martes, 14 de marzo de 2017

Laascaanood, por EDUARDO MORENO ALARCÓN.


1
            Recibo con mano trémula el cuenco de té que una mujer, envuelta en un bou-bou, acaba de servirme. Los demás hombres imitan mi gesto, y lenta, cadenciosamente, comienzan a beber el líquido denso y fragante que ellas hierven con paciencia junto al fuego. Cenamos en silencio, guarecidos bajo una jaima, a salvo de la intemperie. Sólo se oye un coro de sorbidos y el áspero jadear de los ancianos, semejante al resuello del viejo elefante que, rendido, sucumbe a los estragos de la hambruna.
Vencida la tarde acampamos junto al pozo, única fuente visible de vida. En derredor, una meseta yerma, cubierta de arena que, merced al viento, esculpe enormes dunas cuyas cimas se extienden por doquier como olas de un mar muerto e infinito. A veces, cuando fijo la vista en esas lomas sinuosas, siento un gran peso en el alma; las miro y trato de imaginar cuál será el destino que aguarda más allá de sus sombras, eternamente cambiantes.
Pesan en mi ánimo la fatiga y el hambre que azota con dureza a la tribu Dulbahante y al resto de clanes que formamos el Daarood. Y es entonces cuando extiendo los brazos a La Meca e imploro a Alá —el único Dios verdadero— que nos guíe en su infinita bondad hacia la próxima fuente de agua.
Por ahora mis plegarias han sido escuchadas. En esta época del año la mayoría de pozos están secos, y es muy difícil dar con lugares donde aún pueda abrevar el rebaño.
Al final de largas jornadas de camino bajo el yugo implacable del sol, los hombres caemos exhaustos, hambrientos, al límite de nuestras ya de por sí menguadas fuerzas. Antes del alba, un segundo cuenco nos ha de bastar para el resto del día. La comida escasea durante la estación seca, cada vez más cruenta y prolongada.
Concluida la cena, los hombres trazamos un círculo alrededor de la hoguera, cuyas lenguas de fuego proyectan sus puntas hacia el cénit, oscuro como una cueva. Fuera de las jaimas, fundiéndose en la inquieta negrura, se alza poderoso nuestro canto, el canto del clan ancestral, el canto de los Daarood:

«¿Mi patria?
Mi patria es allí donde llueve.»

Pero hace mucho que la lluvia no acaricia nuestra tierra sedienta. Tiempo atrás, durante el ciclo más fértil, tampoco quiso el cielo concedernos sus preciadas lágrimas; gotitas que hicieran brotar el pasto, cubrir de hierba las planicies ahora yermas. En su lugar sólo hay polvo, roca, arena, y un calor que aumenta día tras día.

Es momento de descansar. Antes de entregarme al sueño, observo fijamente a mi hijo Hamed hecho un ovillo, tendido sobre un almohadón de lana, cubierta su figura con la piel de una iguelaf. Tiembla y arde a un mismo tiempo, vencido por la enfermedad. Surcan su rostro infantil las arrugas propias de un anciano. Lánguidos y ausentes, sus ojos parecen reprochar al mundo el infortunio que se ceba con él, tan sólo un niño que ya no es capaz de correr, de saltar, de ordeñar… que ya ni siquiera se molesta en apartar al enjambre de moscas que revolotean, a cientos, sobre su cuerpo exánime.
Me acuesto pensado que tal vez no he rezado con la suficiente convicción.
2
Falta poco para que amanezca. Hay una actividad frenética a esta hora crucial de la aurora. Todos en el campamento se mueven de un lado para otro, pues no hay tiempo que perder: debemos reemprender la marcha antes de que el sol emerja y anuncie la llegada de otro día sofocante.
Desmontadas las jaimas, las mujeres agrupan las camellas. A medida que éstas van haciendo acopio de su enorme ración de agua, las dejan en manos de los críos que, hábilmente, extraen el jugo de las ubres. La leche recién ordeñada se almacena en unos odres de piel, ligeros y fáciles de acarrear. Después beben las cabras y las ovejas —un total de doscientas cabezas—.
Es nuestro turno. Los hombres nos lavamos y bebemos juntos del pozo, conscientes de la efímera tregua que estas aguas nos ofrecen. Parecería lógico permanecer más tiempo aquí, pero nosotros, los Dulbahante del clan Daarood, somos nómadas. Jamás permanecemos varados en ningún lugar.
Además, quedarse sería peligroso.
Una finísima línea de luz blanca rasga el horizonte, preludio de un nuevo amanecer. Mezclada con el viento, llega hasta mi oído la voz de un almuédano imaginario llamando a la oración matutina, la salad asubh.
Intento concentrarme y orar con toda mi fe.
Una nueva ración de té, la última hasta el regreso del crepúsculo.

Asoma el sol en el horizonte como un gigantesco ojo en llamas que inunda de luz el universo. El paisaje ha cambiado y ya no es el mismo que nos circundó al oscurecer. El desierto muta continuamente, nada permanece inerte en sus entrañas, nada duerme en la quietud aparente de este universo desolado. Algunas dunas han mutado su perfil. Otras, ya ni siquiera son reconocibles, se han esfumado sin dejar el menor rastro.
Antes de partir, un grupo de muchachos explora los alrededores escudriñando los resquicios más sombríos de este páramo. Es posible que, a corta distancia, otro clan más fuerte y poderoso siga nuestras huellas. De ser así, debemos eludir su presencia, marchar a toda prisa, sin tregua ni respiro. No tendríamos oportunidad frente a ellos: moriríamos degollados por la hoja lasciva de sus cuchillos.
Así pues, sondear por adelantado el terreno es cuestión de vida o muerte. Sólo con el máximo sigilo y la ayuda de Alá —el Único—, familias y rebaño completaremos el trecho que nos separa hasta el siguiente pozo.

Por fin emprendemos el camino —el más seguro posible—, surcando la senda que nos fuera revelada en la niñez, arcano trasmitido de padres a hijos, generación tras generación; legado que pervive desde tiempo ancestral. Un tiempo tan remoto que se pierde en la memoria de los pueblos.
Una gigantesca nube de polvo delata nuestro paso a través de la llanura pedregosa. Nos dirigimos a la inhóspita meseta de Haud. Poco a poco dejamos a nuestra espalda las tierras del norte, las tierras de Berbera. 
Es mediodía. El sol abrasa y el viento quema como un fuego incandescente. Suelo, piedras, seres, aire, todo se calcina a esta hora maldita. Con su estela polvorienta siempre a cuestas, la hilera se dispersa en varias direcciones. Hombres y bestias se disputan el palio exiguo de raquíticas acacias.
Enmudece la vida. Nada se mueve. No se oye ni respirar. Todo parece pétreo, muerto, envuelto en un silencio mineral.

3
Los rostros de los hombres muestran ahora la rigidez de la piedra.
Monótono e incesante, mosconea en mi cerebro el eco de un poema que aprendí a cantar cuando era niño. Evoca con nostalgia a aquellos nómadas que nunca alcanzaron la última etapa de su incierto viaje, y que ahora yacen sepultados bajo túmulos de arena infinita… Estrofas que preludian la visión del Laascanood.
Cabras, ovejas, niños, mujeres, hombres… el fúnebre séquito aumenta día a día acentuando los latidos de la triste melodía. Si algo moribundo cae a tierra, hombre o animal, el desierto velará muy prontamente su agonía. Luego otros seres harán suyo ese despojo.
No podemos mirar atrás. No debemos. No mientras quede un solo camello con vida. Aunque la leche de las hembras se haya secado hace tiempo y no quede una gota en los odres, seguiremos caminando, aferrados al deseo de hallar otra fuente de agua. 
El clan Daarood mengua a cada instante, inexorablemente, consumido por la aciaga sequía, cuyas llamas devastadoras han vaciado nuestros pozos.
Proseguimos. De repente, a lo lejos, se oye un hondo rugido.
En contraste con el roce amortiguado de sandalias y pezuñas, el crudo restallar del látigo que azuza a las camellas rezagadas y el soplo perenne del viento quemador, surge en la distancia un espantoso zumbido; profundo y grave al principio; progresivamente, más y más sobrecogedor…
...el feroz aullido de una tormenta del desierto, la voz que acalla cualquier lengua sometida a su hálito feroz.
El confín del horizonte desparece velado por una fabulosa masa de nubes compactas, opacas, tan altas como dunas gigantescas, que avanzan inclementes hacia aquí.
Nos ciega, de súbito, una niebla espesa y terrosa. Ráfagas violentas arrastran miles y miles de gránulos que impactan sin cesar contra todo lo que encuentran a su paso, como lágrimas de roca dura y punzante.
Los camellos, habituados a estos fenómenos, apenas se inmutan; acaso ralentizan un tanto su marcha, recortándose en la bruma como espíritus.
Pero nosotros, en cambio, debemos guarecernos cuanto antes.
Tan rápido como puedo, extraigo el haz de gruesos palos que guardo en un saco de cuero. Una vez clavado el armazón, ato fuertemente varias pieles que recubren y protegen la jaima del castigo exterior.
Tinieblas anaranjadas flotan alrededor impidiéndome la visión a más de dos pasos. No consigo ver nada más allá. Me desgañito llamando a los que aún quedan vivos, pero sé que es inútil. Nadie es capaz de oír mis gritos en mitad de la cruel ventisca. Únicamente puedo esperar a que cese el temporal resguardado bajo el palio que ahora ocupo, a salvo de la tormenta.

Amanece. El silencio es tan profundo que oigo los tañidos de mi propio corazón. El fragor de la tormenta ha cesado por fin. Agarrotado, abandono el refugio. Arena por todas partes. La misma luz cegadora. Por suerte, el sol está aún bajo. Todavía se puede respirar.
Al fondo, a unos cien metros, diviso al resto de Daarood. Apiñados en torno a unos matojos, conforman un amplio semicírculo. Los hombres parecen haber iniciado el shir, la reunión cotidiana del clan. Pero ¿dónde está nuestro rebaño?
Echo a correr hacia ellos.
¡Alá es grande! ¡Alá es grande! ¡Hemos dado con un pozo!
Alcanzo, extasiado, la charca de agua salvadora. Los demás hunden su mirada en el líquido, absortos en su irresistible contemplación. De pronto, veo reflejada la silueta de un enorme animal sobre la superficie, el perfil de un gran elefante…
…un elefante de piel oscura y viscosa, completamente ciego… ¡El horrible Laascaanood! ¡Aquél que sólo pueden ver los ojos de los muertos!











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