domingo, 29 de noviembre de 2020

LEONARDO, por Josefina Martos Peregrín.

 



Recomendaba trazar dragones con fragmentos de animales vivos, así como un cuidado especial en el tratamiento del cuerpo de una ninfa o de un ángel, pues sus formas se marcarán a contra viento, revestidas por finísimas telas. Él mismo, vistiera túnica larga o corta, lucía en su persona la mayor belleza: proporciones perfectas, mirada profunda, rubio de oro; Gabriel, en su juventud, Platón en la madurez.

Observó que las hojas de las plantas, como el alma de los niños, siempre se vuelven hacia el firmamento, porque “nuestro cuerpo se somete al cielo y el cielo a la mente humana”.

Sabía de catástrofes y desgracias que quizá no sufrió nunca: el ímpetu de vientos que arrancan de cuajo los árboles viejos; las aguas que arrastran lechos, sillas, frutos y cadáveres; el terror de lobos, zorros y serpientes huyendo de la muerte; el fragor del trueno y el suicidio de quienes no soportan tanta angustia. Y la batalla lejana, mezcla de aire, humo y polvo, pero al acercarnos, armas rotas, lodazal poblado de muertos y un mar de sangre.

“El pintor es dueño de toda clase de personas y cosas”, decía; en él era cierto, su mente poseía el caos y la paz, pero decidió legarnos la paz. Inteligencia, ciencia, observación y estudio de cuantas criaturas, vivas o inertes, forman el mundo, representadas en contornos que se funden con el aire, en sonrisas sutiles, en sabiduría callada. Extraña pintura que une la suavidad del nácar a la dureza del cuarzo.

Científico que trabajó en todos los campos, pues no había campo ajeno a su curiosidad; tal vez hoy día nos asombra especialmente su faceta de  estudioso del vuelo y proyectista de máquinas voladoras, pero ninguna de sus máquinas ayuda tanto a volar como su actitud hacia los pájaros: cuando encontraba alguno enjaulado, pagaba el precio que le pedían, abría la jaula y le daba la libertad.

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