sábado, 29 de enero de 2022

HABLANDO DE LETRAS CON ÁNGEL OLGOSO.

 


Ángel Olgoso (Granada, 1961) es uno de los autores de referencia del cuento en castellano. Ha publicado los libros de relatos Los días subterráneos, La hélice entre los sargazos, Nubes de piedra, Granada año 2039 y otros relatos, Cuentos de otro mundo, El vuelo del pájaro elefante, Los demonios del lugar (Libro del Año 2007 según La Clave y Literaturas.com y finalista del XIV Premio Andalucía de la Crítica), Astrolabio, La máquina de languidecer (Premio Sintagma 2009), Los líquenes del sueño. Relatos 1980-1995 (finalista del XVII Premio Andalucía de la Crítica), Cuando fui jaguar, Racconti abissali, Las frutas de la luna (XX Premio Andalucía de la Crítica), Almanaque de asombros, Las uñas de la luz, Breviario negro (finalista XII Premio Setenil) y Devoraluces. También el poemario Ukigumo, el libro ilustrado Nocturnario, la edición de Los Escarbadientes Espirales del Institutum Pataphysicum Granatensis, y una recopilación de sus textos de no ficción, Tenue armamento. Ha obtenido una treintena de premios, entre los que destacan el XXI Premio Internacional Julio Cortázar, Premio Clarín de relatos 2004, Premio Caja España de Libros de Cuentos 1998, Premio Gruta de las Maravillas 1995 de la Fundación Juan Ramón Jiménez o el Premio de la Feria del Libro de Almería 1994. Relatos suyos se han incluido en más de setenta antologías del género. Es, además, fundador y Rector del Institutum Pataphysicum Granatensis, Auditeur del Collège de Pataphysique de París, miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada y de la Amateur Mendicant Society de estudios holmesianos. Ha sido traducido al inglés, francés, alemán, italiano, portugués, griego, rumano y polaco.

 

Ángel, gracias por atender nuestra entrevista.

 

¿Cómo y cuándo comenzó a escribir?

En la magnífica biblioteca de La Salle de Granada (interno de 1972 a 1975) descubrí la belleza de las palabras gracias al deslumbramiento que supuso La casa encendida y Cántico. Ahí empezó también la comezón de la escritura, apuntando versos en una libretita bajo las sábanas a la luz de la linterna, en el dormitorio comunal. Comencé a destacar en redacciones escolares. Primeros premios (en 1974, el de redacción de la Federación Andaluza de Montañismo). Tras cinco años escribiendo poesía con ribetes surrealistas, en  1978 recibí  el  formidable, el nutricio impacto de la Antología  de  la literatura fantástica,  de  Borges,  Bioy  y  Ocampo, que contenía, a su vez, Sola y su alma, de Thomas Bailey Aldrich. Aquellos  aldabonazos  a  la  puerta  de  la  única persona viva en el mundo, resonaron tan sobrecogedoramente en mi interior que abandoné la poesía y escribí mi primer relato, una variación de cinco líneas del célebre texto de dos de Aldrich. Entre 1978 y 1983 compuse −mucho antes de que se conociera y difundiera el microrrelato como tal− dos series de narraciones brevísimas, Trece planos cortos y Cuentos alrededor de una mesita de té en el vientre de una ballena, y un libreto caleidoscópico, La extraña caja de lápices del señor Wots, compuesto por imágenes y textos diversos de difícil clasificación.

Al recordar estos detalles tengo la sensación de estar cerrando un círculo literario, de completar un bucle vital: acabo de reunir todos mis microrrelatos completos en un volumen (La sombra de la sombra) y el primer libro de mi nueva etapa fuera de la ficción (Madera de deriva) es un libro híbrido, con textos de brujuleo libre, como aquel de hace más de cuarenta años.

 

¿Cuáles fueron sus principales lecturas? ¿Recuerda algún libro que le impactara en los primeros años de lector?

Como digo, la conmoción y conversión definitivas, la zambullida completa de cuerpo y mente, fue con la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy y Ocampo. Más una combustión espontánea que una lectura. Aquel viejo volumen -que mucho después tuve la fortuna que me firmara el propio Bioy- me inoculó para siempre el veneno del relato y de la literatura de extrañeza e imaginación. Al mismo tiempo me iban marcando nuevas revelaciones lectoras, algunas de ellas descubiertas en la antología Narraciones de lo real y lo fantástico, publicada en 1977 por Bruguera. Se trataba de autores que -por su producción escasa, originalidad, independencia o muerte temprana- no han tenido en general el reconocimiento que merecían: A. F. Molina, Manuel Pacheco, Raúl Ruiz, Alberto Escudero y, sobre todo, Francisco Ferrer Lerín, cuyas extrañas e hipnóticas prosas fueron imprescindibles para ahormar mis propios relatos y educar mi mirada en la rareza.

Después fui conociendo poco a poco a mi propia familia, con Poe y Kafka a la cabeza, los fantásticos victorianos, los fantásticos latinoamericanos, Maupassant, Schwob, Buzzati, Arreola, Denevi, Aickman, etc. Pasé por épocas consecutivas que tenían la vitola de Cortázar, de Vian, de Kerouac, de Mishima, de Chandler, de Bukowski, de Bradbury. Degusté la “prosa comestible” de Azorín, Aldecoa, Schulz, García Pavón, Rulfo, Pla. Pero si sólo pudiera nombrar dos debilidades, serían Álvaro Cunqueiro (un mágico y delicioso universo) y Chateaubriand (una cumbre estilística de la humanidad).

 

¿Qué es, para usted, un buen relato?

Supongo que el que posee la adecuación del fondo a la forma y de la extensión a la intensidad, el que aúna la precisión y belleza del lenguaje con la singularidad de la historia, el rigor con el misterio. Un buen relato debería ser algo incitante, sin tiempos muertos, genealogías interminables ni quincalla psicológica; a veces ni siquiera es necesaria una trama de aparatosa carcasa, basta con que pervivan el tuétano de los personajes y el aroma concentrado de la atmósfera. Debería ser una especie de destilado, un bebedizo a través del cual brillara una luz especial, cálida o inquietante, un ascua que acompañara al lector mucho después de la lectura. Personalmente me fascina la magia de la síntesis, de la puntería afinada,  el expresar lo máximo a través de lo mínimo, pero a la vez me pierde la iluminación y riqueza de los detalles, la vibración colorista y sensual de la prosa. Anderson Imbert tenía una magnífica fórmula: intuición poética (como un éxtasis) más intriga singular (estéticamente valiosa) igual a forma expresiva con desenlace imprevisto.

Imagino que un buen relato ha de tener la capacidad de inaugurar un mundo, de crear emociones, de convocar realidades, de buscar otros ángulos de visión, una imagen más potente que las palabras que lo componen, tratando en definitiva de metamorfosear la oruga fea, caótica y doliente de la realidad en una estilizada mariposa.

 

Hábleme de alguno de sus libros, el que para usted sea especial, y cuéntenos ¿Por qué?

Quizá Las frutas de la luna, no sólo porque lo crea el más logrado, no sólo porque contenga mi mejor relato entre los 700 que he escrito (El síndrome de Lugrís), sino porque en él intenté dar forma a ese “dolor cósmico” del Romanticismo, contemplar el planeta -en palabras de Chateaubriand- como un insecto microscópico inadvertido en el pliegue del manto del cielo. Tras acabarlo supe que, mientras lo escribía, se habían rodado Melancolía de Lars von Trier y El árbol de la vida de Terrence Malick, obras que abandonaron también la vista de gusano, a ras de tierra, como si participáramos de una misma perspectiva cósmica, de un momento cuasi apocalíptico de cambio de ciclo, de replanteamiento, de viaje al origen o al destino de nuestra especie.

El título alude a la posibilidad de contemplar los relatos del libro como frutos de formas y sabores extraños, a ese aire entre vívido y ensoñado de sus atmósferas, al  deseo de hacer eclosionar la inquietud en la mente del lector. La misma extrañeza que sentiríamos ante la visión imposible de una fruta lunar, con su pátina plateada, sobrenatural, de ensueño, como un ascua fría de otro mundo. Puede sugerir una idea de evasión de la realidad pero no es así: en este caso se trata de un asunto de enfoque; hay en este libro relatos que son una visión de conjunto de la especie (Contraviaje, La torre de Hunan, Materia oscura, Dibujé un pez de polvo, Los túmulos, Aramundos o La pequeña y arrogante oligarquía de los vivos), otros que aplican a los seres humanos una lente de aumento (El síndrome de Lugrís, Suero, Designaciones o Dybbuk), y otros que podríamos llamar bifocales, donde se alternan las dos perspectivas a la hora de acercarse a las sombras de la condición humana (Perlas de Indra, El confeti de nuestras cenizas, Águila de sangre o Las Montañas de los Gigantes a la caída de la tarde).

A diferencia de otros libros míos, como ese macabro descenso a los infiernos que es Los demonios del lugar, de ese caleidoscopio de cien miniaturas de La máquina de languidecer, de los textos poéticos y lúdicos de Astrolabio, los sombríos de Breviario negro o los luminosos de Devoraluces, en Las frutas de la luna hay un aura más fatalista, casi de revelación bíblica, donde el dolor, las derrotas o las atrocidades de la vida nos alcanzan como especie. Pero aún subyace el deseo de lograr que lo inverosímil resulte verosímil, de grabar imágenes vívidas en el lector, de potenciar el misterio de la realidad. Son veinte historias que se bastan a sí mismas y tienen sus propias leyes: un viaje a la tramoya del universo, rituales vikingos, objetos que atraviesan los siglos, cuadros imposibles, un afilador capaz de detener el tiempo, la orilla donde convergen los vivos y los muertos, reliquias sacrílegas, un apagón cósmico, bestiarios fantásticos, un peine japonés, la pesadilla de la repetición del molde humano, monstruos creados por la timidez, dioses en un desván, la brillante red de los actos justos. Como ves, hay distintos registros y atmósferas, temas recurrentes de mis anteriores libros (los bucles temporales, el miedo, el vértigo, el asombro, las cosmogonías, las relecturas de la tradición cultural, los delirios sombríos, contratiempos que alteran la línea temporal o espacial), pero en esta ocasión también están presentes experiencias cotidianas, la ternura, el desencanto, la redención, las segundas oportunidades. Me ha interesado más la sensación de extrañeza provocada por su lectura que la propia naturaleza, extraña o no, de los hechos narrados.

Por otra parte, el lenguaje de los relatos del libro está empapado de poesía, densa y exuberante a veces, trabajada a conciencia siempre, cercana al desconsuelo metafísico, a la intensidad elegíaca, una prosa que -según la idea de Sartre- se sirve de las palabras pero también sirve a las palabras. Son por tanto páginas que hay que leer despacio, saboreando cada vocablo, como movimientos de un péndulo que busca hipnotizar. Especialmente en este libro, quería conseguir una exquisita conciliación de las asperezas de la realidad con la idealidad del arte.

 

¿Qué consejos daría a aquellas personas que se inician en el mundo de la escritura?

No soy nadie para dar consejos, ni me gusta hacerlo: cada uno siente y crea de manera puramente personal. Pero resulta obvio que para escribir es importante armarse con una perseverancia inhumana y con una coraza contra la desilusión. Todo depende del grado de pasión que sientan para lograr someter sus sueños, para enfrentar su mundo propio contra el real. Quizá les diría que no abandonen ese camino misterioso que va hacia el interior del que hablaba Novalis, porque -según él- es en nosotros y no en otra parte, donde se halla la eternidad de los mundos, el pasado y el futuro. Que luchen por cada átomo de imaginación; que, si pueden permitírselo, no piensen en el dinero y el prestigio, sino en poner sobre el papel, de la manera más perfecta y sutil, con elegancia y placer, su visión genuina de la vida. Que no piensen tampoco en el estilo, sino en emociones y percepciones, y en el sabor que éstas pueden transmitir a lo escrito.

De cualquier forma, no deben preocuparse, el triunfo o el fracaso, ser o no publicado y leído, al final nada de eso importa, para la inmensa mayoría de la humanidad los libros no sólo no son el único punto luminoso de la existencia, sino que los ignora por completo. Nuestro planeta mismo, nuestra galaxia, son algo periférico en el espacio, y la vida de la humanidad en la tierra no es más que un parpadeo en el tiempo.

 

¿Qué es el  Institutum Pataphysicum Granatensis y qué méritos hay que tener para pertenecer a este colectivo?

Es un organismo dependiente e independiente del Collège de Pataphysique francés, sociedad de investigaciones sabias e inútiles que propaga la Patafísica, ciencia que estudia las excepciones y las soluciones imaginarias creada por Alfred Jarry, que cuenta además con su propio calendario de trece meses, santoral laico, organigrama, innumerables cátedras, departamentos y subcomisiones, cargos y dignidades de críptico nombre y publicaciones internas de alto valor bibliográfico.

Los Sátrapas Trascendentes del I.P.G. (una treintena ya) son cooptados por iniciativa propia si muestran un interés genuino hacia la 'Patafísica, dándose por entendido que se trata siempre de seres creativos, con inquietudes intelectuales y artísticas. No están sometidos a ninguna regla, actúan patafísicamente con su sola presencia o incluso con su ausencia; sin embargo todos son miembros catalizadores, muy activos, también cuando se abstienen de toda actividad. Y es que según el Artículo 11 de los Estatutos del Colegio, la 'Patafísica “no obliga a nada, sino que, por el contrario, desobliga en todos los sentidos de la palabra desobligar y de la palabra sentidos”.

 

¿Qué opina del mundo de los premios literarios?.

La misma opinión que pueda tener de la lotería: somos muy libres de jugar a ella, intentando aliviar transitoriamente nuestra miseria o mostrarnos el espejismo de un mayor reconocimiento.

Resulta misterioso que en España cada pedanía, ayuntamiento y organismo público convoque un certamen literario, sobre todo atendiendo a la nefasta o inexistente distribución posterior de la obra. Sospecho que puede tener una remota conexión con la idea del prestigio de la cultura, o con el sentimiento de culpa por parte de los gobernantes, que les obliga a dejar caer a los menesterosos artistas unas migajas sobrantes de sus robos institucionales. El caso es que los premios están ahí, y un caramelo nunca sienta mal, pero al mismo tiempo hay que cuidarse de no quedar atrapado en esa red y acabar diabético, y de no presentarse a premios populares, destinados a gente que mueve los labios cuando lee; es decir, a mucha gente, lo que significa mucho dinero en juego, y esto, a su vez, nos lleva directamente a la muerte de la honestidad.


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