dicho modo. Estamos haciendo algo, y mientras tanto, nuestra mente está pensando en lo que haremos después, y de esa forma, nos perdemos lo que está ocurriendo ahora. Otras veces estamos recordando algo sucedido en el pasado, y nos perdemos lo que ocurre en el momento presente. Es un claro ejemplo de cómo el pasado y el futuro nos roban el momento presente. 
Un ejemplo muy común ocurre cuando realizamos un trayecto frecuentemente en autobús, siguiendo siempre el mismo recorrido. Al principio tenemos una mentalidad de principiante, con muchas ganas de conocer y experimentar lo que sucede en el camino. Somos conscientes de lo que acontece en el trayecto, de los sonidos, los paisajes, etc. Si llegamos a “meternos” lo suficiente, la noción de que estamos observando un paisaje desaparece, y nos fundimos en uno con el paisaje. Es algo similar a lo que ocurre cuando una película nos encanta, olvidamos que la estamos viendo, y nos metemos por completo en la historia. Pero cuando el viaje se repite día tras día, normalmente ese interés por experimentar cada detalle se va perdiendo, y al final pasamos el viaje entero haciendo otras cosas, a menudo pensando en lo que vamos a hacer cuando lleguemos a nuestro destino. Nos perdemos el camino por pasar el tiempo pensando en lo que haremos al llegar.
He conocido a muchas personas que, durante su juventud, han estado pensando en lo dura que será su vida unas décadas más tarde, y haciendo eso, se han perdido unos años maravillosos. Tras veinte años, esas mismas personas pasan ahora un tiempo considerable quejándose del tiempo que perdieron cuando eran jóvenes, o quejándose de no poder volver a esa época. Se perdieron su época de veinteañeros por culpa del futuro (temiéndole), y ahora se pierden su época de "cuarentones" por culpa del pasado (deseándolo). Las razones pueden ser unas u otras, pero la cuestión es que se perdieron el presente.
Le propongo observar la ocurrencia de situaciones de “piloto automático” en su vida cotidiana. Propóngase mantenerse alerta con el objetivo de detectar los momentos en los que entra en modo automático. Puesto que el momento presente está siendo ocupado por el futuro o el pasado, no será consciente de que tenía el piloto automático activado hasta que retorne al presente, es decir, al modo ser. Pero el mero hecho de ser consciente de que ha ocurrido es muy importante y muy útil. Es una primera fase que le permitirá aplicar soluciones en una segunda fase. Dedique tiempo a desarrollar esta capacidad de detectar la activación del piloto automático (por ejemplo una semana).
A continuación, voy a proponerle un reto práctico a modo de segunda fase. Requiere cierto esfuerzo por su parte, pero merece mucho la pena invertirlo. Es una auténtica inversión. La energía que entregue a este ejercicio volverá a usted multiplicada, y lo hará en forma de felicidad. Se trata de un complemento a la propuesta que le he presentado en el párrafo anterior. Cuando ya lleve unos días haciendo un esfuerzo en detectar los momentos en los que activa su piloto automático, habrá ganado cierta destreza en dicho empeño. Le resultará mucho más fácil detectar esos momentos. El desafío es el siguiente: inmediatamente después de detectar uno de esos momentos, concentre su atención por completo en su respiración. Observe cada ciclo completo de respiración (inhalación y exhalación) y a continuación, diga mentalmente “uno”. Haga lo mismo de nuevo, con la etiqueta mental “dos”. Continúe así hasta cinco respiraciones.
Es muy importante remarcar que, en ciertas ocasiones, este ejercicio no es posible. Por ejemplo, si se encuentra conduciendo su coche y detecta que está funcionando en modo piloto automático, con su mente preocupada por la presentación de negocios que tiene que realizar al llegar a la oficina, desde luego, no es un buen momento para concentrarse en su respiración. Ocurrirán muchos casos como el anterior, pero no es ningún problema. En esas situaciones, posponga el ejercicio hasta que termine la actividad en curso y se encuentre en una situación estable, donde desconectar del exterior y poner toda su atención en la respiración no suponga un peligro. Al principio quizás no vea grandes progresos, y piense que no está logrando nada. En esos momentos, recuerde que en las profundidades de su mente, sin duda alguna, se están produciendo cambios, y antes de lo que pueda esperar, los podrá percibir claramente. Estará acostumbrándose a añadir un poco de "modo ser" a sus múltiples momentos de "modo hacer", y eso sólo puede crear beneficios.    
Observe a un niño. Verá que tiene muchos momentos de modo hacer, eso es obvio. Pero obsérvele cuando juega. Pone todo su ser en lo que está haciendo. Vive cada instante en su totalidad. Se concentra por completo en la actividad que realiza. Se convierte en la actividad, al final no hay diferencia. La tarea que desarrolla fluye con naturalidad, sin resistencia, como lo hace un rio. A un río no hace falta que lo empujemos para que fluya. Y si vamos en el sentido de la corriente, el río nos ayuda a fluir con mínimo esfuerzo. Sin embargo, si intentamos invertir el sentido de la corriente, invertiremos mucho esfuerzo, pero conseguiremos más bien poco. El niño fluye junto al rio, sin esfuerzo. La actividad en curso y el niño se funden en uno. El tiempo se detiene para el niño, sólo queda el ahora, el instante. Es un maravilloso disfrute. Reina la verdadera alegría. No tendrá dificultad para observar esos momentos en un niño. Se trata de momentos propios del modo ser.
Sin embargo, conforme nos hacemos adultos, cada vez pasamos más tiempo en modo hacer, y se van perdiendo esos momentos de modo ser. Ya no somos como el niño… Ya no nos dejamos llevar tanto por el rio. En diversas áreas de nuestra vida y en diversas ocasiones, tendemos a intentar hacer que el río fluya en sentido contrario. Para ello invertimos innumerables esfuerzos. Por supuesto, en esos casos no logramos invertir la corriente. Aplicamos mucho esfuerzo, pero no logramos el resultado deseado. Lo que logramos es agotarnos, perder la motivación, etc.
No es de extrañar, por tanto, que tengamos la impresión de haber pasado cada día entero en modo hacer. Le garantizo que si pasa unos minutos en modo ser, lo va a saber sin el menor ápice de duda, e incluso me atrevo a decirle que pasarán los años y seguirá recordando esos momentos como algo extraordinario, maravilloso, insuperable… ¿No ha sido el caso hoy? Entonces, no lo dude: dispone de una clara evidencia de que hoy ha vivido en modo hacer todo el día. Y si no todo el día, la mayor parte del mismo.
¡No se preocupe! Como le decía anteriormente, es completamente normal, especialmente en la sociedad occidental. Es por ello que existen tantas personas que sufren enfermedades derivadas del estrés. Y ahora que conoce los modos ser y hacer, la solución al problema resulta evidente: se trata de invitar al modo ser a entrar de nuevo en su vida. Pero, eso sí, recordando siempre que la virtud se encuentra en el término medio. Lo importante es combinar el uso de ambos modos. Cuando lo logre, no sólo será una persona productiva, sino además, feliz. Pasar el día entero en ese estado de felicidad sería maravilloso, pero si lo piensa mejor, la vida tampoco sería tan interesante, y no demasiado humana. Se estaría perdiendo cosas. En el otro extremo, pasar el día en modo hacer termina destruyéndonos por culpa del estrés. Los extremos son malos. La experiencia humana más bonita se encuentra precisamente en la sabia combinación de ambos modos: ser y hacer.
Finalmente, es importante aclarar que los modos ser y hacer se presentan como mutuamente excluyentes: o está en un modo, o en el otro, pero no en los dos a la vez. Esa es la situación habitual, pero si desarrolla el mindfulness o atención plena meditante la meditación, podrá lograr permanecer en modo ser incluso cuando está en modo hacer. En otras palabras, podrá ser feliz incluso mientras está siendo productivo.



Para otro tiempo, por JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GARCÍA

Traigo mescolanzas en auge, 
serpentinas y augurios, 
mientras bailan nuestros días en los calendarios, 
creyendo que somos siempre niños. 

Niños de Julio, de enero,
colgando nuestra infancia en sus alambres,
apilando nuestro polvo ajeno en sus ventoleras.

Yo, en mis palabras,  te recibo lentamente,
leve en tus calendarios,
donde somos esquirla,
ejercitando nuestra contemplación en los amoríos. 

Hoy he visto cruzar al primero,
hoy, que soy mi hueco disfrazando.
los segunderos de mis años,
embovedados en la latitud donde nazco.

Borrándome de tus nubes  que merodean por mi espejo, 
controlando mi fulgor pajizo, 
dejándome a un octubre tibio en mi postigo, 
el mismo día que  conocimos nuestras transparencias, 
germinadas en las calles  de mayo.

Olvidándote de tus tributos y tu canon de amante desbordado, 
en los arrabales de tu poesía, parecida al recuerdo. 

Eres lo mejor que he consumido
entre abriles y septiembres de manera sencilla, 
en la comunión de mi primer calendario
donde señale mi estancia ácrata,
despertando en junio tu luz germinada
en las calles de mayo,donde me encuentras,
empezando  mi nombre a mitad de marzo,
vigilándome hasta mi despedida de las auroras
como dicen mis amores. 

Mi tiempo fue fugaz.


El tiempo que pasa, por Mª ELENA LEYVA MIRANDA.

   

   Sobre un repostero antiguo ,descansaban dos relojes ,uno de ellos era pequeño, muy coqueto, pero algo creído. El más grande era más sensato. El pequeño le decía al grande, mira, ¡tu tan grandullón ! y yo siempre te adelanto !mis agujas corren más que las tuyas! Siempre llego antes que tú a las horas! Entonces, el más grande le contesto ¿ pero te das cuenta de lo que dices? Cuando llega el final del día , me has adelantado tanto que tu hora no es correcta, y nadie te hace caso; en cambio me miran a mí, que saben que doy bien las horas, minutos y segundos; tu en cambio le das lastima, dicen... ¡pobrecito! Por más que lo arreglan, siempre sigue adelantando.
  Un anciano que los escuchaba sentado en su sillón,  les contesto. ¡ ¿veis mis arrugas ?! Ni uno ni otro me las habéis hecho, ha sido el tiempo que ha pasado por mi; el tiempo sigue pasando, aunque vosotros no lo midáis; sois muy necesarios ¡es verdad ! Pero no os creáis que sois los dueños del tiempo. El tiempo es algo grande, ¡misterioso! que pasó, sigue pasando y pasará ¡queramos o no! No podemos mandar en él ¡tan listos como todos nos creemos! Procuremos vivir bien el tiempo presente, para que en un futuro, haya un tiempo lleno de paz y no de guerras .

Primavera, otoño, el tiempo..., por MARIAN ORRUÑO TOUZÓN



   
   Nunca me fie del tiempo, fui fría con él, jamás hicimos el amor, jamás me enamoré del tiempo, intuí su abandono sin aviso, con sobresalto, a traición, supe que no sería eterno, intuí que en su frugal cena a solas me robaría la vida, me dejaría sin aliento, sin resuello, tirada sobre suelo de cemento, boqueando, vomitando mis trasnochadas horas de ensueño, de aquella locura que creí eterna. Y sin embargo él me prometió la gloria e insistió, insistió entonces, entonces, en aquel entonces cuando yo era primavera, verano, me prometió que mi otoño sería un nombre impronunciable, y ni soñar del invierno, jamás llegaría mi invierno, jamás el frío me helaría, ni el aliento sería mi barracuda acechando. Me juró que sería eterno, él, él en aquel entonces primavera cuando por entre mi pelo florecían gaviotas, cuando por entre mis dedos saltaban gacelas, mi vida, mi primavera, bosque encantado. Postrado en rezo me lo juró llegándome a la cintura en su baja estatura. Lo mire desde arriba, fui déspota, despiadada, me sentía primavera, verano; el otoño, desconocido entonces, ni sabía qué era y a él lo creí vapor de incienso pasando impetuoso, al que me subí por creerlo eterno, no supe entonces, no sabía, ignorante..., distinguir la trasmutación de los tiempos verbales: soy, seré... Siéndolo, no lo creí dueño de mí, sino un juego de tiempos, de estaciones, no lo creí, me sentí dueña de mi tiempo, yo era el mismo tiempo, no lo vi siquiera un instante en mi estupidez por creerme primavera eterna. Lo creí ráfaga de viento soplando en mi torpe oído, lo creí artimaña, ilusión, artilugio luciendo hermoso o pálido en mi vida, y tan fugaz era y mis días tan hermosos, siendo verano, primavera que no creí que a resultas de ese tiempo acabase mi vida siendo otoño mientras el invierno rugía cerca...  

Las mudas piedras, por ANTONIO PELÁEZ TORRES.

Las mudas piedras oyeron al tiempo
caminar noche y día, lluvia y viento
sin conocer siquiera qué es la luz.
¡Cuántas veces el brillo de la luna
las bañó hartas ya del amarillo
que achicharra en las horas en que el aire
cual rayos asesinos del infierno
mataron mi conciencia en el sopor!
y ¡cuántas, mi memoria como piedra
porosa se ha perdido entre la arena
de un pasado gastado por la fuerza
de la ingrata costumbre de vivir!
No hay quien las levante y las arroje
contra ese firmamento que nos dice
que no sabemos nada de los dioses;
que todas las estrellas nos persiguen
para compadecerse hasta lo eterno
de nuestra insustantiva irrelevancia;
que una sola lágrima de Júpiter
contiene los océanos salados
la savia de los árboles, la sangre
que fluye en las entrañas de la tierra;
Que todos los cerebros reunidos
en un enorme y único pensar
jamás arribarán al infinito…
Por eso, piedra impura, me edifico
con otras más que encuentro en el camino
sin querer entender lo que construyo
por si es un alacrán lo que cobija
o un simple remedo de la nada.

¡Tic, tac! sigue pasando y no lo siento.

Se queda, por ISABEL REZMO.



Se quedó pequeño el tiempo,
Se quedó en el invierno.
Se queda el cuerpo
en estado  vegetativo.
Se quedan  las manos coqueteando
con la sal de la tierra.
Se queda el reloj oliendo
a crudo.
Se queda la rama de olivo
seca en los brazos.
Me quedo muerta de miedo.
Se queda las flores muertas,
perennes en un hastío perpetuo
enterrada en un matorral.
Se queda
maquillando las huellas,
el paso de aire en la nuca.
Se queda.
Ni siquiera un  rostro.
ni siquiera  una voz.
Ni siquiera tú.

Tempus fugit, por CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN




Extrapolada del hielo,
ego soy una gota de agua,
mi corazón una fragua,
crepitando en el cielo.

Del reloj más misterioso,
ego soy un grano de arena,
eslabón de una cadena
del tamaño de un coloso.

¡Tempus fugit!, fue diciendo,
la razón como un martillo.
no te aferres a las cosas.

 ¡Tempus fugit!, repitiendo,
somos naipes de un castillo,
somos pétalos de rosas.


Ruleta rusa, por F. JAVIER FRANCO.


Escuchó el ring del despertador
aguijonear sus sueños
como cada mañana.
No distinguió legañas de tinieblas.
El agua rebotando en el lavabo
no ocultó la palidez de su silencio,
blanco y tenue como la porcelana.
Luego, desgarrando los iris
con cristal de espejo,
fue capaz de mirar sin tapujos
pero con desesperanza su rostro.
El tiempo le grabó sus muescas.
Un revólver asesino
le disparó a cada paso de su vida,
sin saber que caminar
es jugar a la ruleta rusa.
Al fondo del espejo
seguía buscando el fondo de su vida,
pero el tiempo,
como un ave carroñera,
iba libando sus despojos
para tallar los paneles de un féretro.
La misma toalla secó sus lágrimas
y el agua del grifo esparcida por la cara.
Cada mañana el tiempo
aguijoneaba cada mañana,
y vestido de tiempo
cruzaba el portal en busca de vida,
en busca del disparo fatal
de la ruleta rusa.
Al fin, con el último bang,
no cupieron las dudas:
nunca hubo legañas, sólo tinieblas.


Aquellos días, por TOMÁS SÁNCHEZ RUBIO.




Aquellos días de luz, ligeros y claros
como brisa tenue de madrugada,
a la manera de iniciados
en algún extraño rito
mistérico y cabalístico,
repletos de complicidad y dudosas intenciones,
nos aplicábamos a la ardua tarea
de desentrañar
el más profundo sentido de las cosas.

Entre vasos a medio vaciar,
en un intercambio de inquietudes y anhelos,
mezclando risas de niño con reflexiones de hombre,
pasábamos el tiempo
en conversación jugosa:
hechos y noticias recientes,
amores correspondidos y sin corresponder,
razones y sinrazones varias…

Y al final, La amistad más pura
que podía caber en tres corazones
de quince años.


El hilo del tiempo, por DORI HERNÁNDEZ MONTALBÁN.


   El coleccionista de botellas y cuencos de vidrio tiene la edad imprecisa de quienes saben del frío y del calor, de soledad y extravíos, y aun en él persiste la duda del quién es verdaderamente. Está tendido en la arena, completamente desnudo, mirando el horizonte de agua y espuma, buscando vestigios de alguien o algo que le hubiera acompañado en el pasado. A pesar de no recordar nada, espera encontrar algo que pueda ayudarle a saber quién es, de donde viene. Al cerrar los ojos escucha en su mente una voz de mujer, apenas un murmullo lejano, tal vez un nombre olvidado. Sonámbulo busca en su memoria las piezas inconclusas, los recuerdos esparcidos: 
   Una mujer hermosa, rubia como los ángeles, un campo cuajado de espigas y amapolas, el cielo preñado de nubes oscuras pariendo un ala grande de plumas blancas y suaves. No puede recordar nada más a pesar de sus esfuerzos. Se incorpora como un autómata, anda unos metros y se adentra en el mar, nada y se deja llevar por las olas mientras llora de impotencia y angustia.  El agua se vuelve pesada, al menos él la percibe como una ciénaga que se lo quiere tragar, nada de nuevo despavorido hacia la playa y queda jadeante, varado como un cachalote. Los recuerdos ya no lo conducen al paraíso, sino al infierno. Se enfrenta a un pasado que se le ha vuelto extraño. Vive como si le hubieran arrancado el alma, porque no consigue reconstruir el puzle de su vida anterior y éste es ahora su único afán. Habla en voz alta, no sabe a dónde ir, qué hacer o decir, ni para quién. Es un exiliado de sí mismo y hasta su cuerpo le es desconocido,  sin embargo, un rostro se le cuela entre las ruinas de las viejas imágenes, un rostro de mujer.
   La noche ha quebrado en tormenta y el coleccionista de botellas abre la ventana del viejo refugio del acantilado y brama a los cielos su amargura. Como única respuesta: el rugir del viento cuando el mar golpea el arrecife.

   Agotado, queda dormido y sueña con rostros de mujeres que no conoce, con el galope de briosos caballos que podrían conducirlo a la libertad o a la destrucción. Lo despierta el frío del amanecer. Al abrir los ojos contempla los estantes repletos de botellas vacías, colocadas primorosamente, de distintas formas y colores: hermosas y sugerentes ondulaciones de vidrios verdes, verde botella, verde gabán, verdes grisáceos, vidrios soplados, nacarados, azules, blancos, transparentes..., botellas y cuencos de caprichosas filigranas; hileras de botellas que contuvieron en sus senos exquisitos licores, vinos de solera, whisky, cremas, hasta perfumes. Paredes enteras atestadas de maravillosos recipientes de vidrio, que le fascina tocar, le tranquiliza mirar, cambiar de lugar. Al hacer uno de estos cambios comprueba con tristeza que la tormenta de la noche anterior ha roto unas de ellas, y para su sorpresa encuentra dentro una pajarita de papel que al desplegarla contiene una dirección: Margarite Thierry. 7 Rue de Femmapes, París.
   Repite mentalmente aquel nombre una y otra vez –Margarite, Margarite, Margarite...- reconfortado por estas palabras queda dormido. Sueña con la visión de una mole de hielo. Pretende retener aquella imagen y que superviva en su memoria, aún con la incertidumbre de que una vez reproducida sobre el lienzo del cuadro, vuelva a suscitar en él las mismas emociones que hacen palpitar su espíritu. Él pinta, pinta sin descanso sobre lienzos y paredes.
  Prefiere una serena y natural concordancia con aquel mundo y el de su alma a otras imágenes que le aterran. Pero ¡cómo expresar, cómo plasmar aquella luz fecundando el agua! Piensa que tal vez pueda dialogar con aquellos azules. Se queda contemplándolos hasta que le escuecen los ojos, hasta que comprende por fin que aquella refracción de la luz se desliza por la superficie lisa del lienzo sin apenas esfuerzo. Ahora cumple contemplar silenciosamente, quedar extasiado al comprobar el milagro: la refracción de la luz en los miles de cristales que componen el hielo, dando así los tonos azulados a los riachuelos, recovecos y cavernas que conforman el glaciar en una especie de paraíso helado, solitario y andante, diluyéndose a sí misma. Esto es el arte, lo ha comprendido al fin y siente la imperiosa necesidad de plasmarlo. Se despierta sobresaltado, esta es otra de sus imágenes recurrentes: unas manos, sus manos tal vez, mezclando colores, trabajando lienzos, pintando iceberg.
   Al volver en sí de estos trances, el coleccionista de botellas comprueba que aún tiene entre sus manos, sudoroso y arrugado, el papel con el mensaje. Y siente al mirarlo un consuelo infinito, una esperanza nueva. Se viste con ropas que de ningún modo le resultan familiares y decide, entonces, encaminarse hacia la dirección hallada en la botella rota. En el bolsillo del pantalón encuentra algún dinero, -no será difícil- se dice, sólo necesito saber en qué lugar me encuentro. Entonces repara en la estancia y queda boquiabierto con lo que ve:  botellas por doquier, la iluminación a base de bombillas colgando del techo, semejando lágrimas de cohetes, todas encendidas como luciérnagas en mitad de la noche. Cientos de libros desahuciados, abandonados, desgastados por el olvido, echaban raíces por el suelo. Las ventanas eternamente abiertas reverencian a las hojas amarillas que alfombran las habitaciones. En el centro de una de ellas una bañera colonial, se sienta en ella. El agua tibia acaricia su cuerpo, él, el coleccionista de botellas, la amaba en el confín del sur, el sur más al sur que nunca conoció. Allí donde la nieve es una caricia y en noviembre parece primavera. La amaba y siente que todavía la ama, Margarite, Margarite, Margarite…
   Sin dejar de pronunciar el nombre, baja la pequeña ladera escarpada del refugio. El cielo suelta una finísima lluvia que va calándole los huesos. La gente que encuentra a su paso lo saluda sonriente como si le conocieran. Una niña frágil se le acerca y quiere regalarle una pelota, pero su mamá le tira del brazo y le conmina a que no hable con desconocidos. Una vez en la carretera vuelve el rostro y contempla por última vez aquel extraño lugar. 
Una camioneta abollada aparece tras de él. Conduce un hombre con un estrafalario bigote engominado y una cicatriz que le cruza el ojo izquierdo. Espontáneamente para y le invita a subir. Del techo de la camioneta cuelga la jaula de un loro al que el camionero presenta como Caribeño. Un extraordinario ejemplar multicolor que repite un nombre de mujer: ¡Margarite, Margarite...!. Al coleccionista de botellas le llama poderosamente la atención, pues repite el mismo nombre que él intenta retener en su memoria. El camionero le pregunta  -¿A dónde diablos va con semejante lluvia?
-Voy a París... ¿una mujer? Pregunta el conductor. Caribeño volvió a chapurrear de nuevo: Margarite, Margarite.
-Sí, sí, Margarite, asiente el coleccionista mostrando sus ojos ansiosos, febriles. 
   El camionero ordena a Caribeño que calle y no molestare más al pasajero. El pájaro girándose alrededor de la jaula obedece y se mantiene en silencio por el resto del viaje. Cuando al fin llegan a París, el camionero le zarandea el hombro – ¡Eh, amigo ya estamos, fin de trayecto!..
   Apenas camina unos pasos, la ciudad de París comienza girar vertiginosamente bajo sus pie, le falta la respiración. Miles de ojos miran su rostro aterrado por el ruido ensordecedor que producen los motores y las sirenas, los claxon, miles de bocas sonríen mientras él grita desesperado un nombre: Margarite, Margarite,... antes de desvanecerse puede ver como algunos transeúntes acuden en su ayuda. Cuando vuelve en sí, una mujer y un hombre le dan agua –se ha desmayado- le dicen:

 -¿Podemos ayudarle?, ¿dónde vive?

   Él saca el papelito mil veces doblado y lo entrega a la mujer – aquí, es aquí, ¿podrían ayudarme a llegar por favor?..., aquí, es aquí.- Mientras les muestra el papel tembloroso –Cálmese- responden -Claro, le llevaremos. Al llegar al lugar indicado llaman varias veces al timbre, dentro una voz de mujer pide calma mientras llegaba a abrirles.
-¡Carlo, Dios mío Carlo!, ¿dónde has estado?
   Los transeúntes que lo han recogido le explican cómo lo encontraron boca abajo, con el sentido perdido en plena calle y en semejante estado de abandono. Margarite no sabe cómo agradecerles que lo hayan llevado de vuelta a casa.
   Suena el chasquido de la puerta, ahora el coleccionista se siente a salvo.
- ¿Usted me conoce entonces? ¿Usted es Margarite? –pregunta ansioso.
- Sí, sí, estate tranquilo, no te esfuerces, ¡Dios mío, ha vuelto a suceder, has perdido por completo la noción del tiempo!
- ¿Noción del tiempo?, no es algo peor, no sé quién soy, usted me resulta familiar. ¿Pero por qué la veo en mis sueños? ¿por qué?
- Carlo, no me asustes ¡Por el amor de Dios! eres pintor, un pintor famoso: Carlo Lanza. Algunos de tus cuadros se exponen en las galerías más importantes del mundo. Descansa, sólo necesitas descansar. Has debido estar muchos días a la deriva, te pondrás bien.
- No, no he estado en la calle –responde- he vivido en un lugar hermosísimo, aunque extraño, Carlo calla ahora, piensa que si él es en realidad el pintor Carlo Lanza, ¿Quién es el verdadero dueño del refugio?
Se encuentra tan débil que apenas le quedan fuerzas para seguir hablando, pero hace un esfuerzo sobrehumano para preguntar:  
- Una cosa, si yo soy Carlo, ¿quién es el coleccionista de botellas?
   Margarite al escucharlo siente una conmoción, la bandeja con la taza tiembla entre sus manos y cae sobre la alfombra -¿Quién?- pregunta incrédula- ¿quién...?-pregunta para cerciorarse de haber escuchado correctamente. Carlo que se está quedando dormido de nuevo susurra: 
- El refugio de los cristales..., el coleccionista de botellas vacías...
   Entonces la mujer, rubia como los ángeles, se incorpora, mira tras los cristales presa del escalofrío que la invade, abre la ventana para poder respirar, pues ya le falta el aire, después se recoge en el suelo como una niña asustada. Siente que puede morir de terror, pues ahora tiene la certeza de que la vieja amenaza, que ella creía sepultada en el pasado, se cierne de nuevo sobre ella y vuelve a llamar a su puerta.