miércoles, 14 de marzo de 2018

FUEGO INTERNO, por Eduardo Moreno Alarcón.



A Raquel Chumillas

Me quedé sin palabras. La pregunta me pilló desprevenido. ¿Se trataba de una prueba personal? El profesor me interrogó con la mirada, intimidante. Yo le oculté mi turbación. Traté de ganar tiempo. Fingí aplomo y rebusqué en algún estante del ayer: estudios, charlas, lecturas, alguna conferencia... El recuerdo hecho presente fue trayéndome detalles. Mi mente conformó aquellas palabras que sonaron piel adentro, varias veces, cadenciosas como un mantra: ¿g Tum mo? Sí, había leído algún artículo científico al respecto. Se trataba de una antigua disciplina tibetana que los libros traducían como «calor interior». Con el debido entrenamiento, los monjes desafiaban al frío extremo, al hielo de las cumbres compactado por nevadas persistentes. Para algunos descreídos no eran más que habladurías. Para otros, en cambio, el método era una prueba del poder de nuestra mente.
—Calor interno —dije rompiendo mi silencio.
El profesor esbozó una sonrisa aquiescente. Su gesto se hizo amable; su voz adquirió un tono paternal.
—Quisiera conocer su opinión sobre esa práctica, Abraham.
Directo al grano. El uso de mi nombre respondía a un propósito concreto, no era espontáneo ni casual. Eché mano de mis tesis. La idea me vino como una revelación.
—Somos lo que pensamos, doctor Benson. Todo lo que somos, lo somos por nuestros pensamientos. Con nuestros pensamientos construimos el mundo —discurseé de carrerilla, seguro de mí mismo, como si diera alguna charla magistral—. Hay culturas milenarias que nos llevan muchos años de ventaja, profesor. La budista es una de ellas, y el Tommo es un ejemplo.
—Eso escocería en muchos foros. Algunos egos se le echarían encima. Ya sabe que a los occidentales no nos gustan las lecciones de humildad. Tenemos que estar siempre por encima de los otros, los «menos civilizados». En el mejor de los casos, nos apropiamos del conocimiento ancestral; en el peor, arrasamos las culturas «primitivas» —terció Benson con un deje de ironía reflexiva.
El doctor Herbert Benson presidía el Instituto Cuerpo-Mente de Harvard. Nos conocimos tiempo atrás, cuando ingresé como docente en la Facultad de Medicina. Él dirigía el Departamento de Psicobiología, en el que yo colaboraba en calidad de psicólogo. Nuestro trato, hasta entonces, había sido meramente profesional. Su interés por mi criterio reavivó la admiración que profesaba a su labor. Me halagó su escucha activa. Profundamente. Tal vez por ello me sentí impulsado a hablar.
—Ambos tratamos de entender los mecanismos de la psique, cómo influye en cada célula del cuerpo. Podemos creer, presuponer, lanzar hipótesis, pero el mundo necesita pruebas reales y tangibles. Si algo no es «medible» no se puede demostrar. He aquí el problema en nuestro campo.
Asentía complacido, como si hubiera anticipado mis palabras.
—Precisamente, Abraham. De eso se trata. De evidencias científicas. Me propongo demostrar que las teorías mente-cuerpo son verdad. Estoy reuniendo un equipo para filmar a los monjes del Himalaya —abrí la boca, atónito—. Además de la corriente espiritual, nuestro objetivo es, sobre todo, analizar esa vertiente fisiológica del Tommo. Ya cuento con los medios necesarios: cámaras especiales e instrumental de medición. ¿Le gustaría unirse a la expedición?
Casi salto de la silla. ¿Cómo rehusar una propuesta semejante?
—¡Por supuesto, profesor, será un honor acompañarle!

Despegamos muy temprano con destino hacia Nepal. Durante el viaje —escalas incluidas— nos dio tiempo a repasar cada detalle, a aburrirnos y a soñar con los paisajes y las cimas de la Tierra. Benson consultaba sus apuntes. Yo no podía enmascarar mi excitación. Pecho adentro convivían el científico y un niño entusiasmado.
Tras un vuelo maratoniano, aterrizamos finalmente en Katmandú. Afuera, el cielo desplegaba su paleta de morados. La luz se consumía a ras de tierra, pero arriba, en los picos, el sol aún conservaba sus destellos de oro tibio. Nepal nos regaló sus maravillas naturales: las míticas montañas —Annapurna, Everest—, pero también otras regiones sorprendentes que más tarde visitamos, forestas tropicales como el parque de Terai.
Al día siguiente, más descansados, nos reunimos con los sherpas y los monjes. Por suerte (aunque advertidos de los cambios repentinos), el tiempo no jugó en nuestra contra. Con todo a punto, bien pertrechados, emprendimos el ascenso y la aventura.
La claridad de la mañana parecía relumbrar allí, al comienzo de la senda, con toda su viveza. Las faldas montuosas acogieron nuestros pasos primerizos. El aire era tan puro como en tiempos de una Gaia sin el Hombre.
Luego vinieron días fríos. Horas y horas caminando, pendiente arriba. Jornadas de aclimatación a la altitud. El mal de altura a las espaldas.
Llegamos al refugio a media tarde, una gran tienda de campaña. El viento incrustaba en la barba cristales de nieve.
Dejamos listos los equipos y las cámaras y empezamos a filmar. Allí, a más de seis mil metros de altura, con temperaturas antárticas, desplomadas, los budistas, desnudos a excepción de un taparrabos, hicieron un corrillo, sentados en el suelo con las piernas cruzadas. Contraste abismal, permanecimos embozados en prendas de abrigo resistentes al rigor meteorológico.
Los monjes iniciaron el ritual. Reconcentrados, empezaron una profunda meditación. Según nos explicaron, enfocaban su mirada hacia una esfera de energía luminosa (el prana, en términos hindúes). Al tiempo realizaban ejercicios de respiración, relajando varias partes de su cuerpo.
Prosiguió el experimento. Sumergidas varias sábanas en agua casi helada, tras escurrirlas, las fuimos colocando sobre el cuerpo sin ropajes de los monjes.
Pasaron los minutos. Lo asombroso cobró visos de proeza.
El contacto congelado no turbó su paz. Siguieron meditando, ajenos por completo a nuestro pasmo. Y entonces, de súbito, los lienzos que cubrían su organismo empezaron a desprender vaho. El refugio se llenó de vapor de agua. Las lentes se empañaron bajo aquel calor de sauna y tuvimos que secarlas de continuo. Transcurrida media hora, el tejido quedó seco por completo.
    
La experiencia que viví aquellas semanas marcó un antes y un después en mi destino. Abrió mis horizontes sensitivos, mi propia fe interior. Me encontré o me reencontré. Aquello, me dije, trascendía los propios límites humanos para devolvernos a nuestra auténtica naturaleza. La que desconocemos. La que ignoramos. Ese desconocimiento que nos lleva a enfermar.
Llevo años practicando. Ahora, cada vez que siento el fuego interno, me alejo de la infelicidad.           

1 comentario:

  1. Genial!!! Ese mismo fuego interno que te lleva a tu YO más personal a tu YO más creativo ??

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