Y, de pronto, noviembre se echó encima. La casa
enmudecida se hizo sombra de sí misma. Paredes negras. «Alud de tiempo frío y
destemplado», pensó. El hombre aspiró su vejez. Su edad tejida con las vidas
agostadas de otros tantos, la suma de sus yos: chiquillo —remotísimo y cercano—,
joven, adulto, finalmente viejo.
Fuera,
repentino, el amarillo como ocaso de la tarde y de la vida. Arrebujado en la añosa
butaca, agradeció el recuerdo de un brasero inexistente; retrocedió hasta
palpar su calorcillo confortante; hasta fundirse con el niño que un día fue.
El
hombre siguió sentado. «Sentado eternamente», rumió.
No dio
la luz. Dejó los leños consumirse lentamente, rescoldos humeantes en la oscura
chimenea.
Dentro,
otro amarillo; la lengua de las llamas casi extintas. «El fuego de la vida que
se apaga», caviló.
A las
faldas de la mesa, un perro alzó los ojos apresando aquellas cábalas del
hombre, su dueño. El fiel aliado supo, sin necesidad de raciocinio, que el
silencio era el preludio de una ausencia prolongada, acaso perpetua. La tímida
caricia confirmó la despedida, el gemido lastimero entre la noche ya incipiente.
Hubo
sombras repentinas en la calle. Murmullo grave de las nubes, los truenos
apagaron el fulgor de atardecida. Tranquila, llegó la lluvia. La lluvia de
noviembre, su lánguido repique. Antesala de tormenta desatada: de la llovizna al
chaparrón.
El
hombre dejó de respirar. El perro aulló a una luna imaginaria, oculta por
celajes de tiniebla.
Los
contornos de la casa se esfumaron poco a poco: muros, muebles, lumbre, animal,
ventana picoteada por las gotas. El mundo y los minutos se olvidaron de
relojes, tornándose confusos y borrosos, fundidos finalmente con el cielo
ennegrecido, con el agua que manaba de su vientre…
El viejo
abrió los ojos. Ojos distintos. Miró y remiró alrededor. Después adentro. Había
luz de lluvia y un arcoíris de la infancia en su mirada. El instinto se lo dijo
sin dudar: era niño otra vez. Muy niño.
El viejo
se agitó en una cunita, ambiguo y casi ciego. Su llanto coexistió con los retazos
de otra lluvia, de otro hogar y de otra vida.
Antes de
olvidar su pasado (tal vez sus pasados, ¿quién sabe cuántos?), el viejo supo
que había muerto y renacido.
En los
últimos instantes, ligados fin y origen, dio gracias a la lluvia y su regalo,
su nuevo nacimiento, su historia por vivir y por contar.
Muchos
años después, el bebé recordaría este momento. Con otro ocaso. Con otra lluvia
redentora.
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