sábado, 29 de enero de 2022

MI TIA ROSITA, por Mauricio Jaramillo Londoño

 

In memoriam



De abajo para arriba: Mi abuela Graciela, mi Tía Rosita, mi Tía Fany, su esposo Arturo, mi Tío Hernán, mi mamá Ruby, mi papá Fabio.

Serían las cuatro de la mañana de hoy agosto quince del dos mil trece… me desperté pensando en mi tía Rosa, en Rosita como le decimos desde que la conocemos, pues una rosa es muy linda pero tiene espinas, y una rosita, creo yo, no las tiene, se las quitan; o ella misma, para poder querer a todos extirpó hasta la más remota púa de su ser; y se dedicó, sin esfuerzo alguno, sin obligarse, porque así es ella, a darse a los demás y con sus mansas pero firmes maneras dispensar  un dulce amor a los de su entorno.

Mi tía Rosita tiene una espléndida condición que pertenece a los viejos, pero que en ella, por una extraordinaria gracia de la naturaleza se le magnífica, y es aquella extrañísima de verse cada vez más agradable, su perfil adquiere ángulos muy nobles y sus suaves modales llevan a todos los que tienen la gracia de estar con ella a sentirse tranquilos, cuidados por la bondad que le fluye por temperamento.

Tiene ya noventa y un años y es la sobreviviente más vieja de nuestra estirpe, a la que sus hijos han cuidado cual corresponde a una flor, y sobre la que giran planetariamente muchísimos parientes y amigos.

Mi tía Rosita, compañera de la vida de mi tío Hernán, ha sobrevivido a tempestades de variados órdenes, unas políticas ―que son las de menor importancia― y otras afectivas que son las que en verdad rasgan el cuerpo y doblegan el espíritu. Y frente a estas, creo yo, ha puesto en la balanza, como lo hacen todas las madres del mundo, el que los muertos dejan su huella en las vísceras pero los vivos necesitan trasegar todavía por el camino; y a esos, a los que viven, a los que están aquí en la tierra, a los mortales, mi tía Rosita les ha dado lo que más gusta a los pollitos de la gallina clueca: ¡el amor!

Yo no tengo sino recuerdos buenos de ella. Por ejemplo, allá en las brumas de mi infancia, en el apartamento de mi abuela Graciela, calle treinta y nueve con carrera diez y siete, barrio de La Soledad, cerca de la casa de los Jaramillo Ocampo, mi mamá me llevaba, seguramente en compañía de mi hermano Armando, a costurero, y yo jugaba en el tapete de la sala a los pies de las señoras que tejían, y las oía hablar y hablar y hablar, y entonces me dormía, feliz de estar acompañado, y allí, estoy seguro, estaba mi tía Rosita.

También rememoro las visitas a su casa del barrio La Soledad, casa frente a la cual estaba situada la de un abogado íntimo de mi tío; y en esta casa jugábamos a deslizarnos por la escalera y comíamos golosinas, y mi hermano Armando ―hace poco me recordaba él―, me dijo que daban té en las horas de la tarde, y que él odiaba el té.

Y en Gavilanes, la finca de café, caña y ganado, a la que se llegaba por entre guaduales y barriales y gigantescos árboles de gualanday y de higuerón, jugábamos todos los primos ―una enorme cantidad de niños― que bien en julio, bien en diciembre, querían siempre buñuelos, natilla,mazamorra caliente con panela, también montar a caballo e ir al establo y a la ramada con su formidable trapiche, treparnos en el cuero enorme que servía para arrastrar el bagazo de la caña con el que sealimentaba la hornillaque fundía la miel de los fondos paneleros.Que la mula nos diese vueltas y vueltas felices nosotros de caernos, llenarnos de pedazos de desecho de caña, tomar ‘Freskola’ con Gellito, verle las enormes huevas al toro holstein gigantesco y malhumorado, presenciar cómo corría la leche por la pared helada que la refrigeraba para que se conservase mejor.Y los diciembres, las navidades ¡qué maravilla!; las novenas que nos gustaban pero nos parecían larguísimas, las comidas, las bromas que nos gastábamos, las burradas que contra las niñas hacíamos, y la piscina donde nos achicharrábamos desde las diez de la mañana hasta las cinco de la tarde como si fuéramos gusarapos acuáticos; y ver un extraño juego llamado golf cuyas blancas y arrugadas bolas se colocaban sobre unos palitos cóncavos y observar a los señores usando unos zapatones enormes llenos de clavos; en fin, vacaciones donde mi tía Rosita no se sentía sino cuando le tiraba un zapatazo a Felipe por su necedad o acudía en mi auxilio al verme ahorcado, morado, con la lengua afuera, desfalleciendo, a punto de morir, en manos de mi primo Gabriel quien me encuellaba y quería matarme  quién sabe por qué; y soportar la barbarie de Mauricio, yo, quien en un arranque de ira, pues me estaba quitando mi papa preferida, le clavé a Felipe ―su hijo― un tenedor en el brazo.

Y desde allí, hasta hoy, siempre, encontrábamos en mi tía Rosita alguien paciente, amoroso, cariñoso, suave, sonriente, alegre.

Algunos son tenidos por magnos poetas, o políticos destacados, o gigantes de la ciencia, pero muy pocos se destacan por la grandeza de su afecto y la ternura de su corazón: mi tía Rosita pertenece, para orgullo de nuestro linaje, a esta especial categoría de humanos.

Ah, y una última cosa, de entre las miles y miles que se podrían decir y recordar sobre ella, gracias a su presencia persiste, porque la inteligencia que le asiste es muy grande, esa maravillosa unión familiar, ese gigantesco número de polluelos que se recuestan sobre esta mamá gallina.

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