No toda fotografía de una flor ha
de ser bella, no todo poema de amor es un buen poema. En eso consiste
precisamente la condición primordial del arte, en su capacidad de otorgar
belleza a lo que, por naturaleza, no la tiene; en crear una historia o imagen
bella a partir de una situación de odio, de desamor, de crimen, un campo
desolado o una pared leprosa.
No confundamos el objeto con su
representación. Recuerdo haber leído sobre un pintor decimonónico que tasaba
sus cuadros en precios excepcionalmente altos para la época; se le criticó por
ello y, en entrevista periodística, se defendió diciendo: “Tenga usted en
cuenta que en mis cuadros no aparece ningún objeto que cueste menos de mil
duros. Mis bodegones no retratan botijos alfareros sino porcelanas de Sevres, y
los damasquinados de los sillones son auténticos.”
Sin olvidar un punto fundamental: el arte no debe limitarse a agradar; también necesitamos obras que nos hagan pensar, dudar, rebelarnos, descubrir y descubrirnos. Este punto de vista no es nuevo; recordemos las tragedias clásicas, Antígona con el hermano querido pudriéndose a la intemperie, o Medea matando a sus hijos. O las escenas bíblicas, con masacres tan espantosas como el diluvio universal o las múltiples versiones de Judit con la cabeza de Holofernes recién cortada. Por no mencionar la iconografía cristiana, con sus crucifixiones y martirios. Vista esta herencia artística, ¿por qué actualmente abunda el espectador que solo quiere imágenes “agradables” y el lector de poesía que únicamente busca declaraciones de amor? Primacía de lo bonito sobre lo bello, que a menudo encubre una lucha a muerte entre ambas categorías.
Concluyo reconociendo que aún permanece viva la vieja discusión sobre fondo y forma; en arte, la forma lo es todo; un tema apasionante se vuelve anodino si no recibe un tratamiento adecuado. Y un tema anodino se torna interesante según el punto de vista, la sensibilidad de la mirada y el dominio del oficio de quien lo aborda.
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