jueves, 29 de julio de 2021

MIEDOS, por Tomás Sánchez Rubio

 



Nos conocimos en la clase de 6º. Seguimos juntas el resto del colegio, aquel colegio donde aprendimos ─como algo básico─ que a las niñas nos estaba reservado como color exclusivo el rosa. Ese color ha impregnado mi existencia desde que tengo memoria: incluso los azulejos que llegaban al techo de los servicios, todos tan iguales, tan rectangulares, tan limpios… tan rosas. Los mismos servicios donde Mercedes me besó por primera vez, a escondidas, apartadas ambas de la gente como dos exiliadas en su propio mundo. Mi familia no quiso nunca reconocer que esa amistad iba más allá: el miedo no los dejaba comprender, aceptar. Pero así transcurría nuestro día a día: descubriendo con naturalidad nuestro propio cuerpo al revelarnos la una a la otra, sabiendo o deseando saber que nadie sería nunca dueño del destino de ninguna de las dos. También nos leíamos mutuamente las cosas que escribíamos: ella, sus versos que hablaban de lágrimas sin motivo, esperanzas que se cumplían, de ramilletes y besos...; yo, mis cuentos de finales extraños, historias sin príncipes aguerridos ni hadas que concedieran deseos.

            Cuando estábamos juntas, éramos más libres que todos cuantos nos rodeaban. Al menos así lo sentíamos entonces.

            Un verano nuestros padres acabaron por considerar aquella relación perjudicial para todos. Yo la llamaba por teléfono, pero ella nunca se ponía y parecía estar siempre “en casa de los abuelos”. En cuanto a mí, mamá insistía ─aún no sé bien por qué─ en no dejarme salir sola a la calle. Eran tiempos de ventanas entornadas y visillos, de miradas obtusas y hostiles tras las celosías, de sonrisas disimuladas y despreciativas a nuestro paso.

            No hubo despedidas.

            Tras demasiados años y unas cuantas vidas, hace poco he vuelto a ver a Mercedes en una red social. Di por casualidad con ella… Según he visto en su foto de “perfil”, no ha cambiado excesivamente: la misma triste mirada, su sonrisa inacabada; en las manos sostiene aquel libro de poemas que una vez le regalé por su cumpleaños. Lo reconocí al instante. No menciona su estado ni aparecen fotos de hijos. Antes de “solicitar amistad”, le he mandado un mensaje privado. Ha tardado tres días en responder, pero finalmente lo ha hecho.           

            Tengo miedo a abrirlo…

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