Lo olvidaba a propósito. Me obligaba a hacerlo, y cuando ese empeño
conseguía el efecto contrario buscaba razones para que la verdad me importara
un carajo. Tuve la última oportunidad en el hospital, cuando ella aún estaba lúcida,
cuando podría habérmelo contado si se lo hubiese preguntado. O tal vez no. Y
esa duda, ese posible silencio por respuesta o su probable negativa, quedó para
siempre en el lecho de muerte de los enigmas perdidos. Tiempo después intenté boicotear
mi pacto con el olvido recriminando mi cobardía, pero una despedida no hubiese
sido el mejor momento para arrancarle un secreto al pasado. ¿Cómo reconciliarse
después? Siempre pensé que para ella la
rendición de la certeza habría supuesto la pérdida de una batalla iniciada años
atrás, en mi infancia, en la escuela, en ese lugar que un día deja de ser tu
refugio y se convierte en tu trampa, en
una vulgar ratonera donde la
inocente crueldad de los niños no tiene
límites. Porque sin más una compañera te lo suelta en el patio como quien lanza
una pelota a traición e impacta en tu cara. Luego llegas a casa y mientes,
dices que te has caído, o que fue jugando sin querer. Tienes que contárselo. Y
yo que no, y mi mejor amiga, pobrecita con qué buena intención, que sí. Y fue sí.
Me armé de valor infantil, el que me faltó de mayor. En sus ojos vi por primera
vez el miedo, pero no supe a qué. La vi salir en busca de la delatora y volver
para no hablar del tema nunca más. Y yo quise preterir para que ella se sintiese
ganadora. Ese fue el principio de años turbios, de susurros enmudecidos a mi
paso, de construcciones y deconstrucciones, de dudas irresolutas, de búsquedas
que salvaran de la quema a la madre que
años después murió creyendo que yo lo había olvidado. ¿Lo habría olvidado ella
también?
Mucho antes había muerto él.
Nunca dejé traslucir resquicios de duda. Para mí, siempre fue mi padre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario