El coleccionista de botellas y cuencos de vidrio tiene la
edad imprecisa de quienes saben del frío y del calor, de soledad y extravíos, y
aun en él persiste la duda del quién es verdaderamente. Está tendido en la
arena, completamente desnudo, mirando el horizonte de agua y espuma, buscando
vestigios de alguien o algo que le hubiera acompañado en el pasado. A pesar de
no recordar nada, espera encontrar algo que pueda ayudarle a saber quién es, de
donde viene. Al cerrar los ojos escucha en su mente una voz de mujer, apenas un
murmullo lejano, tal vez un nombre olvidado. Sonámbulo busca en su memoria las
piezas inconclusas, los recuerdos esparcidos:
Una mujer hermosa, rubia como los ángeles, un campo cuajado de espigas y
amapolas, el cielo preñado de nubes oscuras pariendo un ala grande de plumas blancas
y suaves. No puede recordar nada más a pesar de sus esfuerzos. Se incorpora
como un autómata, anda unos metros y se adentra en el mar, nada y se deja llevar
por las olas mientras llora de impotencia y angustia. El agua se vuelve pesada, al menos él la
percibe como una ciénaga que se lo quiere tragar, nada de nuevo despavorido
hacia la playa y queda jadeante, varado como un cachalote. Los recuerdos ya no
lo conducen al paraíso, sino al infierno. Se enfrenta a un pasado que se le ha
vuelto extraño. Vive como si le hubieran arrancado el alma, porque no consigue reconstruir
el puzle de su vida anterior y éste es ahora su único afán. Habla en voz alta,
no sabe a dónde ir, qué hacer o decir, ni para quién. Es un exiliado de sí
mismo y hasta su cuerpo le es desconocido, sin embargo, un rostro se le cuela entre las
ruinas de las viejas imágenes, un rostro de mujer.
La noche ha quebrado en tormenta y el coleccionista de botellas abre la ventana
del viejo refugio del acantilado y brama a los cielos su amargura. Como única
respuesta: el rugir del viento cuando el mar golpea el arrecife.
Agotado, queda dormido y sueña con rostros de mujeres que no
conoce, con el galope de briosos caballos que podrían conducirlo a la libertad
o a la destrucción. Lo despierta el frío del amanecer. Al abrir los ojos
contempla los estantes repletos de botellas vacías, colocadas primorosamente,
de distintas formas y colores: hermosas y sugerentes ondulaciones de vidrios
verdes, verde botella, verde gabán, verdes grisáceos, vidrios soplados,
nacarados, azules, blancos, transparentes..., botellas y cuencos de caprichosas
filigranas; hileras de botellas que contuvieron en sus senos exquisitos
licores, vinos de solera, whisky, cremas, hasta perfumes. Paredes enteras
atestadas de maravillosos recipientes de vidrio, que le fascina tocar, le tranquiliza
mirar, cambiar de lugar. Al hacer uno de estos cambios comprueba con tristeza
que la tormenta de la noche anterior ha roto unas de ellas, y para su sorpresa
encuentra dentro una pajarita de papel que al desplegarla contiene una
dirección: Margarite Thierry. 7 Rue de Femmapes, París.
Repite mentalmente aquel nombre una y otra vez –Margarite, Margarite, Margarite...-
reconfortado por estas palabras queda dormido. Sueña con la visión de una mole
de hielo. Pretende retener aquella imagen y que superviva en su memoria, aún
con la incertidumbre de que una vez reproducida sobre el lienzo del cuadro,
vuelva a suscitar en él las mismas emociones que hacen palpitar su espíritu. Él
pinta, pinta sin descanso sobre lienzos y paredes.
Prefiere una serena y natural concordancia con aquel mundo y el de su alma a
otras imágenes que le aterran. Pero ¡cómo expresar, cómo plasmar aquella luz
fecundando el agua! Piensa que tal vez pueda dialogar con aquellos azules. Se
queda contemplándolos hasta que le escuecen los ojos, hasta que comprende por
fin que aquella refracción de la luz se desliza por la superficie lisa del
lienzo sin apenas esfuerzo. Ahora cumple contemplar silenciosamente, quedar
extasiado al comprobar el milagro: la refracción de la luz en los miles de
cristales que componen el hielo, dando así los tonos azulados a los riachuelos,
recovecos y cavernas que conforman el glaciar en una especie de paraíso helado,
solitario y andante, diluyéndose a sí misma. Esto es el arte, lo ha comprendido
al fin y siente la imperiosa necesidad de plasmarlo. Se despierta sobresaltado,
esta es otra de sus imágenes recurrentes: unas manos, sus manos tal vez,
mezclando colores, trabajando lienzos, pintando iceberg.
Al volver en sí de estos trances, el coleccionista de botellas comprueba que
aún tiene entre sus manos, sudoroso y arrugado, el papel con el mensaje. Y
siente al mirarlo un consuelo infinito, una esperanza nueva. Se viste con ropas
que de ningún modo le resultan familiares y decide, entonces, encaminarse hacia
la dirección hallada en la botella rota. En el bolsillo del pantalón encuentra
algún dinero, -no será difícil- se dice, sólo necesito saber en qué lugar me
encuentro. Entonces repara en la estancia y queda boquiabierto con lo que
ve: botellas por doquier, la iluminación
a base de bombillas colgando del techo, semejando lágrimas de cohetes, todas
encendidas como luciérnagas en mitad de la noche. Cientos de libros desahuciados,
abandonados, desgastados por el olvido, echaban raíces por el suelo. Las
ventanas eternamente abiertas reverencian a las hojas amarillas que alfombran
las habitaciones. En el centro de una de ellas una bañera colonial, se sienta
en ella. El agua tibia acaricia su cuerpo, él, el coleccionista de botellas, la
amaba en el confín del sur, el sur más al sur que nunca conoció. Allí donde la
nieve es una caricia y en noviembre parece primavera. La amaba y siente que
todavía la ama, Margarite, Margarite, Margarite…
Sin dejar de pronunciar el nombre, baja la pequeña ladera escarpada del
refugio. El cielo suelta una finísima lluvia que va calándole los huesos. La
gente que encuentra a su paso lo saluda sonriente como si le conocieran. Una
niña frágil se le acerca y quiere regalarle una pelota, pero su mamá le tira
del brazo y le conmina a que no hable con desconocidos. Una vez en la carretera
vuelve el rostro y contempla por última vez aquel extraño lugar.
Una camioneta abollada aparece tras de él. Conduce un hombre con un
estrafalario bigote engominado y una cicatriz que le cruza el ojo izquierdo.
Espontáneamente para y le invita a subir. Del techo de la camioneta cuelga la
jaula de un loro al que el camionero presenta como Caribeño. Un extraordinario
ejemplar multicolor que repite un nombre de mujer: ¡Margarite, Margarite...!.
Al coleccionista de botellas le llama poderosamente la atención, pues repite el
mismo nombre que él intenta retener en su memoria. El camionero le pregunta -¿A dónde diablos va con semejante lluvia?
-Voy a París... ¿una mujer? Pregunta el conductor. Caribeño volvió a chapurrear
de nuevo: Margarite, Margarite.
-Sí, sí, Margarite, asiente el coleccionista mostrando sus ojos ansiosos,
febriles.
El camionero ordena a Caribeño que calle y no molestare más al pasajero. El
pájaro girándose alrededor de la jaula obedece y se mantiene en silencio por el
resto del viaje. Cuando al fin llegan a París, el camionero le zarandea el
hombro – ¡Eh, amigo ya estamos, fin de trayecto!..
Apenas camina unos pasos, la ciudad de París comienza girar vertiginosamente
bajo sus pie, le falta la respiración. Miles de ojos miran su rostro aterrado
por el ruido ensordecedor que producen los motores y las sirenas, los claxon,
miles de bocas sonríen mientras él grita desesperado un nombre: Margarite,
Margarite,... antes de desvanecerse puede ver como algunos transeúntes acuden
en su ayuda. Cuando vuelve en sí, una mujer y un hombre le dan agua –se ha
desmayado- le dicen:
-¿Podemos ayudarle?,
¿dónde vive?
Él saca el papelito mil veces doblado y lo entrega a la
mujer – aquí, es aquí, ¿podrían ayudarme a llegar por favor?..., aquí, es
aquí.- Mientras les muestra el papel tembloroso –Cálmese- responden -Claro, le
llevaremos. Al llegar al lugar indicado llaman varias veces al timbre, dentro
una voz de mujer pide calma mientras llegaba a abrirles.
-¡Carlo, Dios mío Carlo!, ¿dónde has estado?
Los transeúntes que lo han recogido le explican cómo lo encontraron boca abajo,
con el sentido perdido en plena calle y en semejante estado de abandono.
Margarite no sabe cómo agradecerles que lo hayan llevado de vuelta a casa.
Suena el chasquido de la puerta, ahora el coleccionista se siente a salvo.
- ¿Usted me conoce entonces? ¿Usted es Margarite? –pregunta ansioso.
- Sí, sí, estate tranquilo, no te esfuerces, ¡Dios mío, ha vuelto a suceder,
has perdido por completo la noción del tiempo!
- ¿Noción del tiempo?, no es algo peor, no sé quién soy, usted me resulta
familiar. ¿Pero por qué la veo en mis sueños? ¿por qué?
- Carlo, no me asustes ¡Por el amor de Dios! eres pintor, un pintor famoso:
Carlo Lanza. Algunos de tus cuadros se exponen en las galerías más importantes
del mundo. Descansa, sólo necesitas descansar. Has debido estar muchos días a
la deriva, te pondrás bien.
- No, no he estado en la calle –responde- he vivido en un lugar hermosísimo,
aunque extraño, Carlo calla ahora, piensa que si él es en realidad el pintor
Carlo Lanza, ¿Quién es el verdadero dueño del refugio?
Se encuentra tan débil que apenas le quedan fuerzas para seguir hablando, pero hace
un esfuerzo sobrehumano para preguntar:
- Una cosa, si yo soy Carlo, ¿quién es el coleccionista de botellas?
Margarite al escucharlo siente una conmoción, la bandeja con la taza tiembla
entre sus manos y cae sobre la alfombra -¿Quién?- pregunta incrédula-
¿quién...?-pregunta para cerciorarse de haber escuchado correctamente. Carlo
que se está quedando dormido de nuevo susurra:
- El refugio de los cristales..., el coleccionista de botellas vacías...
Entonces la mujer, rubia como los ángeles, se incorpora, mira tras los
cristales presa del escalofrío que la invade, abre la ventana para poder
respirar, pues ya le falta el aire, después se recoge en el suelo como una niña
asustada. Siente que puede morir de terror, pues ahora tiene la certeza de que
la vieja amenaza, que ella creía sepultada en el pasado, se cierne de nuevo
sobre ella y vuelve a llamar a su puerta.