jueves, 29 de septiembre de 2022

AIRGAM BOYS, por Eduardo Moreno Alarcón.


 

Tendría tres o cuatro años. La imagen es como una vieja fotografía que, ajena al devenir de los relojes, mantiene su color en mi memoria, la misma nitidez de aquel entonces, cuando apenas alcanzaba los dos palmos. Un episodio del pasado que ahora traigo a mi presente.

El primer airgam boy que me compró mi madre tenía un gorro de plato amarillo, pantalones encarnados y, estampada sobre el pecho (color amarillo), la pegatina de una concha. Traía, además, un cubo rojo. ¿Qué era aquel muñeco? ¿Qué significaba el dibujito? Entonces lo ignoraba por completo. Tan sólo sé que me gustó. Que me encantaron sus colores. Que la magia que sentí nunca se ha ido. Que aún sigue viva en mi interior.

La figurita de un gasolinero.

Sería años después cuando, chispazos del recuerdo, reconocí la pegatina en una estación de servicio: ¡aquella era la concha de la Shell!

Después llegaron otros (en eso, como en tantas otras cosas, he sido y soy privilegiado). Llegaron otros, sí. Decenas: futbolistas, astronautas, vaqueros, extraterrestres, monstruos, superhéroes… Los había para todos los gustos.

Los airgam boys son una parte inolvidable de mi infancia, y algo más. Quizás suene ingenuo, pero es lo que siento. Jugué con ellos hasta bien entrados los dieciocho. Y, si los guardé, ya para siempre, fue por imperativo de la edad. Jugué muchísimo con ellos: a veces solo, a veces con mis primos, a veces con amigos.

Los airgam boys fueron actores de películas, disputaron mundiales de fútbol, desfilaron en procesiones como nazarenos, compitieron como atletas en Juegos olímpicos, formaron parte de una orquesta (con instrumentos de plastilina)…

Podías cambiarles todo o casi todo: pelo, cabeza, manos, piernas, pies. Eso sí, eran un poco rigidillos, pues carecían de articulaciones.

Un día, siendo aún pequeño, entré con mi abuelo Samuel en el Blanco y Negro, la tienda de juguetes de la plaza de mi pueblo. Para mí era como un santuario. Me quedaba siempre embobado frente al expositor, mirando los airgam boys en sus cajas. El dependiente dijo: “Elige el que quieras”. Mi abuelo contestó con retintín: “Si ya los tiene todos”. 

Menos mal que eran baratos porque si no… menuda ruina.

Con ocho años descubrí los cómics de superhéroes, a los que me aficioné tras encontrar, en casa de un primo mayor, un taco impresionante en blanco y negro. Los devoré de cabo a rabo.

Curiosamente, los últimos airgam boys que compré, los últimos que salieron al mercado, fueron precisamente superhéroes (Airgam Comics, se llamaba). Pese a ser articulados, me quedo con los otros. Los clásicos.

En mi niñez hubo muñecos diferentes, variopintos (algunos se fabrican todavía, como los míticos clics de Playmóvil), pero, no sé por qué, ninguno tan especial como el primer gasolinero. Como los otros airgam boys que le siguieron. Aquellos que abonaron mi fantasía y mis horas de juego.

Cuánta nostalgia concentrada en un juguete.

 Se dejaron de fabricar a finales de los ochenta.

A veces los busco en internet. Aún pueden encontrarse a precio de coleccionista. Pero no compro, sólo los miro y los contemplo con un punto de emoción, como lo hacía de pequeño ante la torre-expositor. Al calor de esos recuerdos vienen otros… Y acaso en este instante, por un momento, regresa el niño de tres años que un día fui. La imagen imborrable…

Porque siempre que los veo me entran ganas de jugar.  


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