A sus
sesenta años no había cometido la frivolidad de llegar ni hasta la acera de
enfrente. Siempre había estado dedicado al estudio de múltiples materias,
enfrascado en los libros y en la enciclopedia que heredara de sus padres junto
a la casa. Nunca se interesó por un entorno que, a juzgar por lo que escuchaba en
la vieja radio, parecía enteramente hostil a una mente privilegiada y a un
espíritu sensible como el suyo. Un sobrino y una sobrina, hijos de su paciente
hermana mayor, cuidaban de él: lo visitaban de vez en cuando, le traían la
compra…
Una
vez que le llegó la enfermedad y comenzó a olvidarse de quién era, decidieron
sacarlo a pasear: ya no protestaba ni oponía resistencia. Cuando, al cruzar de
acera por primera vez, el sol le dio directamente en la cara, sencillamente se
limitó a sonreír como un niño.
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