martes, 30 de noviembre de 2021

MUTE, por Pedro Pastor Sánchez.

 


—¿Pero me estás escuchando?

            La madre de Lola empezaba a impacientarse. La muchacha llevaba una buena temporada haciendo caso omiso a sus indicaciones. Y lo que es peor, no se dignaba a dirigirse a sus progenitores bajo ningún concepto. «Cosas de la edad», le decían las otras madres cuando quedaban en las reuniones del instituto.

            Cuando el plomizo silencio ya se hizo insoportable, la ira estalló en la lúgubre habitación. De un tirón levantó la persiana, y la mortecina luz del ocaso se reflejó sobre los posters que adornaban las paredes. Todo tipo de aves, de brillantes colores, en distintas poses o surcando los cielos.

            —¿Me vas a decir de una vez qué pasó en clase? Han llamado tu tutora y la madre de Mercedes, y no he sabido qué decirles.

            De nuevo el mutismo por respuesta. Con los auriculares pegados al tímpano, se obcecaba en retar a su madre, privándole de escuchar su versión de los hechos. Algo más que una riña entre adolescentes, puesto que su antagonista se había metido con lo más sagrado para ella, su abuela. Manoseó de nuevo el walkman, regalo que le hizo ésta poco antes de fallecer.

            —¡Pero dime algo de una vez, coño!

            Desistió ante la desidia de la joven. Así que le pasó la pelota a su cónyuge:

            —Lucas, dile algo a la niña, que a mí no me hace caso —refunfuñó mientras bajaba por las escaleras haciendo aspavientos. Pero Lucas también hizo caso omiso, siguió a lo suyo, gastando las pilas del mando a distancia. Hacía tiempo que había desistido de ejercer de cabeza de familia, nunca llegó a coger las riendas de su casa.

            Mientras, en el cerebro de Lola se libraba una cruenta batalla. Una amalgama de sentimientos contradictorios le compungía el alma. Se sentía un bicho raro. Ninguneada por unos, incomprendida por otros. Ni en su propia casa se sentía segura, apoyada. «Abuela, ¿por qué te fuiste tan pronto?», era el pensamiento que le martilleaba. La única persona que la comprendía, que la animaba a mostrarse tal cual era, que no la criticaba ni vejaba, su refugio ante las adversidades, ya no estaba. Esa era su impresión, que estaba abandonada a su suerte, sin apoyos, sin metas, sin control sobre su vida, condicionada a comportarse según la voluntad de los demás. Sentía ser un estorbo para sus padres. Invisible para sus compañeros, salvo cuando era objetivo de sus burlas. ¿Qué sentido tenía su existencia?

            Ni los terapeutas ni la química pusieron coto al enemigo que crecía en su interior. Con la autoestima por los suelos, todo espejo con el que se cruzaba le causaba pavor. Lola, la bola, la llamaban sus compañeros de clase. La casi completa abstinencia en la ingesta no podía controlar esas carnes rebosantes, que la convertían, casi a diario, en objeto de mofa. ¿Cómo decirles que aquel recipiente imperfecto albergaba un contenido rico en matices? Pero el miedo y la angustia no dejaron eclosionar sus expectativas juveniles, sus proyectos de futuro. De nuevo acudió a su mente aquel episodio, cuando estaban finalizando octavo de EGB, en el que preguntaron en clase qué querían estudiar, qué profesión les atraía más. Llegado su turno, Lola se puso en pie, y con inopinada decisión se dirigió a sus compañeros para compartir, por primera vez, aquello que más le gustaba, su atracción, desde muy pequeña, por las aves. Su error fue ser demasiado técnica, pues su gran pasión estaba asociada a una palabra desconocida por la mayoría: «Quiero ser ornitóloga», dijo sonriente. Desde el fondo de la clase, apostado en el parapeto del último pupitre, el gracioso de Luis le lanzó un dardo que le llegó al alma: «La gordi quiere ser orni-tó-loca». Las risotadas rebotaron por las paredes del aula, por mucho que Don Jaime trató de poner orden mientras recriminaba al bromista.

            Mercedes, su compañera de pupitre por aquel entonces, fue la única que no rio la gracia. Su nexo desde parvulario le otorgaba cierta confianza, luego era la única con la que podía compartir sus cuitas. Pero ese vínculo se rompió cuando dieron el salto al instituto. Allí la lucha de egos la hizo cambiar, su integración en el grupo de las tias guays rompió su fidelidad fraternal. Poco a poco se fueron distanciando, ya no quedaban para ir juntas o hacer los deberes. Así que el día que escuchó por enésima vez, de boca de una de sus adláteres, una frase denigrante sobre su exceso de peso, la rabia le pudo y le dio un empujón. El grupo respondió a la agresión, y se produjo una pequeña tangana. Mercedes, lejos de interceder por su vieja amiga, le reprochó su reacción, y a continuación le dijo: «Pero niña, controla ese carácter, que eres peor que tu abuela». La hostia que le soltó Lola, con toda su alma, fue a la vez alivio y condena.

            Durante la semana de expulsión, Lola masticó, atormentada, todo lo sucedido, concluyendo que solo había una salida a tantas tribulaciones vitales. A su regreso, se apuntó a una excursión —hecho sin precedentes, puesto que evitaba la interacción con sus compañeros—. El autobús les dejó cerca de las estribaciones de la sierra. Maite, la profesora de biología, trataba de inculcar en aquellos díscolos jovenzuelos algo de cultura y respeto por el medio ambiente y todos los seres vivos que les rodeaban, fueran flora o fauna. En su paseo se aproximaron al extremo de un cortado a fin de observar a los buitres.

            —No salgáis del camino, puede ser peligroso— les dijo cuando vio a un par de insensatos rodear la cerca de madera junto al precipicio.

            Continuaron su caminata por la senda hasta que llegaron a una curva. Maite aguardó a que pasaran todos, realizando un rápido recuento visual.

            —¿Alguien ha visto a Lola?— preguntó. Silencio por respuesta, lo cual tampoco le extrañó, era consciente de la poca afinidad que el grupo tenía con la joven.

            —Seguid hasta el autobús, voy a buscarla— les conminó.

            De regreso por el camino, vio una oscura figura moverse entre los árboles, cruzando el vallado. Echó a correr y llegó jadeando a ese punto pero, por más que miró, no encontró a Lola. Con temblor en las piernas, se aproximó al borde, temiéndose lo peor. Una sobrenatural calma la conmovió, ni un susurró de ramas movidas por el viento, ni un solo piar de ave o zumbido de insecto.

            Unos metros más abajo, sobre un peñasco, Lola, mutada en uno de sus adorados pájaros, batía con fuerza sus brazos, cual alas implumes, buscando la propulsión y energía necesarias para volar, real o metafóricamente, más cerca de su abuela, y lejos de una vida tan ingrata.

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