Las primeras
luces del alba pronto vendrían a desalojar las tinieblas que se cernían, noche
tras noche, sobre los arrasados campos de batalla. La pertinaz lluvia no dejaba
de caer desde hacía más de una semana, sacando a la superficie de las
desvencijadas trincheras de vanguardia los destrozados cuerpos de los
desdichados, miembros amputados por doquier por el incesante martilleo de los
cañones, almas arrancadas de cuajo, sin preguntar, y que vagaban sin dirección,
buscando una razón para tanta sinrazón. Cada mañana no era sino el preludio de
una nueva tragedia, alimentada a base de escaramuzas, un toma y daca continuo,
avance y retroceso de líneas, que no era más que una estratagema de desgaste,
un medido plan para que las desmoralizadas tropas francesas sucumbieran ante el
poderío de la engrasada artillería alemana.
No obstante, un suceso singular había
introducido un nuevo factor en la ecuación bélica. Una repetitiva sucesión de
sanguinarios y silenciosos asesinatos nocturnos en primera línea habían generado
desconcierto entre las tropas alemanas. La mayoría a duras penas podían asumir
que su vida pendía de un hilo a cada nuevo embate del enemigo, pero al menos
podían verlo, mirarle a los ojos en el cuerpo a cuerpo. Pero cuando tu enemigo
es invisible, cuando no sabes a lo que te enfrentas, cuando ni siquiera puedes
entender la naturaleza ni motivación del agresor, el miedo se apodera de ti, te
atenaza, rechazas la confrontación por saberla perdida de antemano. Y ese
oscuro y obstinado repiqueteo de tambor, ese tono cadencioso que acompaña a
cada nueva carnicería, se convirte en el símbolo del emisario de la muerte.
Durante aquellos meses de otoño de 1917
algunos no soportaron aquella presión, y a pesar de estar acostumbrados ya a
convivir con el terror de esta carnicería, se vieron incapaces de afrontar su
propia cobardía, por lo que, enajenados, evitaron enfrentarse a la situación.
Antes de verse hundidos en el barro de aquellos hoyos inmundos, esperando a que
un inmisericorde ángel vengador les exterminara, se volaron la tapa de los
sesos. Era muy sencillo, tan sólo tenían que apoyar el fusil en el suelo,
sujetándolo con las piernas, el cañón en la boca, y con el pulgar del pie
desnudo, sacar el aplomo suficiente para despedirse con deshonra de este mundo.
Este no fue el caso del soldado Tobias
Schmidt. Su patriotismo se mantuvo en una clara línea descendiente desde que se
alistó. Sus iniciales ímpetus juveniles, alentados por la propaganda, fueron
cayendo paulatinamente en picado. ¿Cómo era posible que la muerte de una única
persona en aquella ciudad de los Balcanes hubiese desatado tal holocausto?.
¿Por qué una generación entera de alemanes tenía que regar con su propia sangre
los yermos campos franceses, para mayor gloria del Kaiser?. La idea de dejarlo
todo, de marcharse a la mínima ocasión, ya le rondaba la cabeza cuando aquella
tarde el sargento le indicó que le tocaba hacer guardia nocturna en las
trincheras de avanzadilla, aquellas a las que nadie quería ir porque la mayoría
ya no volvían. Pero no fue el miedo a la muerte lo que le conminó a no
presentarse, sino la firme convicción de que su muerte sería absolutamente
baldía.
Así se lo confeso a su amigo Otto. Se
conocieron en la división, y desde el primer momento se convirtieron en uña y
carne. Juntos, espalda contra espalda, se habían salvado mutuamente la vida en
más de una ocasión. Así que cuando le confesó que lo dejaba todo, que no podía
soportar ni un solo día más aquel infierno, Otto se sintió abandonado, no
decepcionado. Nadie mejor que él sabía cómo lo habían pasado durante más de
tres años de lucha sin cuartel, de pulgas, rancho inmundo y pocas o nulas
esperanzas de salir de allí, no digamos ya con vida, al menos de una pieza.
Así que cuando al día siguiente
encontraron a Tobias escondido en un bosque cercano, en la retaguardia. Otto se
echó a llorar como un niño. Y ante su asombró asistió a un cambio insospechado
de actitud de su amigo, que asumió con entereza los cargos de cobardía y
deserción. Este gesto caló hondo en la conciencia de sus compañeros de
división, con los que tantas veces había combatido, codo con codo, dando prueba
de una heroicidad irreprochable. Así que tras el juicio sumarísimo, quedó visto
para sentencia, que no fue otra que morir fusilado al terminar la siguiente
madrugada. Otto fue uno de los elegidos para conformar el pelotón. ¿Quién se
atrevería a apuntar al pecho a un compañero de armas que le había salvado la
vida en más de una ocasión?. ¿Cómo era posible que sus propios mandos optasen
por un castigo ejemplar tan descabellado, precisamente con aquellos que
mandaban día tras día al matadero?.
La arenga del general de brigada Metzger,
encargado de mandar el pelotón de fusilamiento, fue la mecha incandescente
necesaria para que el polvorín estuviese a punto de estallar.
―
Camaradas, tenéis ante vosotros a alguien que ha deshonrado a nuestra patria,
pisoteado el uniforme de nuestro amado ejército, defraudado a nuestro venerado
Kaiser y a todos los buenos alemanes que han puesto su confianza en nosotros
para hacer de Alemania la gran nación que es ― vomitó Metzger a los cuatro
vientos mientras los doce ejecutores se situaban frente al reo.
No cesaba de llover y los pies de
aquellos hombres se hundían en el barrizal. No habían comido desde hacía dos
días, pues la artillería francesa estaba castigando la retaguardia y no habían
llegado los suministros. El agotamiento y la ansiedad se cebaban con cada uno
de ellos. El intenso olor a azufre de los gases tóxicos les quemaba las
entrañas. Esa semana era el tercer compatriota que se ejecutaba, y un
sentimiento de desolación y desconcierto comenzó a sobrevolar toda la compañía.
Además, precisamente el mando al cargo en
esta ocasión era especialmente odiado por cómo dirigía la tropa, con desdén y
despotismo. Alguno contó que en otra compañía dejó a sus hombres con el culo al
aire, cuando tras mandarlos avanzar a base de silbato, estos fueron rechazados
por el enemigo, bien pertrechado de ametralladoras, por lo que ante la masacre
de la que eran objeto, optaron por replegarse, siendo entonces bombardeados por
su propia artillería, a demanda de Metzger. Tan sólo unos pocos volvieron para
contarlo, gravemente heridos. Hubo una investigación de lo sucedido, quedando
aquel impune, alegando que el objetivo marcado era prioritario y que sus soldados
no obedecieron las órdenes recibidas, así que, para infundirles algo del coraje
perdido de forma “momentánea” en la ofensiva, tuvo que disparar sobre ellos
para que volvieran al ataque.
― El
soldado Schmidt, con este acto de cobardía, con esta felonía a lo más sagrado,
nos ha deshonrado. Y por este motivo, os he elegido a vosotros, los más
valientes, los que habéis demostrado coraje en el campo de batalla, para que lo
último que vea este cobarde sea soldados valerosos. Habría sido más honroso
para él morir bajo las balas del enemigo, pero será finalmente el plomo alemán
el que lo atraviese, para mayor deshonra de los suyos.
Esta grandilocuencia sin sentido, este
patrioterismo exacerbado, actuó de resorte en las cabezas de sus compañeros de
filas. Mañana podrían ser ellos mismos los que estuvieran del otro lado del
fusil. Se miraban los unos a los otros, no era necesario pronunciar una
palabra, un sentimiento único les embargó al momento, calando más aún que la
lluvia.
―
¡Pelotón!. ¡Alinearse para la ejecución!
Con desgana, los doce hombres se
colocaron en dos filas, a tresbolillo. Algunos temblaban porque, a pesar de que
habían matado hombres a puñados en aquella guerra sin cuartel, era la primera
vez que se enfrentaban a algo así.
― Soldado Schmidt, ha sido acusado de
deserción y traición a la patria, y sentenciado a ser pasado por las armas.
¿Quiere que le vende los ojos? ― preguntó el oficial sin mostrar ningún tipo de
sentimiento. La respuesta fue un movimiento de cabeza del ajusticiado, negando.
Mientras le ponía, cogido a la casaca con un imperdible, un trozo de papel
blanco en el pecho, miró fijamente a los ojos del reo, el cual le aguantó la
mirada, destilando una mezcla de congoja y liberación, que dejó indiferente al
justiciero. Este se apartó unos metros hacia atrás y hacia un lado, para seguir
con el protocolo.
Los primeros rayos de sol aparecieron
tímidamente tras la colina, y por un momento, el implacable aguacero remitió su
incesante repiqueteo sobre los cascos abollados.
― ¡Pelotón!. Preparados. ¡Carguen!.
¡Apunten!
Los
avezados soldados a duras penas mantenían su arma equilibrada. Las gotas que
ahora recorrían las mejillas de Otto no eran de lluvia precisamente. Una muerte
más, entre tantas miles, no parecía tan importante, pero en esta ocasión, el
objetivo no era un francés tratando de cortar la alambrada, o a punto de lanzar
una granada de mano sobre su posición, sino su amigo. La insensatez se había
apoderado de todos y cada uno de los que se encontraban atrapados en este
conflicto.
Por fin
se oyó la orden definitiva:
― ¡Fuego!
Eran
apenas unos metros de distancia los que separaban al reo del pelotón. Volvió la
lluvia, esta vez de balas, a recorrer el campo de batalla. Al momento, Schmidt
cayó de rodillas, pensando que por alguna razón, todo aquel plomo había
penetrado en su cuerpo de forma indolora, gracias a Dios, y que en breve su
alma se encontraría con la de sus queridos abuelos. Pero no, el papel estaba
integro e impoluto. Inexplicablemente, ninguno de los proyectiles le rozó.
Por un momento, Metzger no supo que pensar
ante un suceso tan extraño. Era imposible que doce hombres, simultáneamente,
fallaran una diana a esa distancia. Al momento entró en cólera, y como un
energúmeno, se abalanzó sobre la tropa, profiriendo toda clase de insultos.
― ¡Malditos bastardos, mentecatos,
hijos de la gran puta!. ¿Cómo os atrevéis a no obedecer una orden?. Sois tan
cobardes como el cabrón que ahora mismo debía yacer sobre este inmundo lodo.
¿Dónde están la gallardía y el honor?.
Los hombres aguantaban estoicamente
los insultos y el insufrible hedor que profería aquella boca. En su locura, el
oficial cogió la bayoneta de Otto, y señalándoles y agitándola ante sus caras,
les amenazó:
― Voy a pedir que os fusilen a
todos, panda de gallinas cagonas. No voy a consentir esta insubordinación. Pero
antes acabaré el trabajo yo mismo.
Con paso firme, se dirigió al
condenado, mientras extraía su Mauser de la funda. Otto lo siguió con la
mirada, sabiendo de sus intenciones, y empuñó su arma. Su compañero le sujetó,
sería un gesto noble para salvar a un amigo, pero estúpido e inútil, pues de
hacerlo, los dos estarían muertos aquel día. Sin ningún tipo de escrúpulo, se
disponía a dar el tiro de gracia. Quitó el seguro, puso el cañón a apenas unos
centímetros de la sien de Schmidt, y apretó el gatillo.
Un segundo suceso inusual tuvo
lugar. El arma se encasquilló. No podía creerlo, aquel condenado tenía más
vidas que un gato, debía contar con algún tipo de protección divina, pensó.
Pero obstinado, tras varios golpes consiguió desatascarla, disparando un tiro
al aire para asegurarse antes de volver a intentarlo y no quedar de nuevo en
ridículo.
El eco de aquel disparo impidió a
todos escuchar el estruendo producido por una batería gabacha que en ese
momento lanzaba un obús. Un silbido surcó los campos y, al momento, la ojiva se
estrelló contra el suelo, creando un inmenso cráter justamente en el espacio
comprendido entre el pelotón y los dos hombres. La metralla se desperdigó en
todas direcciones en varios metros a la redonda, y un alud de tierra y fango
cayó sobre todos. Tras el desconcierto inicial, recobrado el sentido del oído
tras el estruendoso impacto, se oyeron lamentos. De los doce hombres, cuatro
habían muerto al instante, otros cuatro se encontraban con alguno de sus
miembros arrancados de cuajo, y los otros cuatro vivían de milagro, eso sí, con
esquirlas de metralla por todo su cuerpo.
Al otro lado del boquete, el
panorama era también desolador. El cuerpo de Metzger yacía boca abajo sobre un
charco de sangre y vísceras. Ni rastro de Schmidt, parecía que se había
volatilizado con la energía del proyectil. Pero no. Sólo unos segundos después,
el destrozado cadáver del oficial pareció cobrar vida repentina, se movió como
convulsionando, rebotando una y otra vez contra el suelo, hasta que cayó de un
costado. De entre el mondongo rezumante de aquel guiñapo en que se había
convertido Metzger, emergió la figura del que se negaba a morir aquel día en el
campo de batalla. Su ejecutor fue el parapeto perfecto, su sangre era su agua
bautismal, había vuelto a nacer de las entrañas de aquel que quería a toda
costa arrebatarle la vida.
Otto se dirigió a él con una sola
palabra:
― Huye.
Se levantó, miró hacia sus propias
líneas, comprendiendo que ya no podía volver en esa dirección. Tomó del suelo
el casco y el fusil de uno de sus desdichados compañeros de ejecución, saludó a
Otto colocando dos dedos sobre la sien, y arrastrando los pies tomó rumbo hacia las trincheras enemigas.
“Mejor prisionero que fiambre”, pensó.
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