La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

miércoles, 8 de noviembre de 2023

EN LA CRIPTA DEL MAESTRE, por Carmen Hernández Montalbán.


 

Dentro de la iglesia del Monasterio del Sr. San Francisco de Guadix flota una niebla de incienso. Numerosos clérigos y vecinos se han congregado para dar el último adiós al gran Maestre de Campo don Lope de Figueroa y Barradas. Largo ha sido el camino que el capitán Miguel Ferrer ha tenido que recorrer desde la villa de Monzón de Aragón para dar cumplimiento a la voluntad de don Lope. El hijo pródigo de los Barradas viene a descansar en la capilla de su familia. El féretro, cubierto por las insignias de los caballeros de Santiago y de las personas que mueren al servicio del rey, es conducido a hombros por su hermano, el regidor don Fernando de Barradas, el propio capitán Ferrer y otros deudos hasta el altar mayor del templo. Allí, hincados de rodillas se hallan las figuras marmoleas de sus padres y abuelos en actitud orante. Tras el redoble de tambores a las puertas, las notas de un viejo órgano dan paso a la comitiva de religiosos con el obispo a la cabeza. Los frailes franciscanos portan hachones encendidos. Los hidalgos y cristianos viejos delante, los esclavos detrás. En un rincón apartado, una morisca de su casa solloza.

Terminada la Misa fúnebre, el ataúd es introducido en el interior de la cripta por dos frailes, que la depositan junto a otra de plomo de grandes dimensiones. La tumba queda sellada finalmente por la lápida de mármol. En el templo, ya desalojado  de gente, rechinan los goznes de la puerta al cerrarse y los frailes van apagando velas y hachones hasta que el silencio y la lobreguez reinan en él, sólo el tiempo va transcurriendo inexorable como en un reloj de ceniza. En el interior de la cripta alguien está hablando, aunque los vivos no lo sepan.

-¿Qué silencio es este don Miguel? Qué oscuridad…  ¿cómo es que los huesos no me pesan? Este olor me resulta familiar, aunque encubierto por el otro de la humedad y la rancia podredumbre. Sin embargo, este olor… es el olor de la memoria. Huelo al sudor de mi padre; aquel hombre inquietante de genio temible del que nunca recibí el menor gesto de afección. Huelo al herrumbre de las armas, a la pólvora que de seguro llevo entremetida en las uñas y hasta la leche de mi madre me parece tener en las narices ¿Dónde estoy capitán Ferrer?

El maestre de campo, tras una pausa, escucha un rebullir de huesos junto a sí, como de gato encerrado.

-¿Sois vos don Lope? Le responde una voz conocida de criatura magullada

-¡Martín! ¿Qué haces aquí?

- ¿Y vos lo preguntáis? Soy uno de los mártires fritos de las Alpujarras, uno de los que vos dispusisteis fueran traídos desde Huécija hasta el monasterio de San Francisco de Guadix.

- ¡¿Cómo?! ¿Es posible que estemos en Guadix? ¿Y dónde está el Capitán Ferrer?

- Don Miguel marchó, una vez que vuestros restos fueron depositados en la cripta de la familia Barradas y, cumplida su misión, nada lo embarazaba aquí.

- Mis restos…, ¿acaso estamos muertos y en Guadix? Ahora comprendo este sosiego, esta liviandad del cuerpo…, de ahí este tufo tan familiar… al cabo hemos vuelto ambos al lugar donde hace tantos años nos despedimos…, pero, dime ¿Cómo es eso de que eres uno de los frailes martirizados por los moros que yo mandé traer desde Huécija?.

-¡Ay don Lope, qué triste fin el mío! Vos y yo siempre fuimos dos almas sedientas de aventuras; más nos hubiera valido quedarnos en Guadix y acatar el destino que se nos tiene reservado a los hijos segundones de las familias nobles, el de abrazar la vida religiosa. Pero vos y yo siempre fuimos dos rabos de lagartija, dos manojos de nervios con demasiados pájaros en la cabeza… ¡De cuántas calamidades nos hubiéramos librado, de cuántos percances y fatigas desde aquel día que nos despedimos aquí…!, Vos, decidido a desertar de novicio franciscano, partisteis hacia el puerto de Almería para embarcaros en aquella nave con destino a Genova, para ir después a Milán y alistaros en el Tercio de Lombardía, como supe más tarde. Yo permanecí aquí todavía unos meses y fui testigo del disgusto de vuestros padres con motivo de vuestra marcha; en especial el de vuestra madre, doña Leonor, que lloró amargamente vuestra ingratitud por haber rechazado la vida religiosa y todos sus esfuerzos por procuraros acomodo y un porvenir apartado de peligros…, pues sabed que vos siempre fuisteis el ojo derecho de vuestra madre, don Lope.

- Bien lo sé, Martín, bien lo sé…, pero ¡dime de una vez! ¿Cómo es que acabaste en aquella alberca de aceite? Siempre has sido hábil para enmarañar el relato hasta lograr que uno pierda el hilo y acabe enredado en él…

- Aunque fui interrogado varias veces por vuestra familia y, aun amenazado por la mía como si fuera un rufián de baja estofa, nada pudieron sacarme, salvo lo que vos me habíais dicho aquella tarde aquí; que os marchabais del monasterio a la mínima oportunidad para alistaros en los Tercios. Mis padres ya no fiaban de mí y para tenerme bien vigilado me mandaron a Huécija con un primo de mi padre que era fraile en el Monasterio de San Agustín de aquella villa, Fray Toribio de Careaga. Allí pasé mis días sin apenas venir a Guadix, salvo un par de veces por Pascua de Navidad. Aquí oí decir a mi padre que el vuestro había sabido de vuestro paradero por una carta que le envió el Duque de Sessa, desde Milán. Entonces, me sentí como una gallinaza comparado con vos, por no tener la valentía de haberos acompañado, don Lope. ¡Cuántas aventuras habréis vivido y cuantos percances habríais sorteado siendo como erais entonces, apenas un muchacho imberbe…!

- Muchas, en verdad…, pero ¡¿Quieres ahorrarte el “don”?!, se me antoja raro viniendo de ti, ¿acaso has olvidado que juntos hemos echado los dientes? Pasé muchas fatigas Martín. La primera de ellas, cuando embarqué en aquel cascarón podrido y plagado de ratas que me llevó a Génova, en él casi vomito las mismas entrañas. Poco se puede contra las fuerzas de la naturaleza si no es sobreponerse a sus zarandeos. Yo había resuelto escapar de las garras paternas a como hubiere lugar, que Dios lo tenga en la gloria y lo sepa perdonar. Mis padres nunca admitieron mis amores con María… “¡holgar con ella sí!, pero no albergues por la moza ilusiones que vayan más allá del trato carnal!” – exclamaba lleno de cólera cuando supo por mi hermano que yo le había dado palabra de casamiento… -“¡No ha de mancharse mi linaje con la sangre de la secta de Mahoma!”- reponía pleno de soberbia… Pobre María, amenazó con venderla al mejor postor… y yo, viendo su mal, me consumía de rabia e indignación… ¿Qué sabe el corazón de pureza de sangre?¿No había nacido María en la fe de Cristo? de padres humildes, criados de nuestra casa, de abuelos musulmanes, sí, pero cristianados… ¿No habíamos aprendido juntos la doctrina desde niños y a la par?

Pues a pesar de todo, aquel amor dio fruto, como supe después por mi madre, a los nueve años, tras la muerte de mi padre. Él no hubiera permitido que la noticia trascendiera… La pequeña Jerónima fue depositada en el Convento de la Concepción…, pobre hija mía…, de haber sabido de su existencia no hubiera emprendido la huída, tal vez, ¿Quién lo sabe?  El caso es que en este primer viaje lo pasé de polizón, con una mano delante y otra detrás, como quien dice…, a las tres jornadas navegando no pude soportar el olor hediondo de mi propio vómito y de las continuas cagaleras que me provocaban los vaivenes de la embarcación. Así que, una noche de mar calmo, subí a cubierta a tomar el aire y de paso llegarme a la bodega por ver si podía procurarme un poco de alimento y agua dulce que beber. Una vez en cubierta sentí frío y me cubrí con un desgarro de vela aprovechando la oscuridad y me refugié en un rincón.  Tuve la gran suerte de quedarme dormido. Ovillado sobre mí y entre el lino desgarrado de la vela, me encontró Bartolomé Veneroso, un mercader de paños genovés que viajaba en la misma galera. Y digo suerte, porque de no haberme vencido el sueño, tal vez hubiera regresado a mi guarida inmunda. Pero Micer Bartolomé se apiadó de mí cuando supo de mi condición de polizón y me permitió quedarme en su camarote y dormir en el suelo, sobre un burujo de lana de las que había comprado en la vecina ciudad de Huéscar, no sin antes apremiarme para que me aseara y me vistiera con una muda limpia de las que llevaba. Y a la sombra de este hombre generoso llegué a Génova sin mayores contratiempos...

En este mundo de oscuridades, las ánimas de fray Martín y don Lope conversaban de manera intermitente; alternando los silencios de duración indefinida, pues el tiempo aquí no tenía medida y no se sabía si eran segundos o siglos los que mediaban entre sus pláticas. Las misas por sus respectivas memorias y las de sus ancestros, se sucedían año tras año en el mundo de los vivos. Fuera todo mudaba a una velocidad vertiginosa, los capellanes perdían el recuerdo de las almas sufragáneas de sus rezos conforme pasaban los siglos. Los amigos y deudos que acudían a los oficios, ya no recordaban los nombres de los enterrados en la cripta y tenían que leerlos en las lápidas. Pero dentro de ella, los difuntos seguían su coloquio, como dos viejos amigos que se encuentran después de mucho tiempo.

- Y dime pues, Martín, tú que conoces mejor que yo el trasiego de las ánimas, ¿cómo es que mis padres y abuelos no participan de nuestra conversación, si están tan muertos como nosotros?

- Creedme, Lope, que no lo sé, pues como vos estoy en esta ignorancia que me inquieta y angustia al mismo tiempo. Tal vez sea que ellos ya cumplieron las misas por sus ánimas y Dios los ha acogido en su seno…, acaso sea este nuestro purgatorio… y nuestros espíritus están en tránsito, esperando el descanso eterno o las llamas del infierno…

- ¡Voto a Dios que prefiero mil veces este estado! pues si Dios es servido de llevarnos al infierno, preferible sea que nos olvide en este limbo…, muchos han sido mis pecados y tan cierto no estoy de que me sean perdonados…, tú al menos fuiste hombre de religión, consagraste tu vida al Señor y eres mártir.

- ¡Ay don Lope! Vos no sabéis lo que ocurrió aquella noche de Navidad en Huécija de las Alpujarras. Yo no abracé el martirio gustoso, muy al contrario, tentado estuve de renegar de mi fe cuando vi los atropellos que contra nosotros cometían los de la secta de Mahoma. Yo me hallaba en la torre de la iglesia con otros muchos cristianos, entre ellos mi prima Francisca, una doncella de dieciséis años de quien me había enamorado en secreto. Los allí reunidos, albergábamos las esperanza de que los moros no atentaran contra el templo por ser un lugar sagrado, pero muy pronto salimos de nuestro yerro, cuando vimos cómo  prendían fuego a la torre. Algunos caían desmayados por el espeso humo, otros se precipitaban por el campanario; otros se encomendaban a Dios y esperaban su suplicio y muchos optamos por descender de la torre ayudados por una cuerda, siquiera para escapar de aquel infierno. Pero abajo nos estaban aguardando gran número de la grey mahomética y mi prima Francisca se abrazó a mí presa del terror. Nos cogieron cautivos con otros cristianos que habían logrado salir de la torre y nos encerraron en un calabozo improvisado. A media tarde, entraron algunos moros pregonando repetidas veces la secta de Mahoma, ofreciendo la libertad y la vida a quienes adjuráramos de nuestra fe. Yo miré a mi prima y la animé a renegar con un gesto desesperado, con el propósito de salvar la vida.  Ella respondió que sí, anegada en lágrimas. Pero, si bien los moros creyeron a Francisca y la dejaron en libertad vigilada, no ocurrió otro tanto conmigo, que fui motivo de chanza y escarnio. Nuestros opresores hicieron burla de mi cobardía debido a mi calidad de religioso y después, agarrándome de la cruz que llevaba prendida al cuello, me arrastraron a la alberca de aceite hirviendo, arrojándome a ella sin ninguna misericordia..., decidme ahora mi querido amigo ¡qué fama de mártir he de tener ante los ojos de Dios! Y ante los vuestros: ¿Qué clase de gallina miserable puede compararse a mí después de la confesión que os acabo de hacer...?

Hízose entonces un silencio sepulcral (nunca mejor dicho) que debió durar mucho tiempo, pues en el mundo de los difuntos, los segundos pueden durar meses y hasta años por la hondura reflexiva del espíritu. Finalmente, el Maestre de Campo, don Lope de Figueroa y Barradas, como si apenas hubiera transcurrido un parpadeo para aquellos que hoy leemos esta historia, replicó:

- ¿Y quién soy yo para juzgarte Martín? Yo mismo llevo prendida en la retina la faz de la desesperación de aquellos a quienes arrebaté la vida en nombre de Dios o del rey de Las Españas. De todas las batallas libradas, ninguna recuerdo con tanta viveza como la de Lepanto. En la que rodaron cabezas y miembros de soldados del Imperio Otomano y de la Santa Liga por doquier. Todo aconteció con tanta velocidad que la conciencia no alcanzaba a detenerse en cada vida segada por la espada o destruida por la pólvora. Cerca de seiscientos barcos; seiscientos campos de batallas flotantes se enfrentaron la mañana del siete de octubre del año de Nuestro Señor de mil quinientos setenta y uno, el mayor combate naval de la historia estaba a punto de comenzar. Todo presagiaba la derrota, pues el viento soplaba de levante, agotando a los remeros cristianos, pero el viento cambió bruscamente de dirección forzando a la flota turca a arriar las velas. La Santa Liga pudo entonces situar seis galeazas en la vanguardia y organizar con tiempo la retaguardia. El disparo de cañón de La Real dio aviso a los turcos de la batalla. Las naves otomanas que pasaban junto a las galeazas fueron hechas astillas por los cañones. La roda de la nave Sultana chocó contra el castillo de proa de la Real. Las tropas cristianas al abordaje invadieron la cubierta de la galera turca. Sangre, lamentos, gritos de dolor, trueno de cañones, estruendo de arcabuces, choque de espadas, miradas espantadas de hombres que exhalan el espíritu, espantosa confusión de desechos humano, hombres arrojados al mar pidiendo misericordia…

¡Lepanto, gloria de la Santa Liga, victoria moral y militar, azote de los turcos! Lepanto…, muerte y destrucción en nombre del Altísimo, pesadilla que perdura en la memoria de aquellos que la libramos… Porque es ahora, Martín, en el silencio de la vida y el clamor de la conciencia, que uno repara en la dimensión de aquel horror, de aquella carnicería, de aquellos Caín y Abel multiplicados ¡Cuán alto es el precio de la victoria! Cerca de treinta mil muertos poco más o menos, más de ocho mil cautivos, treinta galeras perdidas en ambas armadas. ¡Decidme entonces si a esto pueda llamarse victoria…!, preferible sería que, en un futuro, los ejércitos sirvieran para protegernos de nosotros mismos, Martín. Esto me lleva a concluir que más loable me parece tu hazaña por la supervivencia que la mía por alcanzar la victoria.

De nuevo se hace el silencio en la cripta. La última reflexión de don Lope reverbera y trasciende. Ya nadie responde ni cuestiona, ya nada se escucha, la paz de la nada lo inunda todo. Acaso sea la nada el regazo clemente del creador. Fuera de la cripta, en el mundo de los vivos es el Día de Difuntos. Las voces corales de los religiosos entonan una plegaria: “miseremini me, miseremini me, saltem vos amici mei...”