martes, 14 de marzo de 2017

Los ojos, por MAURICIO JARAMILLO LONDOÑO


Los ojos se le humedecieron. Pero su larguísima tradición de lucha le enseñó que el reblandecimiento del espíritu es lo peor. Con esos ojos de aguadepanela anochecida llenos de pedacitos de caña madura que flotan en ellos miró su ropa lustrosa, bien planchada, pantalón de paño delgado con rayitas azules sobre un fondo oscuro, sus zapatos de cuero finísimo traídos de Italia.
El Don: «Hoy es mi primer día en este encierro; soy un extraño, me miran con ojos de búho, inquisitivos, duros, me examinan de arriba abajo como mosca rara».
El Don: «Ni un conocido, ni una sonrisa de bienvenida, ni una mano extendida, al contrario, ojos de águila, intensos, decenas de ojos penetran mi camisa azul marino de marca, ven mi saco de paño inglés, la corbata de pepas azules; ojos desafiantes, sin miedo, ojos sin reato alguno; caras de presidiarios, malandros experimentados, ojos acostumbrados a la cárcel.»
Él no musitaba una palabra pero, sin cobardía alguna, tampoco bajaba la mirada, resistía el fuego de los ojos ajenos con una serenidad pasmosa, con su propio incendio.
El Don: «Cincuenta y nueve pares de ojos me miran, cincuenta y nueve hombres preguntan quién soy, de dónde vengo, qué hago entre ellos, ven mis ropas con evidente envidia, con rabia, observan mis zapatos, entierran sus pupilas tenebrosas en mi alma, intentan amedrentarme convencidos que sus ojos parecidos a lanzallamas de odio me van a dar miedo…
El hombre a quien por encargo de El Sombrerón debía matar siguió avanzando sin notar la sombra. Nadie alrededor. Caminante y sombra, un fugaz zumbido, la puñaleta de El Chamizo veloz se hundió en el costado, le entró por las costillas a la altura de la tetilla, hacia el corazón ―como con los marranos―, el hombre giró y lo miró, alcanzó a empuñar su revolver pero antes de sacarlo sintió hundírsele profundo el hierro, tocarle la punta de la víscera, abrió los ojos que ya tenía avidriados, y se derrumbó. Chamizo sacó el estilete, lo limpió en las ropas del muerto, le quitó el arma junto con la funda y subió por la pendiente, no por el camino, trochando igual a un armadillo, borrando sus huellas; de nuevo el alarido, el espeluznante chillido: parecía que el monte bramaba. Arribó de noche al rancho, junto a su mamá.
Pues a negociar con el flacuchento y lechoso ese, el cuasi―mudo que espantaba con sus ojos fríos, su mirada de nieve, su garra nerviosa.
Algunos fragmentos de mi nueva novela “LAS MALDITAS GALLINAS SON DINOSAURIOS ENANOS”.

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