martes, 29 de septiembre de 2020

EL MIEDO, por Tomás Sánchez Rubio.

  

“Cada uno de nosotros está formado por una procesión de fantasmas, en medio de los cuales avanza una realidad desconocida.”

                                                                                  Alexis Carrell, médico y escritor francés (1873-1944)

Unas navidades, tendría yo diez u once años, acompañé a mis padres a la boda de una prima de mi madre. Se casaba en el pueblo un domingo por la mañana temprano. Nos alojamos en la casa de la única tía soltera que me quedaba. Mis padres tenían su habitación en la planta baja; a mí me pusieron un viejo mueble cama en un ático sin ventanas; mejor dicho, tenía ventanas pero condenadas por recios tablones de madera clavados a los quicios. Había varios baúles de tamaños similares. Olía a humedad y a naftalina. Hacía frío. Solo había una bombilla que zumbaba, quizá molesta por mi presencia, con la irritación de un moscardón que luchara encerrado entre el cristal y el visillo de un ventanal de recios postigos. Mis pesadillas se hicieron realidad aquella noche. Apenas dormí. En mi aterrorizado espíritu lo de menos eran los posibles ratones y lagartijas del cuarto. Detrás de cada crujido de la madera presentía la mano de un cruel fantasma que esperara a que cerrase los ojos para lanzarse sobre mí.

            Desde que tenía uso de razón, la oscuridad me asustaba de veras. Fui hijo único y dormía en una habitación lejos de la de mis padres. Siempre tenía que dormir con una pequeña luz encendida, normalmente la lámpara de mesita de noche, aunque a veces no era suficiente... A pesar de eso, me fascinaban los relatos y las películas de terror: una curiosa paradoja parecida, supongo, a la de quienes necesitan vivir en conflicto consigo mismos o con los demás a fin de sentirse realizados como personas, a pesar de sufrir realmente por la continua presencia en sus vidas de la discordia.

            El verano antes de mi entrada en el instituto, vi en el cine al que acudía con frecuencia con mis amigos -habilitado en lo que durante el resto del año era un solar cubierto de albero-, una inquietante película del conde Drácula, con una sangre demasiado roja para ser real, aves nocturnas ululantes en cementerios de cartón piedra y doncellas de vaporosos vestidos saltando entre los matorrales de presuntos bosques de la lejana Transilvania. De vuelta a casa, embriagado por el olor a dama de noche, lo veía todo lleno de sombras, acaso las temidas tinieblas que constituían el reino, o más bien principado, del protagonista de esos filmes. Posteriormente llegarían las siniestras familias deformes del oeste profundo americano, los asesinos con máscara que acechaban campamentos adolescentes al aire libre, etcétera, etcétera. Era curiosa mi relación de amor-odio con esas cintas que, a pesar de estar deseando ver, literalmente hacían de mis noches un océano de inquietud.

            Lo peor de todo es que mi terror irracional a la oscuridad perduró durante mi adolescencia, mi juventud y mi edad adulta. Primero murió mi padre tras una breve enfermedad; luego mi madre. Cuando ella falleció, el miedo a la oscuridad, en una casa desolada y más vacía que nunca, se incrementó con fuerza.

 

            A Manoli la conocí cuando ambos asistíamos a la misma academia de inglés tres veces por semana. Fue un entretenimiento que busqué por las tardes -trabajaba a media jornada en una oficina del centro-, intentando llenar mis horas vacías.  Al salir tomábamos café con los demás. Un día le dije que si quedábamos a solas algún viernes. Me pareció mentira que dijera que sí.

            Cuando Manoli y yo habíamos formalizado en cierto modo nuestra relación, pasábamos juntos el fin de semana en mi casa. La tarde del sábado salíamos tras el almuerzo a dar un paseo por el parque, nos sentábamos a tomar café en el bar de siempre y no muy tarde volvíamos a casa a cenar frente al televisor. A veces íbamos al cine.

            Precisamente, un día entramos a ver una película de terror donde el protagonista estaba obsesionado con la idea de que sufriría algún día un ataque de catalepsia, de modo que lo acabarían enterrando con vida. Al final fue eso precisamente lo que el ocurrió al desdichado... Durante los días siguientes, lo pasé mal. De noche, a pesar de tener iluminada mi casa como una feria, casi no pegaba ojo. Un domingo de invierno, decidí contarle a Manoli mi problema. Estábamos sentados en un banco bajo un ciprés del parque. Temí que se riera, que se metiera conmigo, que me dejara por ser un individuo pusilánime... No ocurrió nada de eso. Me abrazó y me envolvió con su olor a jazmín un poco pasado de moda y pegó su fría mejilla a la mía.

            Pasado poco tiempo, decidimos vivir juntos. Con ella a mi lado cada noche, no sentía miedo de las sombras. No me hacía falta ninguna luz encendida: dormía abrazado a ella y eso me bastaba.

            No hubo pasado un lustro de nuestra convivencia tranquila y hermosa, Manoli enfermó de gripe, recayó y murió recién ingresada en el hospital. Cuando llegué a mi casa el día del entierro, una tristeza infinita se hundió en mi pecho. De nuevo volvía a estar solo. Llegué al mediodía; no almorcé. Me limité a sentarme en el sofá y quedarme muy quieto mirando un televisor apagado. Cuando se hizo de noche no tenía sueño. A las tantas de la madrugada, me entró un sopor espeso y molesto, me acosté y decidí apagar la luz. Hacía ya tiempo que no me quedaba a solas con la oscuridad, con el miedo. Temiendo que la angustia envolviera mis pensamientos, cerré los ojos y me obligué a recordar los buenos momentos con Manoli...

            Sentí al poco rato su perfume de jazmín pasado de moda envolviéndome; noté su mejilla fría en la mía, su cabello derramándose en mis hombros y su aliento en mi cuello. Era ella. No me di la vuelta; estaba bien así. Fue la primera noche de muchas en la que la oscuridad había dejado de atemorizarme para siempre.

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