Aquella mañana de enero, el aire
gélido penetró en los pulmones de Serguei al descender del vehículo. Tuvo que
aferrarse al brazo de su acompañante para no resbalar sobre la placa de hielo
que cubría las aceras de Kaliningrado. Musitó un lacónico «gracias, Kolya», que
fue correspondido por un casi imperceptible balanceo de cabeza por el fornido
agente del KGB, que hacía las veces de conductor y guardaespaldas.
Era
muy temprano, los pasillos y oficinas del OKB-1 estaban todavía desiertos. Serguei
se dedicó a recopilar algunos documentos. Sobre su mesa, los planos de la nave Voskhod,
el ingenio que preparaba para el asalto definitivo a la Luna. Llevaban ventaja
a los americanos, pero todavía tenían que resolver muchos problemas técnicos.
Se aproximó al modelo en miniatura de su ingenio. El R-7, su Semyorka, había demostrado
en múltiples ocasiones que era la mejor opción para los lanzamientos
espaciales. Cerró los ojos y le pareció escuchar el impresionante rugido de los
siete motores levantando sus trescientas toneladas sobre el cielo de Baikonur.
No obstante, la competencia era brutal, y no eran pocos los que querían
arrebatarle su posición privilegiada. No se fiaba de casi nadie.
Se
acercó a la ventana. Volvía a nevar. Evocó de nuevo sus tiempos en el gulag.
Sus enemigos pensaron que moriría allí, los trabajos forzados en aquellas infectas
minas siberianas de Kolyma hicieron sucumbir a la mayoría. Pero su fuerte
carácter le ayudó a sobrevivir a las purgas estalinistas y, por intercesión de su
antiguo profesor, Tupolev, consiguió salir de aquel infierno, no sin importantes secuelas
físicas.
De repente,
una fuerte punzada en su abdomen le trajo de nuevo al presente. Ya no podía
obviar lo inevitable, tendría que pasar por el quirófano en unos días para extirpar
aquello que le hacía retorcerse de dolor. En Moscú le esperaba Petrovsky, el
ministro de Sanidad, que en esta ocasión haría las veces de cirujano. Maldita
la gracia que le hacía tener que ponerse en manos de ese fanático burócrata,
pero eran órdenes directas del Kremlin.
Lo único bueno
que podía reportarle este inesperado receso era que tendría algo de tiempo, tal
vez un par de semanas, para disfrutar de la compañía de su esposa, Nina.
También para estar con su hija Natasha. Las interminables jornadas laborales,
año tras año, y su exacerbado sentido de la responsabilidad, habían relegado su
vida personal a un segundo plano. Inmenso sacrificio para poder cumplir su gran
sueño: llevar a un hombre a la Luna. «Te pondré ahí arriba, Yuri», musitó entre
dientes mientras apretaba el puño.
Las paredes de
su despacho estaban cubiertas por las portadas del Pravda, en las que se ensalzaban los grandes logros de la
cosmonáutica soviética: la repercusión mundial del lanzamiento del Sputnik, el
viaje más allá de la estratosfera de la infortunada Laika, el primer vuelo
orbital del querido Gagarin, la hazaña del valiente Leonov en su paseo espacial,
las primeras imágenes de la cara oculta de la Luna... Ninguna de estas proezas
hubiera sido posible sin la participación del ucraniano. En cambio, fue un
período de éxito en la sombra, ninguna mención a su figura, ningún
reconocimiento público. «Es usted demasiado valioso para la patria, camarada,
debemos velar por su seguridad», le argumentó en su momento Kruschev. Tuvo que
transigir con tal de seguir contando con el apoyo del Secretario General, que
durante años se había mostrado más interesado en el desarrollo de misiles
balísticos que en el hito que supondría conquistar nuestro satélite.
A media
mañana, hizo llamar a Chertok. Sabía que podía fiarse de él, se había mostrado
como un fiel colaborador durante años. Le entregó unos documentos y le hizo
unas precisas indicaciones que debían ser seguidas en su ausencia. «Todo irá
bien», le espetó Chertov tras la breve charla. Serguei miró fijamente a su colega,
intentando adivinar si se refería al programado lanzamiento del N1, del que
habían estado hablando, o si simplemente trataba de impelerle ánimo ante su
inminente operación. «Están reunidos», le comentó antes de abandonar el despacho.
Recorrió el
pasillo portando su abrigo en el brazo. En su mano, una carpeta. Revisaría
algunos cálculos y la planificación durante su convalecencia. O al menos esa
era su intención. Abrió la puerta de la sala de reuniones. Todo el equipo
estaba allí, alrededor de la gran mesa oval. Al fondo, los gráficos y esquemas
del proyecto que él mismo había garabateado en la pizarra. Mishin, su mano
derecha, que presidía la reunión, le
hizo una señal para que entrase. Haciendo caso omiso, les lanzó una única frase:
«Prosigan, por favor, aún queda mucho trabajo por hacer». Antes de cerrar la
puerta, pudo escuchar a uno de sus ingenieros más jóvenes: «Suerte, camarada».
Este gesto espontáneo tocó la fibra más sensible de su cansado corazón.
Nunca se supo
la causa real de su muerte, oficialmente se dijo que surgieron complicaciones
al extirparle unos pólipos del colon. En
algunos círculos corría el rumor de que las entrañas del pobre Serguei estaban
consumidas por un agresivo cáncer. Otros, los más reaccionarios, en petit comité dejaron caer que ni la
elección del cirujano fue la más acertada ni los medios empleados los más
adecuados. El caso es que el 14 de enero de 1966, a los 59 años de edad, el
gran artífice y precursor de los viajes espaciales pereció en la mesa de
operaciones.
Fue el propio Brezhnev
el que decidió que el cuerpo fuera incinerado, y que sus restos fueran
colocados tras una placa honorífica en el muro del Kremlin, junto al de otros
ilustres héroes de la patria. Pasaron,
sin embargo, semanas hasta que los rotativos, por fin, revelaron la verdadera
identidad de esta gran figura de la astronáutica, Serguei Pavlovich Korolev, el
hasta entonces anónimo «Diseñador Jefe».
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