miércoles, 14 de septiembre de 2016

ABSOLEM (Revista electrónica), Núm. 36, 15 de septiembre de 2016 "La Lluvia".



Revista ABSOLEM, editada en Guadix (GRANADA) por la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Arte "La Oruga Azul", 
laorugazul2013@gmail.com
ISSN: 2340-8634


SUMARIO


PORTADA, por MANUEL KHORTÉS MAGÁN




ARTISTA ANFITRIÓN: 





FOTOS: 






ARTÍCULOS: 







PROSA POÉTICA: 






RELATOS: 










POEMAS: 




























La tormenta, por DORI HERNÁNDEZ MONTALBÁN.



La crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y cuando lo nuevo no termina de nacer.   

(Bertolt Brecht)

Eché a andar sin tener en cuenta los caminos, salí huyendo, como saltando al vacío, puede que mi meta fuera la línea roja del horizonte. No sabría decirte con exactitud por qué salí aquel día tan repentinamente. Tal vez porque la noche anterior había soñado que bailaba con pétalos de flores, y me sentía como los samuráis bajo la flor de Kamura.  Hice un alto en el parque junto al rincón del bambú, donde suelen reunirse los pájaros en concierto  y hablar entre ellos idiomas extraños, aquellos pájaros trinaban como gritando, un grito orquestado. Cerré los ojos para mejor escuchar aquella melodía cifrada ¿qué anunciaban?, inútil descifrarlo porque yo no podía escuchar nada más que el sonido de mi propio llanto.
Continué la marcha hasta dejar atrás el asfalto, y una vez estuve a campo abierto, reparé en una araña que tejía su tela al borde de un sendero olvidado; me adentré por aquel senderillo cegado de hierbajos y me dirigí a una pequeña casucha de labranza que se veía en ruinas.
Una silla desvencijada moría de tedio en el zaguán, como si todavía esperara la llegada de su dueño. Las contraventanas, claveteadas con viejos y carcomidos tablones, se balanceaban al viento. Las nubes se fueron agolpando vertiginosamente, el bochorno intenso, unido al calor asfixiante, presagiaban tormenta, tormenta que no se hizo esperar. Comenzó a llover como si algo dejado atrás pidiera socorro, como si los siglos no hubieran de pasar, irremediablemente pasan aunque nos pese.
Entré en aquella vieja casa abandonada instintivamente, para guarecerme del repentino golpe de lluvia. Una cortina de agua se precipitaba por el angosto ventanuco mordido de clavos oxidados. Llovía sobre una jarra de porcelana desconchada, y semienterrada en el suelo.
Dentro, al fondo, un montón de ladrillos y piedras desmoronadas taponaban una de las puertas de acceso a otras dependencias de aquella destartalada y fría estancia. Olía a hollín y a humedad, y fuera continuaba lloviendo sobre las piedras, que mostraban ya su verdadero rostro. Arreciaba sobre los campanarios, que señoreaban a lo lejos su vertical fortaleza. Desbordada, el agua, perseguía los guijarros por los barrancos, y cauces secos, arramblando con todo lo que encontraba a su paso.
Llovía sobre la conciencia de los vivos, y la desesperación que habita prisionera en el cuerpo del moribundo. Llovía sobre los tejados, llovía sobre la anciana doliente de su vejez. Llovía sin remedio sobre las crines sudorosas de los caballos, sobre el puente, sobre las amapolas, y el trigo por cosechar. Llovía a pesar del sufrimiento, a pesar de la risa o el llanto llovía. Llovía a pesar de la maldad que habita en el corazón del hombre, y también, a pesar de la bondad.
Me vi mirando llover como si hubiera estado allí desde siempre, desde la prehistoria, cuando la tormenta no era más que el enfado de una diosa caprichosa y nefasta. Y tuve la certeza de que seguiría lloviendo sobre la tierra, aunque no existiera ya ningún ser humano sobre ella para verlo. Porque no era el cielo el que llovía, era el mar, que revertía sobre sí mismo, para recordarnos que no somos más que  una frágil conciencia que se interroga.
¿Acaso la tierra sabía de mi tristeza, conocía mi pesar, mi desconcierto?
No, Ojos de uva, la tierra no sabe de sus criaturas, como el espacio no sabe de los planetas. Viajamos solos, y casi a ciegas por el vasto infinito; aunque formamos parte de ésta nave orgánica que gravita. Y, sin compasión, cae sobre nosotros la muerte o la vida, sin apenas darnos cuenta.
Miré a mi alrededor, allí no había más que rastros de vidas pasadas, sobre la repisa de la vieja chimenea: un cuenco de sal apelmazada y amarilla;(la sal se deja en los lugares que se abandonan, pensando que alguien pueda visitarlos después) dinteles sin puertas, alhacenas vacías, telarañas ociosas, puntales que sostienen tejados rendidos, maderas carcomidas. Todo era abandono. Sin duda, aquellas paredes sabían de oscuridades, de miserias esperanzadas, porque parecía como si buscaran algo o  a alguien en el vacío.
Fuera, continuaba lloviendo, y, yo, allí inmóvil, me sentía como un caracol cargando con su concha. ¿Qué hacía allí viendo llover? No sé, pero lo que si sé, es que no siempre llueve igual, y, aquel día llovía como perdonándonos la vida, poniéndonos sobre las frentes una señal de purificación, repitiendo una antigua consigna o ley, que habíamos olvidado: “polvo eres y en polvo te convertirás”. Y claro, después de ésta rotunda sentencia todo se relativiza, y hasta se cambia radicalmente de perspectiva.
Ya sabes, Ojos de uva, que los poetas somos gente demasiado sensitiva, nos mata, tan solo, el vértigo de detener la mirada en lo que nos rodea.
Escampó al fin, ¡qué alivio, después de haber llovido tanto! Decidí volver, aunque no sabía muy bien como sortearía el barro y, el lodo acumulado en el camino.
Pero en el momento justo de cruzar el umbral, escuche por entre aquel montón de escombros apilados, un murmullo, algo que parecía escabullirse por entre los cascotes. Se me erizó la piel, quedé paralizada por el miedo, fui girando lentamente la cabeza, conteniendo la respiración, y, miau, miau, allí estabas tú,  Ojos de uva , diminuta, aterida, con las orejillas expectantes , y los ojillos abiertos como platos, temblando de frío y de hambre, que apenas podías mantenerte en pie. –Ven aquí gato- te dije, y juntos, hicimos el camino de regreso.
Ahí estábamos los dos, mujer y gato, volviendo  del desconsuelo, del dolor, del desamparo. Mirando las cosas con ojos nuevos, bajo la misma tierra, y el mismo cielo. Apenas dos frágiles criaturas. Somos tan vulnerables…se nos hiere apenas con un gesto, con una palabra, basta la mirada del otro para amar o ir muriendo lentamente.
Si fuéramos capaces de ser como los árboles: ellos descifran el idioma de los pájaros, soportan las tormentas, sufren las inclemencias de las estaciones, son golpeados por las riadas, y a pasar de todo, sobreviven; van curando las heridas con su propia sabia, mudan la corteza, y de éste modo van conformando el idioma silencioso de las cicatrices.
Siempre es tiempo de emprender el camino de regreso, de comenzar de nuevo. Salvemos pues, lo que nos quedó del último naufragio, y emprendamos de nuevo la travesía. Aquí no hay barcos naufragados, lo sé, pero aún si los hubiera, serían como esqueletos de ballenas varadas;  blancas osamentas expuestas al sol, y al arbitrio de los vientos.
Vamos, mañana será otro día.


Donde la tierra llora, por JOSÉ MANUEL RAYA MEDINA.

"... #ComarcaDeGuadix, nuestra tierra no es de este mundo. Lágrimas de arcilla, donde la tierra llora y deja sus lamentos hechos escultura viva..". 


Llueve, por CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN.



Llueve,
el cielo descarga mansamente
su manto de agua.

Llueve como si la memoria,
arrastrara millares de señales líquidas
del germen de las cosas.

Llueve milagrosamente,
presagio sigiloso de redención eterna,
de vida renacida.

Llueve sin pausa,
a pesar de las miserias de los hombres,
y su sonido es una invitación al silencio,
a la meditación deliberada.

Llueve, sí,
con trasparencia,
con recogimiento,
generosamente,
como una advertencia pacífica
de concordia entre los mortales.

Amor bajo la lluvia, por MARÍA ELENA LEYVA MIRANDA.



Caía la lluvia serena, sobre los cristales de mi ventana. A mí me parecía estar escuchando música, con su tintineo. A pesar de que la tarde no invitaba a salir, yo esperaba ilusionada. Esto me contaba una amiga yo escuchaba atentamente, la veía tan enamorada…
Ya llevaba prometida casi un año esperaba al amor de su vida, era el día de su cumpleaños (23) era un día especial y su amor no llegaba. Llovía y llovía cada vez más, y ya su espera se convertía en angustia al ver que tardaba. Seguía lloviendo, pero ella seguía pegada a los cristales de su ventana. Por fin vio llegar un Todo terreno, bajo corriendo las escaleras, y se encontró con su amor, que había tardado tanto, porque había tenido que bordear un río que había salido, y no se podía cruzar. Tuvo que llegar hasta un puente más lejano, para poder pasar. ¡Qué bonito es el amor! pues en un día de lluvia, se encontraron dos corazones enamorados, para pasear y charlar juntos bajo un paraguas; y poder felicitar a su amada en el día de su cumpleaños.


Limpiar la mirada, por Mª JOSÉ MENACHO CASTELLANO.


El martes todo era silencio
recién hecho,
ni siquiera la lluvia se atrevió a saludar,
cuando llegó sin ser esperada.

Rotundas sus últimas palabras,
brillantes sus primeras lágrimas,
de color sepia sus eternas promesas.

El camino brillaba en lo oscuro,
de sobra sabiendo los pasos
que lo andaban.

Unas gotas celestes, hijas de nubes oscuras,
fueron la única fruta fresca
en la noche de la despedida.

¿Quién se atrevería a ponerse
delante de la lluvia?
¿Qué manos no querrían mojarse,
y limpiar la mirada por dentro?



Lluvia... agua dulce -mar-, por CARMEN HERNÁNDEZ REY



Allí en mitad de una galaxia flotante
y salina, yo lluvia
como resultado de una masa de átomos,
roca y géiseres,
regalada, lluvia de las mareas de aguas
subterráneas,
-átomo-
lluvia para ser polaridad eléctrica
y continente marino que difunde
albedo de sus cosmos
agua, yo
lluvia.
Agua, quebrantada y surtidora
en el sanguíneo afable y dulce  
nacarada reminiscente
aflorada, lluvia antes de ser perla
en sal
desalojada esencia
que te añora,
lluvia…
soy agua, mar océanos
ríos y fuentes,
luz, de ti.
Y, voy…
Años luz distantes de tu flujo
marino sin ti, hoy
gravan, 
e importunan cómo
la emisión del verso salobre,
agarrado y fuerte en mi garganta,
parihuelas de mis sendas,
revueltas en tu piel de arena
hoy,
antiguamente amniótica,
espumas épocas
nucleares  tus besos,
ion** de salinas aguas,
dulce de ti hace poco,
cationes fuera ya,
de ti volviera a ser
a ser… mar espumas y caracolas
agua toda, algas flotantes
lluvia eterna.


*el albedo es la capacidad, por parte de una sustancia, de reflejar neutrones.

**" Un ion yendo", en griego; ἰών [ion] es el participio presente del verbo ienai: 'ir'

Sobre mojado, por LUIS LÓPEZ-QUIÑONES RUIZ.



Hay tormenta en mi ventana
reflejo húmedo de mi alma seca,
negro cielo que se desploma
y entre aguas llueven piedras.

Efímera luz de los relámpagos,
descarga eléctrica como recuerdo,
que no hace tanto, sin abrigo,
a la intemperie mi corazón vagando.

La piel se eriza con el golpeo
de las gotas sobre los vidrios,
a pesar de mi cuerpo a salvo
siente mi sombra que se ahoga.

Es lo pasado, son las penas,
se acomodan sobre los charcos
mostrando temblosa la imagen
de lo sufrido y de lo llorado.

Otro rayo; parece que arrecia.
Cicatrices, huesos que anuncian.
Tensa espera hasta que escampe
mientras llueve sobre mojado.


Charco, por F. JAVIER FRANCO.



Navegan sin rumbo
por un charco nuestras caras,
naves fantasmas arañando
el espejismo del espejo.
Las ondas de las lágrimas leves
que deja caer un cielo moribundo
–turbio, metálico, melancólico–
torpedean nuestras siluetas.
¿Aún resistes?
Dejamos crecer nuestras huellas
entre el barro, apertura a la simiente
de un nuevo estanque 
para las lágrimas, para el silencio,
mientras el olor a mojado nos retuerce,
retorna a un principio balsámico de vida
que deambula nostálgico –quizá perdido–
en el grave aroma a ser o no ser,
para soñar, al ritmo tenue de esta lluvia,
que aún queda vida en nuestras esperanzas,
nuestra esperanza es nuestra espera…
¡Del tomar consciencia del existir,
qué cercano está el desesperar!
Cicatrices de tridente minúsculo
han grabado los pasos 
de los gorriones en su huida,
tan sólo quedamos tú y yo,
siluetas vacías, rostros deformados,
esperando encontrar tesoros perdidos,
navegando sin rumbo por este charco.

Juan Crisóstomo, por MAURICIO JARAMILLO LONDOÑO.



   Era una mañana llena de bruma, no una bruma cualquiera sino algo viscoso, profundo, húmedo, pegado a las montañas; imposible ver a más de tres metros de distancia; las tinieblas espesas se palpaban. No hacía frío; una especie de sudor cálido cubría la tierra. Llegó el invierno con todo su furor y los bravos chubascos del trópico con sus latigazos de truenos, relámpagos y ventarrones. En las laderas de las cordilleras se escurría el agua empapando y saturando el suelo. Las quebradas y riachuelos, turbios por los lodos de la tierra lavada, encrespaban sus cauces, se estrellaban contra los puentes, lamían amenazadoras las orillas de los cultivos. Los ríos gritaban y producían susto. Agua, agua y más agua. Bruma y más bruma.
   Las nubes no estaban ya en lo alto y bajaban a acariciar el mundo; el firmamento azul desapareció como si a perpetuidad se le hubiesen desprendido las ovejas, que en el verano, le adornaban allá, en la eternidad del infinito.
   El tejido del cielo se descosió, no en una sino en mil partes: las ardillas, acostumbradas a remendarlo, no alcanzaron a hacerlo a tiempo. Los borbollones de agua se desgajaban de las alturas infinitas. Las ubres del cielo manaban su leche, y las lluvias cual cataratas caían sin cesar.
El maldito verano que resecó, produjo cuarteaduras a los terrenos y mató de sed a los cultivos; ese Sol canicular, perpendicular, llama sagrada que cuelga de los aires, súbitamente huyó.
Los trinos de los pájaros y los ensordecedores gritos de los micos se silenciaron.
Ellos presentían la catástrofe. Se comportaban de manera extraña. Rompían sus nidos, devoraban cosechas y sementeras, se paraban en los aleros de las casas pidiendo socorro, brincaban sobre los surcos, entraban atrevidos a los patios de las viviendas, picoteaban las vigas, arañaban las ventanas. ¡Nadie les hacía caso!
   Centenares de murciélagos negros, peludos y de ojos diminutos, ángeles del Diablo, volaban de rancho en rancho.
   Los hombres conociendo las cercanías de algo dramático, muy extraño, la presencia del diluvio, tomaban medidas de precaución: tapaban las goteras recién aparecidas, reforzaban muros y talanqueras, limpiaban las zanjas y desagües, colocaban piedras de mano en los caminos, convocaban a los vecinos y compadres, recogían con urgencia frutos, mazorcas, papas, alverja y habas, granos, naranjas, café, yucas, calabazas, plátanos maduros, pintones y verdes, en fin, aprovisionaban sus viviendas en espera del temporal.
   Fue en este escenario de tormentas, niebla e insolaciones que Juan Crisóstomo sentó sus reales sobre la tierra y se apoderó de todo.
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   La mujer venida de las praderas infinitas donde el albor es naranja y la luna se le parece, la de labio grueso y pierna prieta, atractiva como ninguna otra gracias a su color canela claro y sus intensos ojos de ébano, ojos de tinta negra, cocía papas saladas y fideos, mientras su esposo, Aquilino Mejía, miraba extrañado el turbión de agua escurriendo del cielo.
   -Qué barbaridad mija. Nunca había visto llover de esta forma tan terrible. Doce días han transcurrido y el sol macilento; esta bruma, no una bruma cualquiera sino algo viscoso, profundo, húmedo, pegado a las montañas, esa llovizna pertinaz que permanece luego de la lluvia, estos aguaceros. ¡Qué aguaceros! Qué torrenteras como si el firmamento se hubiese roto. ¡Qué neblinas, brumas gruesas y mohosas!
   Impregit Girola Lodigliani contrató este obrero, uno entre los cinco mil quinientos veinte requeridos para la obra. Con el empuje y el orden de toda empresa europea, Impregilo –compañía italiana cuyos accionistas principales eran la Fiat y el Vaticano–, atacó las imponentes montañas por todos los costados: un equipo de tuneleros con taladros, dinamita, chorros de agua a presión; un frente de maquinistas con sus bulldozeres, ulpas, retroexcavadoras y cargadores, abrían carreteras y rebanaban los cerros; un grupo de maestros de obra e ingenieros, quienes distribuidos en varios lugares, edificaban casas, oficinas, tendían redes de agua, luz y comunicaciones, organizaban la gigantesca mezcladora de cementos y gravas que hormaría las cavernas, los diques y el muro de contención. Otros, descuajaban la montaña buscando las arenas y arcillas, las minas de piedra, los emplazamientos aptos para instalar los puentes provisionales. En fin varios miles de hombres-hormiga, jerarquizados a la perfección, quienes un lunes cualquiera se tomaron veinte kilómetros a la redonda para desafiar las borrascas inimaginadas de los ríos, las laderas gigantes cortadas como con el alfanje de Dios, la selva impenetrable, y el futuro inmediato de esos pueblos, pueblos que comenzaron a teñirse de púrpura y milagrerías con la presencia de Juan Crisóstomo.
   Aquilino llevaba tres meses largos metido en socavones húmedos. Turno a turno se enterraba en el vientre de la tierra, y día a día se tornaban las labores más asfixiantes y peligrosas… uno de sus amigos recién conocidos, Jorge, murió aplastado bajo un derrumbe de casi catorce metros cúbicos de lodo, piedra y agua.
   El avance de los trabajos se perjudicó; la lluvia sólo pararía después de tres meses. Los europeos sabían de antemano que durante varios años lucharían contra el agua viniese de las nubes o corriese por el fondo del cañón que encajonaba el torrente; y nada, ni la muerte, ni el verano pavoroso que liquidaba las cascadas y ahogaba los nacimientos cristalinos, ni los derrumbes, nada detendría su empeño de dominar la naturaleza. Por tanto: a seguir clavado en las oquedades si se quería comer. Cierto, la paga era comparativamente buena respecto de otras empresas pero el cansancio de Aquilino Mejía, después de cada jornada, le tiraba a la cama casi sin ganas de alimentarse. Deseaba dormir, dormir, dormir para siempre.
(Extractos de la novela “SU REVERENCIA: Pasión y Guerra” / 2015)

Lluvia, por JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GARCÍA.



Lluvia es lo efímero descendido,
la gota, el compás del nevero,
el sudor atormentado de los arroyos.
Lluvia es la fe del venero,
lluvia, las acequias del campo en su caudal.
Cuando se arroja al agua, es Venecia y compás,
en el blanco de la nieve, brisa y escarcha,
en el arranque del cielo, goterón,
lluvia eres tú.

Lluvia vocal, por ANA BELÉN HERNÁNDEZ CRUZ.


Delicada gota de lluvia,
recogida de lo más profundo del mar
caída de la más alta catarata,
salada húmeda y vocal.

Oscuro día que mana en tus cuerdas,
aquellas que es difícil saber cortar,
por miedo a cristalizar, caes de lo más alto,
débil pero aún así decidida,
en cuestión de segundos te deslizas
por aquel túnel hambriento de soledad.

Vuelves a brotar frágil de nuevo
y con un suspiro remanente del lagrimal,
limpias el alma de mi congoja,
brillas en el rostro
que da aliento a un nuevo despertar,
conminando a la cuerda floja
sin miedo a estallar.

Luna en los charcos, por GLORIA ACOSTA.



Manuel no pudo celebrar su décimo octavo cumpleaños. Llovía sin parar cuando lo enterraron.
—¿Por qué es tan raro ese niño madre?
— Pobrecito, acaba de perder a sus padres y sus tíos han sido muy buenos trayéndolo al pueblo. Anda, sal a jugar con él, debe sentirse muy solo.
    Ese día no jugamos pero sí todos los demás.
  Con doce años las estaciones eran anchas y caudalosas como el río que rompía la monotonía de los veranos de nuestra infancia, pero el agosto de Manuel fue el más novedoso de mi vida.
— Bajo al río a refrescarme, ¿vienes?
— No.
   Y se quedó mirándome desde la puerta del tío Siverio, porque allí todos nos llamábamos tíos y primos. Cosas de pueblo.
— No se lo tengas en cuenta Julia, en la ciudad los niños apenas salen a la calle, y su madre tuvo tantos abortos...
   Las niñas de mi pueblo escupíamos en la explanada de tierra que había detrás de la iglesia. Nos poníamos en fila junto a los chicos y tomábamos carrerilla hasta la línea marcada en el suelo, para lanzar lo más lejos posible nuestros escupitajos, mientras Santi en su silla de ruedas, hacía de juez si había que dirimir algún empate. Era el único del  grupo que no participaba porque la polio se había portado muy mal con él. Pero era implacable y todos respetábamos su decisión. Las niñas de mi pueblo cazábamos ranas y lagartos para luego abrirles la barriga y ver cómo latía el corazón. En mi pueblo no había niñas y niños, había la pandilla.
— Julia, pareces un muchachote, deberías ponerte un vestido y venir el domingo a misa.
  En los pueblos los curas siempre eran así de entrometidos.
  El segundo día del agosto de Manuel, descargó una fuerte tormenta. El cielo se oscureció y al instante el ruido de unos truenos destapó la caja de una lluvia gruesa primero y aterciopelada después. Aquel era mi momento preferido. Salía descalza al patio trasero a recoger la ropa que se arremolinaba con el aire y se agarraba con fuerza a los tendederos y cuando el espacio quedaba despejado abría los brazos saltando en los charcos y sacando la lengua para regarla del agua bendita de Dios.
— Sólo el agua bendecida en la Santa Madre Iglesia por un sacerdote, es agua bendita, Julia.
   En los pueblos los curas siempre decían esas pamplinas.
  Empapada de risa y jolgorio descubrí a Manuel espiándome por la ventana de la casa de su tío y le hice señas con la mano para que viniera. Al principio se escondió ruborizado pero luego la puerta se abrió y se acercó despacio permaneciendo quieto a mi lado. Le apreté las  manos y dimos vueltas como un tiovivo de feria hasta que caímos al suelo con algazara de niños y regañina de adultos.
   Los siguientes días del agosto de Manuel transcurrieron serenos y diáfanos. La nube temerosa que lo envolvía fue despejando y trajo consigo un alma libre, un corazón grande y un cuerpo hermoso.Y fuimos inseparables. Del río al viejo aserradero, de la plaza al altozano en carrera alborozada que nos lanzaba sin aliento a rodar por la hierba pendiente abajo. Algunas tardes bajo el sopor lento de un pueblo en siesta, nos escurríamos en silencio hasta la carretera del cementerio. Cuando Teresa, Román y las gemelas nos acompañaban, nos insuflábamos de valentía recorriendo la pendiente bordeada de cipreses para alcanzar el portalón de hierro que nos invitaba a  traspasar la frontera de los vivos. El bombeo de los corazones nos cargaba de una adrenalina difícil de renunciar cuando jugar allí al escondite se convertía en un emocionante reto. Repartíamos la suerte y el que se la quedaba escondía el rostro entre las manos y contaba hasta diez muy despacio. Los demás nos desperdigábamos buscando un lugar tras una estatua, un panteón o un pino y agazapados en silencio sentíamos el viento caliente  soplar en nuestras cabezas al ritmo del fragor azogado del pecho que parecía anunciar en un redoble, la entrada de algún alma al purgatorio. El vaho de un espejismo siempre provocaba el grito y todos corríamos cuesta abajo sin volver la vista hasta acabar resoplando en los jardines de la plaza chica.
   Pero la lluvia, esperada y agradecida, nos proporcionaba los mejores encuentros. Era escucharla y salir en alborotado frenesí a restallar charcos hasta el anochecer, remover el barro y embarrar las caras haciendo muecas que espantaban al miedo, trayendo la risa limpia de dos criaturas a la caza de una  inmensidad  de estrellas opalescentes que el reverbero del agua nos regalaba.
   El último día del agosto de Manuel un aguacero no dio tregua durante la mañana, pero el manto sumiso del atardecer nos reunió en el huerto del tío Siverio. La llovizna languidecía con la despedida mientras lanzábamos piedrecillas horadando los barrizales. Emborrachados en agua, mirábamos al frente sin hablar, mientras una obstinada melancolía se nos escurría por el pecho. La luna llena azulaba sus cabellos negros y la humedad de la blusa insinuó la turgencia de mis nacientes senos.  Acarició mi cara y me besó en apenas un roce húmedo. Y salió corriendo. No volvió, ni ese año ni los siguientes. Regresó a los dieciocho para su entierro.
— ¿ Cómo ocurrió, tío Siverio?
— Lo encontró un vagabundo en el suelo, con la cabeza destrozada. Esa noche llovía mucho y no debió coger la moto, pero él siempre decía que iba a cazar la luna en los charcos.