Así me lo contó mi abuelo:
—Aquella
mañana de verano, calurosa y silenciosa, solamente rota la quietud por los
hombres que partían hacia la vega al despuntar el día, fue después uno de esos
días que parecen cambiar el rumbo de la vida.
»Por el
camino que viene y lleva a Wadi Ash, o Guadix, como les gusta llamarla a los
cristianos, los cascos de una cincuentena de caballos y el golpear de sus
lanzas de otros tantos soldados de a pie, despertaba a su paso a los zagalillos
que no sabían de madrugar ni tan siquiera en días tan calurosos. Algunos viejos
que nada tenían ya que perder y la algarabía inocente de los niños, salían a
recibir a los soldados que de seguro no traerían nada bueno al pueblo.
»Al
frente de la comitiva, con su pecho rebotando los destellos al reflejo de los
rayos que aparecían por el costado del Jabalcón, un capitán cristiano cruzaba
tras un estandarte la incipiente calle entre impávido y altivo. Al pasar ante
la chiquillería y ver como los saludaban con gran algarabía, los miraba de
reojo y con muecas de simpatía fingida, a la vez que lo hacía con semblante
autoritario a las mujeres que sólo asomaban su cara por entre las cortinas de
las puertas de sus cuevas con evidente miedo en sus rostros.
»Luego
contaron de aquel soldado de piel muy rara, que la tenía del color del trigo
muy tostado y un acento que en nada se parecía a los de las tierras españolas;
que era una mezcla parecida a lo que saldría de un castellano y una mujer de
raza desconocida; que venía o se dirigía a las altas montañas de las Alpujarras
donde se habían sublevado los moros y que aún arrastraba con él los aromas de la sierra y el olor de la sangre de las batallas en sus
narices. También y sólo un poco más lejano, el pensamiento de su vida en Perú,
su paso por Panamá, Cartagena de Indias —donde decían que dejó a alguien con
los ojos mojados— y luego ya en la piel de toro, un largo peregrinaje por los
diferentes lugares de la Corte. Pero sin éxito, que el color de su piel no le
ayudaba.
»El sol,
con su enjambre de rayos, tostaba sólo las partes de sus mejillas al pasar
entre el enrejado
del casco. Decía que sabía que Dios miraba de frente a los hombres, y
que en su infinita sabiduría, había elegido el Reino Español para proteger y expandir la fe
cristiana por todo el mundo: empezando por aquí, siguiendo por las Indias y
acabando en cualquier sitio donde diera
el sol —el mismo que nunca se
ponía en el Imperio—, o donde sólo Él sabía. Y que para eso debía de machacar a
todo infiel, o sea, a los no católicos, pero sobre todo a los sarracenos.
»Algunos
de esos soldados eran de los que años antes habían
asolado los campos de cultivo de Galera con sal, matando a hombres, mujeres y
niños, a las órdenes de don Juan de Austria y de lo que parecían sentir una
cierta vergüenza al ver como los trataban estos otros moriscos; otros hablaban
de cómo en la fortaleza de Serón fueron batallados igual que antiguamente en la
propia de Zújar: con mucho arrojo y valentía, pero que de nada les había valido,
pues ya estaban camino de la tierra de sus antepasados.
—Hasta
las mujeres nos asombraron a los cristianos con su infinito coraje. Aquéllas no
eran las criaturas débiles y consentidas de tantos relatos fantásticos. Una vez
más, el elemento sorpresa ayudó a las mujeres de Galera a que lograran
restarnos al menos cien hombres a las fuerzas del capitán… Y aunque al final
todas sucumbieron, lo hicieron con espadas y dagas en las manos…
Y es que esta tierra es tierra de guerreros.
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