miércoles, 14 de marzo de 2018

LUNES DE CARNAVAL, por Pedro Pastor Sánchez.




I
Me quedé sin palabras.
Le observaba y no podía creer lo que estaba viendo. Él, tan comedido en sus ademanes, tan cincunspecto y recatado en muchos aspectos, tan formal y discreto hasta aburrido, diría yo y va y me sorprende con su lado más transgresor e irreverente.
     ―¿Pero de verdad vas a salir así a la calle? ―le espeté inmisericorde mientras contemplaba aquel maniquí desgarbado que se repasaba el carmín con fruición.
            ―Pues sí ―me respondió sin prestarme atención. ¿Pero qué se habrá creido éste? Algo raro estaba ocurriendo. Después de tres años de convivencia, seis de relación formal, no podía ser que así, de repente, una persona cambiase tan rápido.
            ―Pero Juan ―bajé algo el tono para hacerle entrar en razón ―¿tú te has visto bien? Vas a hacer el ridículo así como vas. Y no te digo ya el frío que vas a pasar...
            Es que lo teníais que haber visto. Ese cuerpo de alfeñique estaba embutido en unos panties color carne que soportaban, cual flamenco, la incipiente barriga, rodeada ésta por una escueta faldita plisada en tono rosa palo. La blanca blusa de puño vuelto apeñas podía ocultar la camiseta interior que asomaba por aquellos burdos pechos de plástico. Y para rematar la mamarrachada, un pelucón barato de color platino.
            ―Por lo menos me podías haber pedido permiso para coger prestado mi sujetador, ¿no te parece? ―me estaba empezando a mosquear de verdad, pero no ya por el hecho en sí del inesperado travestismo, sino porque aparentemente le daba igual todo. Nunca se había atrevido a llevarme así la contraria, sin tapujos.
            ―No te importa, ¿verdad? ―fue su respuesta indolente.
            Aquel lunes de carnaval parecía que iba a ser un punto de inflexión en nuestras vidas. Empezaban a cambiar roles tan consolidados como rocas en nuestra relación. Tal vez fuese culpa mía. Los siete años que nos separaban nunca parecieron un problema insalvable, aunque era posible que mi carácter hubiera podido ser un obstáculo para que Juan pudiera expresarse con toda libertad. Sí, lo reconozco, me gusta llevar la voz cantante, en todos los aspectos. De acuerdo, puede que le haya condicionado de alguna manera, pero es que a veces parece tonto. Si no fuese por mí,  habría aceptado aquel trabajo en esa ONG, cobrando una miseria y trabajando incontables horas. O se habría apuntado a ese módulo nocturno para terminar cuidando animales en cualquier perrera. Trabajar de comercial con mi padre en su empresa de recambios de automóvil era lo mejor para él, bueno, para ambos. Un trabajo estable, un sueldo fijo, un buen horario. Además, mi padre lo adora como al hijo que nunca tuvo. Cuando ya no esté, tendremos el futuro asegurado.
            ―¿Y para esto te has pedido la tarde libre, para hacer el tonto por ahí?
            ―¿Tan mal te parece que me divierta de vez en cuando? ―me respondió mientras estiraba la gomilla de la máscara, que terminó ajustando a su nariz. Ese fue el remate, aquellos mofletes sonrojados y las pestañas dibujadas en abanico sobre las hendiduras de sus ojos. Un auténtico e irreconocible mamarracho.
            Pero lo que más me molestó fue su tono hiriente. ¿Acaso quería decir que no se divertía conmigo? Reconozco que a veces soy un poco seca, y que las ñoñerías no van conmigo. Cuando nos conocimos me encantaba su espontaneidad y frescura, esa jovialidad a la que no estaba acostumbrada. En casa siempre estuve bajo el ojo escrutador de mi padre, que nunca me perdonó haber nacido mujer. Con el tiempo, sobre todo una vez comenzamos a vivir bajo el mismo techo, las tareas domésticas, las obligaciones y un cierto hastío nos fue distanciando. En la cama, ya nunca volvímos a ser aquel volcán que lo consumía todo a su paso. Supongo que es normal, ya no somos unos niños. Pero de ahí a dejar caer que soy una siesa...
            ―No, hombre, no ―le respondí mientras recogía la mesa―.¿Has quedado con alguien?― pregunté en tono indisimuladamente inquisitorio.
    ―He quedado con éstos― respondió desabridamente.
            Con “éstos”, me dijo. Ya conocía yo a “éstos”. ¡Vaya recua de haraganes!. Cuando conocí a Juan se me arrimaban como moscones, nunca habían tenido tan cerca una mujer así, exhuberante y experta. Pensaban que era una de esas que se divierten con los jovenzuelos, nada más lejos de la realidad. Panda de moscones. Cuando les dí calabazas a uno tras otro, trataron de sembrar cizaña entre Juan y yo. No lo consiguieron, al contrario, se distanció de ellos. Pero de un tiempo a esta parte, han vuelto a quedar. O al menos, eso es lo que me hacía creer. ¿Pero y si no fuese así? ¿Y si estas últimas salidas no obedecieran a reencuentros con los camaradas? ¿Y si el cabronazo hubiese encontrado alguien más joven, alguna pipiola que le riese las gracias y que le ofreciese algo de carne fresca?
II
            Candela no pudo reprimir el deseo de saber qué estaba tramando Juan, así que, tras dejarse caer por casa de sus padres ―su madre yacía enferma en cama desde hacía algunos meses, la cosa no pintaba bien― pasó por una tienda de disfraces, se compró una capa con caperuza negra y una máscara barata, y se fue directa a la zona de copas por la que sabía que Juan solía quedar con sus amigotes. La algarabía era generalizada. En uno de los locales, al final de la barra, se encontró con la sorpresa.
            «Ahí está, comiéndole la boca a esa guarra, los dos uniformados de la misma manera, seguro que tenían planeado el encuentro desde hace ya mucho tiempo. Y yo, como una tonta...»
            Se tenía por una mujer fuerte, pero aquello la superó por completo. El castillo de naipes se vino abajo de repente, su confianza hecha añicos en un segundo. Salió de aquel sitio con lágrimas en los ojos, le temblaban las piernas, casi no podía respirar, así que llegó a la esquina y se introdujo en el callejón, apenas alumbrado por una mortecina farola. Allí dio rienda suelta a su congoja desmedida. Por su cabeza pasaron tantas cosas. ¿Tendría ella la culpa? ¿Por qué Juan no se había sincerado si realmente había dejado de quererla? ¿Habría posibilidad de arreglarlo, de reconciliarse?
            Si le hubiesen preguntado sobre este episodio, ella no hubiese sabido decir si aquello duró segundos o minutos. El caso es que la pena   dio paso a la rabia, el sentimiento inicial de culpa se transformó en un ánimo de venganza irrefrenable. Y la ocasión se presentó mucho antes de lo esperado.
            En la penumbra se abrió una puerta. Las notas musicales y las luces de colores traspasaron el umbral durante unos segundos. Al dar el portazo, el palpitar del otro lado se podía percibir en el ambiente. Apoyado en la pared, de espaldas a la puerta, la travestida figura prendió un pitillo, y la columna de humo comenzó a ascender formando volutas. El oportuno ladrido de un perro, no muy lejos, acalló las pisadas de Candela, que se aproximó portando en su mano derecha una botella que cogió de un contenedor.
            El estrépito del encontronazo del vidrió contra la nuca del incauto fue seguido de un grito de liberación: «¡Cabronazo!», profirió con todas sus fuerzas.
            No sé quedó a comprobar el resultado de su arranque de ira. Jadeante, separó sus dedos para dejar caer el exiguo resto del casco. Se dió la vuelta y se perdió entre la multitud que recorría la avenida. Deambuló durante un buen rato hasta su casa, con la mirada perdida, la mente abotargada por el impacto emocional. Sin desnudarse, se sentó en la cama, era incapaz de pensar, de expresar ningún sentimiento por lo que acababa de pasar. Pero necesitaba descansar, aunque sus párpados se resistían a sucumbir a la ley de la gravedad. Tomó una dosis doble de sus pastillas para dormir y se metió en la cama. Antes de que el sueño la venciese finalmente, sólo una frase pronunció en voz alta: «No quería hacerte daño».
III
            La cabeza me iba a estallar. Me pareció oir en más de una ocasión el teléfono, seguro que me llamaban de la oficina, preguntándose por qué no había acudido. Pero es que no podía tenerme en pie. La persiana del cuarto se había quedado alzada, así que mi cuerpo comenzó a reaccionar cuando el tibio sol de febrero se coló por la ventana, calentando la estancia. Una vez más, la estridencia telefónica me perforó los tímpanos, así que no me quedó más remedio que contestar, sin darle tiempo a rechistar a mi interlocutor.
            ―No me encuentro bien, pero ahora mismo me tomo un ibuprofeno y me marcho para allá...
            ―Candela, soy yo. ¿Te encuentras bien? Te he estado llamando...
            Escuchar la voz de Juan al otro lado del teléfono me removió por dentro. No sabría decir si sentí más alegría que alivio, después de lo ocurrido hacía apenas unas horas.
            ―Sí, estoy bien, sólo he pasado mala noche. ¿Y tú? ¿Estás bien? Siento tanto lo que pasó ayer...
            ―Ya, ya. Pero verás, ahora estoy en el hospital.
            ―Pero te encuentras bien, ¿verdad?― no podía evitar sentir remordimientos por mi impulsiva reacción.
            ―Perfectamente. Pero tengo algo que contarte. No es ésta la manera en la que tenía pensado decirtelo, pero dadas las circunstancias...
            ―Que me dejas― no le deje continuar―. Escucha, Juan, sé que no estuvo bien lo que te hice, pero supongo que no irás a tirarlo todo por la borda sin al menos escucharme. Ya me conoces, a veces saco mi genio y...
            ―¿A qué viene eso ahora?― respondió confundido―. Escúchame atentamente, por favor, aunque sólo sea por una vez.
            ―Pero, ¿por qué no vienes a casa y hablamos? No veo razón alguna para mantener esta conversación por teléfono.
            ―Yo sí tengo una razón. Como te decía, estoy en el hospital, con Santi. Anoche estuvimos juntos. Salió un momento a fumar y algún bestia le partió la cabeza.
            Me quedé petrificada. No podía ser una casualidad. Intenté mantener el aplomó e indagué.
            ―Pero se encuentra bien, ¿verdad?
            ―No, no está bien. De hecho le han inducido el coma. El coágulo es importante. Las próximas horas son cruciales. Y yo...yo no puedo vivir sin él.
            Esas últimas palabras de Juan, entre sollozos, terminaron por desquiciarme. No sólo es que me estuviera engañando, es que además lo hacía con quien menos me podía imaginar. Me sería imposible competir en igualdad de condiciones. No podía recuperar a alguien que por fin mostraba su verdadera identidad sexual.
            ―Candela, sé que no es fácil de entender, pero ahora no puedo hablar de esto. Te pediría por favor que preparases una maleta con mi ropa. Mandaré a un amigo para recogerla. No volveré a casa, al menos no hasta que Santi se ponga bien. Porque se va a poner bien. Y cuando eso ocurra, ya hablaremos.
            Escuché esas palabras ya hundida, sin bote salvavidas al que asirme. No sabía en qué tipo de engaño había estado viviendo los últimos años. Pero el colofón a esta esperpéntica situación fueron las últimas palabras del que hasta ahora había sido mi pareja:
            ―Y te prometo que cuando encuentre al energúmeno que le ha hecho esto a Santi, no voy a parar hasta destrozarle la vida.



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