La crisis se produce cuando lo viejo no
acaba de morir y cuando lo nuevo no termina de nacer.
(Bertolt Brecht)
Eché a andar sin tener en cuenta los caminos, salí
huyendo, como saltando al vacío, puede que mi meta fuera la línea roja del
horizonte. No sabría decirte con exactitud por qué salí aquel día tan
repentinamente. Tal vez porque la noche anterior había soñado que bailaba con
pétalos de flores, y me sentía como los samuráis bajo la flor de Kamura. Hice un alto en el parque junto al rincón del
bambú, donde suelen reunirse los pájaros en concierto y hablar entre ellos idiomas extraños,
aquellos pájaros trinaban como gritando, un grito orquestado. Cerré los ojos
para mejor escuchar aquella melodía cifrada ¿qué anunciaban?, inútil
descifrarlo porque yo no podía escuchar nada más que el sonido de mi propio
llanto.
Continué la marcha hasta dejar atrás el asfalto, y una
vez estuve a campo abierto, reparé en una araña que tejía su tela al borde de
un sendero olvidado; me adentré por aquel senderillo cegado de hierbajos y me
dirigí a una pequeña casucha de labranza que se veía en ruinas.
Una silla desvencijada moría de tedio en el zaguán,
como si todavía esperara la llegada de su dueño. Las contraventanas,
claveteadas con viejos y carcomidos tablones, se balanceaban al viento. Las
nubes se fueron agolpando vertiginosamente, el bochorno intenso, unido al calor
asfixiante, presagiaban tormenta, tormenta que no se hizo esperar. Comenzó a
llover como si algo dejado atrás pidiera socorro, como si los siglos no
hubieran de pasar, irremediablemente pasan aunque nos pese.
Entré en aquella vieja casa abandonada
instintivamente, para guarecerme del repentino golpe de lluvia. Una cortina de
agua se precipitaba por el angosto ventanuco mordido de clavos oxidados. Llovía
sobre una jarra de porcelana desconchada, y semienterrada en el suelo.
Dentro, al fondo, un montón de ladrillos y piedras
desmoronadas taponaban una de las puertas de acceso a otras dependencias de
aquella destartalada y fría estancia. Olía a hollín y a humedad, y fuera
continuaba lloviendo sobre las piedras, que mostraban ya su verdadero rostro.
Arreciaba sobre los campanarios, que señoreaban a lo lejos su vertical
fortaleza. Desbordada, el agua, perseguía los guijarros por los barrancos, y
cauces secos, arramblando con todo lo que encontraba a su paso.
Llovía sobre la conciencia de los vivos, y la
desesperación que habita prisionera en el cuerpo del moribundo. Llovía sobre
los tejados, llovía sobre la anciana doliente de su vejez. Llovía sin remedio
sobre las crines sudorosas de los caballos, sobre el puente, sobre las
amapolas, y el trigo por cosechar. Llovía a pesar del sufrimiento, a pesar de
la risa o el llanto llovía. Llovía a pesar de la maldad que habita en el
corazón del hombre, y también, a pesar de la bondad.
Me vi mirando llover como si hubiera estado allí desde
siempre, desde la prehistoria, cuando la tormenta no era más que el enfado de
una diosa caprichosa y nefasta. Y tuve la certeza de que seguiría lloviendo
sobre la tierra, aunque no existiera ya ningún ser humano sobre ella para
verlo. Porque no era el cielo el que llovía, era el mar, que revertía sobre sí
mismo, para recordarnos que no somos más que
una frágil conciencia que se interroga.
¿Acaso la tierra sabía de mi tristeza, conocía mi
pesar, mi desconcierto?
No, Ojos de uva, la tierra no sabe de sus criaturas,
como el espacio no sabe de los planetas. Viajamos solos, y casi a ciegas por el
vasto infinito; aunque formamos parte de ésta nave orgánica que gravita. Y, sin
compasión, cae sobre nosotros la muerte o la vida, sin apenas darnos cuenta.
Miré a mi alrededor, allí no había más que rastros de
vidas pasadas, sobre la repisa de la vieja chimenea: un cuenco de sal
apelmazada y amarilla;(la sal se deja en los lugares que se abandonan, pensando
que alguien pueda visitarlos después) dinteles sin puertas, alhacenas vacías,
telarañas ociosas, puntales que sostienen tejados rendidos, maderas carcomidas.
Todo era abandono. Sin duda, aquellas paredes sabían de oscuridades, de
miserias esperanzadas, porque parecía como si buscaran algo o a alguien en el vacío.
Fuera, continuaba lloviendo, y, yo, allí inmóvil, me
sentía como un caracol cargando con su concha. ¿Qué hacía allí viendo llover?
No sé, pero lo que si sé, es que no siempre llueve igual, y, aquel día llovía
como perdonándonos la vida, poniéndonos sobre las frentes una señal de
purificación, repitiendo una antigua consigna o ley, que habíamos olvidado:
“polvo eres y en polvo te convertirás”. Y claro, después de ésta rotunda
sentencia todo se relativiza, y hasta se cambia radicalmente de perspectiva.
Ya sabes, Ojos de uva, que los poetas somos gente demasiado
sensitiva, nos mata, tan solo, el vértigo de detener la mirada en lo que nos
rodea.
Escampó al fin, ¡qué alivio, después de haber llovido
tanto! Decidí volver, aunque no sabía muy bien como sortearía el barro y, el
lodo acumulado en el camino.
Pero en el momento justo de cruzar el umbral, escuche
por entre aquel montón de escombros apilados, un murmullo, algo que parecía
escabullirse por entre los cascotes. Se me erizó la piel, quedé paralizada por
el miedo, fui girando lentamente la cabeza, conteniendo la respiración, y,
miau, miau, allí estabas tú, Ojos de uva
, diminuta, aterida, con las orejillas expectantes , y los ojillos abiertos
como platos, temblando de frío y de hambre, que apenas podías mantenerte en pie.
–Ven aquí gato- te dije, y juntos, hicimos el camino de regreso.
Ahí estábamos los dos, mujer y gato, volviendo del desconsuelo, del dolor, del desamparo.
Mirando las cosas con ojos nuevos, bajo la misma tierra, y el mismo cielo.
Apenas dos frágiles criaturas. Somos tan vulnerables…se nos hiere apenas con un
gesto, con una palabra, basta la mirada del otro para amar o ir muriendo
lentamente.
Si fuéramos capaces de ser como los árboles: ellos
descifran el idioma de los pájaros, soportan las tormentas, sufren las
inclemencias de las estaciones, son golpeados por las riadas, y a pasar de
todo, sobreviven; van curando las heridas con su propia sabia, mudan la
corteza, y de éste modo van conformando el idioma silencioso de las cicatrices.
Siempre es tiempo de emprender el camino de regreso,
de comenzar de nuevo. Salvemos pues, lo que nos quedó del último naufragio, y
emprendamos de nuevo la travesía. Aquí no hay barcos naufragados, lo sé, pero
aún si los hubiera, serían como esqueletos de ballenas varadas; blancas osamentas expuestas al sol, y al
arbitrio de los vientos.
Vamos, mañana será otro día.