La tarde avanza con su cortejo de
luces y neblinas coronando de reflejos dorados los campos, sembrando de sombras
frescas la fértil tierra morisca. Mujeres de todas las edades, sentadas en sillas bajas de enea
frente a las puertas de sus casas o formando corrillos en los patios
interiores. Concentradas en sus labores, las encajeras hacen bailar los bolillos: vueltas y
entrecruzamientos imposibles
sobre la almohadilla, cantan coplas populares al ritmo del concierto producido al chocar entre
ellos los palillos de madera de olivo. Y bajo el último destello del día, el
eco de sus voces se confunde con el rumor de las eras, el balido del
ganado, el canto de las cigarras en los olivos, el arrullo de las tórtolas en
la húmeda espesura, y el
clamor de las carretas cargadas de grano que gimen al rozar sus llantas secas
en el polvoriento camino de vuelta a casa.
Amalia, tras los gruesos muros encalados de la vieja casa, observa a un
grupo de encajeras a través de la ventana que da a la plaza. Hoy no las
acompaña como otras veces, hay muchas cosas que hacer en casa. Nota que ya no
tiene la energía de antaño. Suspira
melancólica mientras contempla su propio reflejo en el cristal. El paso del
tiempo le ha dejado huella en forma de pequeños pliegues alrededor de los ojos
cansados y hebras de plata en su cabello castaño. Los últimos rayos de sol de
la tarde invitan a las encajeras a recogerse, algunas preparan ya los
bolillos para el día siguiente. Amalia las mira con respeto, para ella y otras
muchas mujeres aquel arte no es un entretenimiento. Sabe bien de lo que habla, aprendió el
oficio de encajera de su abuela. Viuda desde muy joven, armada de
destreza y paciencia infinita a partes iguales, había conseguido ganarse la
vida dignamente y sacar a su hija adelante gracias a sus encajes.
“Todo es girar y cruzar, no es tan difícil'', le decía a su hija: “El
bolillo de la derecha monta sobre el de la izquierda y se gira en esa misma
dirección”. Pero sí era difícil hacer lo que ella hacía. La niña pronto perdió
el interés por aprender la técnica, y dejó bien claro que lo que ella quería
era ser maestra. A la madre todo sacrificio por su hija le parecía poco e hizo
lo imposible para ayudarla a cumplir su sueño.
Cuando la niña sacó la oposición, se
fue a vivir a Madrid. Al principio volvía al pueblo cada fin de semana cargada
de regalos, cariño y atenciones. Más tarde visitaba a su madre una vez al mes,
pronto empezaron las largas ausencias y la soledad a Amalia empezó a pesarle
también en cumpleaños y aniversarios. Se vio a ella misma sentada a la mesa con
la cena preparada volviendo la mirada
hacia la puerta en cada crujir de la madera creyendo que era ella que por fin
llegaba. Y se vio dormida en el sofá mientras los platos aguardaban a un
comensal que no llegaba nunca. Y a la mañana siguiente, una carta y una
disculpa y un regalo por otra ausencia que prometía ser la última.
Los sueños de la infancia habían
huido llevándose con ellos primero a su marido y más tarde también a su hija.
Sacude la cabeza
en un intento de ahuyentar
estos pensamientos, hacía días que una nueva ilusión consigue que se levante al
alba: ha recibido una carta de su hija que promete visitarla para el domingo que es el día grande, la
culminación de las fiestas en honor a la Virgen. Lamenta durante un largo rato que no fuera ya el día
siguiente: “Aunque sacudas con todas tus fuerzas el reloj de arena, cada grano
caerá a su tiempo”, se dice así misma. Y pensando en esto se queda dormida.
Un tímido amanecer alza su vuelo silencioso y se esparce sobre la sierra
granadina. Los primeros rayos de la aurora dibujan las cumbres de Sierra
Nevada. Amalia se ovilla perezosamente bajo las cálidas sábanas: sabe que su
hija no es madrugadora y no llegará a casa antes del mediodía. No tiene prisa
por levantarse y se queda en la cama hasta que el sol está bien alto. El
repique de la aldaba golpeando la puerta la sobresalta. Se cubre con una bata y
baja al primer piso mientras se pregunta quién sería el que llamaba con tanta
insistencia un domingo tan temprano. Recortado a contraluz y sin uniforme, le
cuesta reconocer el perfil que se dibuja bajo el dintel de la puerta. Tratando
de contener el corazón desbocado, Amalia clava la vista en la carta que le tiende el cartero. “Dicen
en el pueblo que su hija debe
quererla mucho, señora Amalia, le escribe muy a menudo y le manda muchos
regalos. En esta pone urgente en el
sobre y pensé que era mejor no esperar a mañana para entregársela”. Amalia
no responde a estas palabras. “Hace un más de un año que no viene a verme”, deseó haberle confesado,
pero en su lugar lo mira a los ojos tristemente incapaz de articular palabra.
Amalia contiene el aliento y las lágrimas.
La luna asomaba ya su níveo rostro por encima de las nubes impaciente por vestir
de magia la noche. Después de cuatro horas de andadura, la Virgen vuelve a su
camarín. En medio de la plaza, la banda de música tocaba en un tablado.
Vendedores ambulantes pregonaban helados, barquillos y gaseosas. La luz de las
farolas vestidas de fiesta y algarabía se refleja en un ventanal que da a la
plaza; al otro lado de la reja, ajena al trasiego de gentes, Amalia canta a la
Virgen del Rosario y su voz se va extinguiendo apagada, vencida, lenta como un
suspiro, una súplica vacilante, un desvalido anhelo que pide a la Virgen que le
traiga a su hija de vuelta. Sobre la mesa del salón, una carta sin abrir espera
junto a otra comida que se ha quedado fría.
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