viernes, 15 de mayo de 2015

El desertor, por PEDRO PASTOR SÁNCHEZ.

       


     Las primeras luces del alba pronto vendrían a desalojar las tinieblas que se cernían, noche tras noche, sobre los arrasados campos de batalla. La pertinaz lluvia no dejaba de caer desde hacía más de una semana, sacando a la superficie de las desvencijadas trincheras de vanguardia los destrozados cuerpos de los desdichados, miembros amputados por doquier por el incesante martilleo de los cañones, almas arrancadas de cuajo, sin preguntar, y que vagaban sin dirección, buscando una razón para tanta sinrazón. Cada mañana no era sino el preludio de una nueva tragedia, alimentada a base de escaramuzas, un toma y daca continuo, avance y retroceso de líneas, que no era más que una estratagema de desgaste, un medido plan para que las desmoralizadas tropas francesas sucumbieran ante el poderío de la engrasada artillería alemana.
No obstante, un suceso singular había introducido un nuevo factor en la ecuación bélica. Una repetitiva sucesión de sanguinarios y silenciosos asesinatos nocturnos en primera línea habían generado desconcierto entre las tropas alemanas. La mayoría a duras penas podían asumir que su vida pendía de un hilo a cada nuevo embate del enemigo, pero al menos podían verlo, mirarle a los ojos en el cuerpo a cuerpo. Pero cuando tu enemigo es invisible, cuando no sabes a lo que te enfrentas, cuando ni siquiera puedes entender la naturaleza ni motivación del agresor, el miedo se apodera de ti, te atenaza, rechazas la confrontación por saberla perdida de antemano. Y ese oscuro y obstinado repiqueteo de tambor, ese tono cadencioso que acompaña a cada nueva carnicería, se convirte en el símbolo del emisario de la muerte.
Durante aquellos meses de otoño de 1917 algunos no soportaron aquella presión, y a pesar de estar acostumbrados ya a convivir con el terror de esta carnicería, se vieron incapaces de afrontar su propia cobardía, por lo que, enajenados, evitaron enfrentarse a la situación. Antes de verse hundidos en el barro de aquellos hoyos inmundos, esperando a que un inmisericorde ángel vengador les exterminara, se volaron la tapa de los sesos. Era muy sencillo, tan sólo tenían que apoyar el fusil en el suelo, sujetándolo con las piernas, el cañón en la boca, y con el pulgar del pie desnudo, sacar el aplomo suficiente para despedirse con deshonra de este mundo.
Este no fue el caso del soldado Tobias Schmidt. Su patriotismo se mantuvo en una clara línea descendiente desde que se alistó. Sus iniciales ímpetus juveniles, alentados por la propaganda, fueron cayendo paulatinamente en picado. ¿Cómo era posible que la muerte de una única persona en aquella ciudad de los Balcanes hubiese desatado tal holocausto?. ¿Por qué una generación entera de alemanes tenía que regar con su propia sangre los yermos campos franceses, para mayor gloria del Kaiser?. La idea de dejarlo todo, de marcharse a la mínima ocasión, ya le rondaba la cabeza cuando aquella tarde el sargento le indicó que le tocaba hacer guardia nocturna en las trincheras de avanzadilla, aquellas a las que nadie quería ir porque la mayoría ya no volvían. Pero no fue el miedo a la muerte lo que le conminó a no presentarse, sino la firme convicción de que su muerte sería absolutamente baldía.
Así se lo confeso a su amigo Otto. Se conocieron en la división, y desde el primer momento se convirtieron en uña y carne. Juntos, espalda contra espalda, se habían salvado mutuamente la vida en más de una ocasión. Así que cuando le confesó que lo dejaba todo, que no podía soportar ni un solo día más aquel infierno, Otto se sintió abandonado, no decepcionado. Nadie mejor que él sabía cómo lo habían pasado durante más de tres años de lucha sin cuartel, de pulgas, rancho inmundo y pocas o nulas esperanzas de salir de allí, no digamos ya con vida, al menos de una pieza.
Así que cuando al día siguiente encontraron a Tobias escondido en un bosque cercano, en la retaguardia. Otto se echó a llorar como un niño. Y ante su asombró asistió a un cambio insospechado de actitud de su amigo, que asumió con entereza los cargos de cobardía y deserción. Este gesto caló hondo en la conciencia de sus compañeros de división, con los que tantas veces había combatido, codo con codo, dando prueba de una heroicidad irreprochable. Así que tras el juicio sumarísimo, quedó visto para sentencia, que no fue otra que morir fusilado al terminar la siguiente madrugada. Otto fue uno de los elegidos para conformar el pelotón. ¿Quién se atrevería a apuntar al pecho a un compañero de armas que le había salvado la vida en más de una ocasión?. ¿Cómo era posible que sus propios mandos optasen por un castigo ejemplar tan descabellado, precisamente con aquellos que mandaban día tras día al matadero?.
La arenga del general de brigada Metzger, encargado de mandar el pelotón de fusilamiento, fue la mecha incandescente necesaria para que el polvorín estuviese a punto de estallar.
 ― Camaradas, tenéis ante vosotros a alguien que ha deshonrado a nuestra patria, pisoteado el uniforme de nuestro amado ejército, defraudado a nuestro venerado Kaiser y a todos los buenos alemanes que han puesto su confianza en nosotros para hacer de Alemania la gran nación que es ― vomitó Metzger a los cuatro vientos mientras los doce ejecutores se situaban frente al reo.
No cesaba de llover y los pies de aquellos hombres se hundían en el barrizal. No habían comido desde hacía dos días, pues la artillería francesa estaba castigando la retaguardia y no habían llegado los suministros. El agotamiento y la ansiedad se cebaban con cada uno de ellos. El intenso olor a azufre de los gases tóxicos les quemaba las entrañas. Esa semana era el tercer compatriota que se ejecutaba, y un sentimiento de desolación y desconcierto comenzó a sobrevolar toda la compañía.
Además, precisamente el mando al cargo en esta ocasión era especialmente odiado por cómo dirigía la tropa, con desdén y despotismo. Alguno contó que en otra compañía dejó a sus hombres con el culo al aire, cuando tras mandarlos avanzar a base de silbato, estos fueron rechazados por el enemigo, bien pertrechado de ametralladoras, por lo que ante la masacre de la que eran objeto, optaron por replegarse, siendo entonces bombardeados por su propia artillería, a demanda de Metzger. Tan sólo unos pocos volvieron para contarlo, gravemente heridos. Hubo una investigación de lo sucedido, quedando aquel impune, alegando que el objetivo marcado era prioritario y que sus soldados no obedecieron las órdenes recibidas, así que, para infundirles algo del coraje perdido de forma “momentánea” en la ofensiva, tuvo que disparar sobre ellos para que volvieran al ataque.
― El soldado Schmidt, con este acto de cobardía, con esta felonía a lo más sagrado, nos ha deshonrado. Y por este motivo, os he elegido a vosotros, los más valientes, los que habéis demostrado coraje en el campo de batalla, para que lo último que vea este cobarde sea soldados valerosos. Habría sido más honroso para él morir bajo las balas del enemigo, pero será finalmente el plomo alemán el que lo atraviese, para mayor deshonra de los suyos.
Esta grandilocuencia sin sentido, este patrioterismo exacerbado, actuó de resorte en las cabezas de sus compañeros de filas. Mañana podrían ser ellos mismos los que estuvieran del otro lado del fusil. Se miraban los unos a los otros, no era necesario pronunciar una palabra, un sentimiento único les embargó al momento, calando más aún que la lluvia.
― ¡Pelotón!. ¡Alinearse para la ejecución!
Con desgana, los doce hombres se colocaron en dos filas, a tresbolillo. Algunos temblaban porque, a pesar de que habían matado hombres a puñados en aquella guerra sin cuartel, era la primera vez que se enfrentaban a algo así.
― Soldado Schmidt, ha sido acusado de deserción y traición a la patria, y sentenciado a ser pasado por las armas. ¿Quiere que le vende los ojos? ― preguntó el oficial sin mostrar ningún tipo de sentimiento. La respuesta fue un movimiento de cabeza del ajusticiado, negando. Mientras le ponía, cogido a la casaca con un imperdible, un trozo de papel blanco en el pecho, miró fijamente a los ojos del reo, el cual le aguantó la mirada, destilando una mezcla de congoja y liberación, que dejó indiferente al justiciero. Este se apartó unos metros hacia atrás y hacia un lado, para seguir con el protocolo.
Los primeros rayos de sol aparecieron tímidamente tras la colina, y por un momento, el implacable aguacero remitió su incesante repiqueteo sobre los cascos abollados.
― ¡Pelotón!. Preparados. ¡Carguen!. ¡Apunten!
Los avezados soldados a duras penas mantenían su arma equilibrada. Las gotas que ahora recorrían las mejillas de Otto no eran de lluvia precisamente. Una muerte más, entre tantas miles, no parecía tan importante, pero en esta ocasión, el objetivo no era un francés tratando de cortar la alambrada, o a punto de lanzar una granada de mano sobre su posición, sino su amigo. La insensatez se había apoderado de todos y cada uno de los que se encontraban atrapados en este conflicto.
Por fin se oyó la orden definitiva:
― ¡Fuego!
Eran apenas unos metros de distancia los que separaban al reo del pelotón. Volvió la lluvia, esta vez de balas, a recorrer el campo de batalla. Al momento, Schmidt cayó de rodillas, pensando que por alguna razón, todo aquel plomo había penetrado en su cuerpo de forma indolora, gracias a Dios, y que en breve su alma se encontraría con la de sus queridos abuelos. Pero no, el papel estaba integro e impoluto. Inexplicablemente, ninguno de los proyectiles le rozó.
Por un momento, Metzger no supo que pensar ante un suceso tan extraño. Era imposible que doce hombres, simultáneamente, fallaran una diana a esa distancia. Al momento entró en cólera, y como un energúmeno, se abalanzó sobre la tropa, profiriendo toda clase de insultos.
            ― ¡Malditos bastardos, mentecatos, hijos de la gran puta!. ¿Cómo os atrevéis a no obedecer una orden?. Sois tan cobardes como el cabrón que ahora mismo debía yacer sobre este inmundo lodo. ¿Dónde están la gallardía y el honor?.
            Los hombres aguantaban estoicamente los insultos y el insufrible hedor que profería aquella boca. En su locura, el oficial cogió la bayoneta de Otto, y señalándoles y agitándola ante sus caras, les amenazó:
            ― Voy a pedir que os fusilen a todos, panda de gallinas cagonas. No voy a consentir esta insubordinación. Pero antes acabaré el trabajo yo mismo.
            Con paso firme, se dirigió al condenado, mientras extraía su Mauser de la funda. Otto lo siguió con la mirada, sabiendo de sus intenciones, y empuñó su arma. Su compañero le sujetó, sería un gesto noble para salvar a un amigo, pero estúpido e inútil, pues de hacerlo, los dos estarían muertos aquel día. Sin ningún tipo de escrúpulo, se disponía a dar el tiro de gracia. Quitó el seguro, puso el cañón a apenas unos centímetros de la sien de Schmidt, y apretó el gatillo.
            Un segundo suceso inusual tuvo lugar. El arma se encasquilló. No podía creerlo, aquel condenado tenía más vidas que un gato, debía contar con algún tipo de protección divina, pensó. Pero obstinado, tras varios golpes consiguió desatascarla, disparando un tiro al aire para asegurarse antes de volver a intentarlo y no quedar de nuevo en ridículo.
            El eco de aquel disparo impidió a todos escuchar el estruendo producido por una batería gabacha que en ese momento lanzaba un obús. Un silbido surcó los campos y, al momento, la ojiva se estrelló contra el suelo, creando un inmenso cráter justamente en el espacio comprendido entre el pelotón y los dos hombres. La metralla se desperdigó en todas direcciones en varios metros a la redonda, y un alud de tierra y fango cayó sobre todos. Tras el desconcierto inicial, recobrado el sentido del oído tras el estruendoso impacto, se oyeron lamentos. De los doce hombres, cuatro habían muerto al instante, otros cuatro se encontraban con alguno de sus miembros arrancados de cuajo, y los otros cuatro vivían de milagro, eso sí, con esquirlas de metralla por todo su cuerpo.
            Al otro lado del boquete, el panorama era también desolador. El cuerpo de Metzger yacía boca abajo sobre un charco de sangre y vísceras. Ni rastro de Schmidt, parecía que se había volatilizado con la energía del proyectil. Pero no. Sólo unos segundos después, el destrozado cadáver del oficial pareció cobrar vida repentina, se movió como convulsionando, rebotando una y otra vez contra el suelo, hasta que cayó de un costado. De entre el mondongo rezumante de aquel guiñapo en que se había convertido Metzger, emergió la figura del que se negaba a morir aquel día en el campo de batalla. Su ejecutor fue el parapeto perfecto, su sangre era su agua bautismal, había vuelto a nacer de las entrañas de aquel que quería a toda costa arrebatarle la vida.
            Otto se dirigió a él con una sola palabra:
            ― Huye.
            Se levantó, miró hacia sus propias líneas, comprendiendo que ya no podía volver en esa dirección. Tomó del suelo el casco y el fusil de uno de sus desdichados compañeros de ejecución, saludó a Otto colocando dos dedos sobre la sien, y arrastrando los pies  tomó rumbo hacia las trincheras enemigas. “Mejor prisionero que fiambre”, pensó.
             
           
           



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