Las
vaharadas de incienso todavía recorrían el altar mientras el párroco recogía cáliz,
copón, patena y el resto de adminículos utilizados durante la liturgia. Una
última genuflexión antes de apagar los cirios y dirigirse a la sacristía para
mudar la blanca casulla por la negra sotana. La misa vespertina en honor a la
Virgen se había alargado más de lo previsto, pocas veces había visto la iglesia
tan llena, bancos abigarrados por parroquianos autóctonos y también foráneos,
aprovechando las habituales visitas estivales a aquel alejado pueblecito en las
montañas. Entre unos y otros consumieron gran parte de las existencias de las
sagradas formas.
De vuelta a la penumbra del
presbiterio —el ocaso ya teñía de tornasol las vidrieras—, el padre Mauricio
enfiló el vacío pasillo con intención de cerrar el portón y volver a casa. El
crujido de un tablón retumbó en la solitaria nave, llamando su atención, por lo
que volvió su vista a un lateral. Pudo apreciar como una figura se deslizaba al
interior del confesionario.
«Más vale que sean pecados
capitales, estas no son horas…», pensó el eclesiástico. Abrió la maciza puerta de
roble y se dejó caer en el escueto y duro asiento, besó la estola y la colocó
alrededor del cuello. Al correr la opaca cortina observó, a través de la
rejilla, la silueta de su interlocutor. Su cabeza estaba tapada por lo que le pareció
una mantilla o capucha. Le espetó el protocolario «Ave María Purísima»,
esperando que desde el otro lado se completara la frase según la fórmula
habitual. El eco de sus palabras rebotó contra las maderas, no hubo respuesta.
El cura empezó a impacientarse, pero trató de mantener la compostura. «Me ha
tocado la tímida», pensó para sí.
—¿En qué puedo ayudarte? —inquirió,
esperando a que se decidiera a hablar.
—Bendígame, padre, porque voy a pecar —respondió por fin.
El tiempo verbal de la respuesta le
dejó perplejo. No se trataba, pues, de una confesión de hechos consumados, sino
que las tribulaciones de aquella persona parecían impelerle a realizar algún
acto contra la ley de Dios.
—Antes de nada, te quería preguntar,
¿cuánto tiempo hace que no te confiesas?
—Mucho tiempo, la verdad. Pero no
tiene que preocuparse por mis pecados anteriores, sin duda ya los he expiado.
Por el timbre de voz, el clérigo
dedujo que se trataba de una chica bastante joven, seguramente no tendría más
de treinta años. Repasó mentalmente las caras de los parroquianos que
asistieron a la última misa; no había muchos jóvenes, a algunos los conocía de
otros veranos, nietos y nietas que volvían al pueblo para estar unos días con
sus abuelos, otros le resultaban desconocidos, seguramente por ser más
esporádicas esas visitas.
—Está bien —le contestó algo
contrariado ante su seca respuesta—, dime entonces qué es lo que te aflige, te
escucho con atención.
—Sé que lo hará, padre. Siempre lo
hace.
De nuevo la respuesta dejó pensativo
al sacerdote. ¿Le conocía de algo o simplemente algún familiar le había hablado
de él?
—La verdad es que mi historia es
bastante larga, también dura, pero trataré de resumirla para que pueda hacerse
una idea de los motivos que me han llevado a tomar tan grave decisión.
—Seguro que no será para tanto
—trató de quitarle hierro—, los caminos del Señor son inescrutables, y a veces
pensamos que estamos en un callejón sin salida, desamparados. Pero si hemos
llegado hasta allí será porque es nuestro destino, Dios siempre está dispuesto
a ayudarnos a encontrar el camino.
—¿Usted cree? ¿Y el libre albedrío?
¿No tenemos control sobre nuestras vidas? ¿Todo lo que ocurre a nuestro
alrededor, nuestras propias decisiones, obedecen a designios divinos?
—Bueno, no es tan simple,
necesitaría tiempo para poder explicarte con más detalle…
—Tal vez en otra ocasión, padre —le
espetó la feligresa sin contemplaciones—. Lo que quería contarle era otra cosa,
tiene que ver con lo que me corroe las entrañas. Se despertó en mí un lado
oscuro que desconocía, y que me aboca, irremediablemente, a tomar una drástica
decisión.
—Sea lo que sea lo que te atormenta,
hija, no debes dejarte tentar por el diablo; siempre está ahí, acechando,
esperando un momento de debilidad. Pero debes ser fuerte, combatirlo.
—¿Sabe cómo hacerlo? ¿Usted se ha
enfrentado a él, cara a cara, como yo lo he hecho?
—¿Y quién no, hija? El diablo es
contumaz, cualquiera puede caer en sus tentaciones.
El padre Mauricio tragó saliva.
Aquella muchacha había metido el dedo en su llaga más dolorosa. Él tuvo que
enfrentarse a sus propios demonios, pero perdió la batalla, sucumbió a la
tentación. Y sus actos tuvieron serias consecuencias, que todavía le impedían
conciliar el sueño. La ayuda brindada por el Obispo le evitó la humillación
ante la opinión pública.
—Reconozco que soy débil —dijo la
muchacha—, pero mi vida no ha sido fácil. Desde que mi hermano se suicidó, he
vivido en varios orfanatos y con familias de acogida. Nadie me hizo caso, me
tomaron por loca. Pero por fin, lo encontré.
—¿Qué encontraste? —El sacerdote
empezó a desquiciarse, no entendía nada.
—Me he fijado en que no tiene
monaguillo —replicó ajena al discurso.
Este comentario inopinado
convulsionó al párroco. Podría haber contestado simplemente: «Es un pueblo muy
pequeño, apenas hay niños». O un aséptico: «Me las apaño bien solo». Pero no
pudo reprimir su creciente ansiedad al rememorar los oscuros y obscenos actos
que dieron con sus huesos en aquel diminuto pueblo serrano.
—¿Quién eres? ¿A qué has venido? —interrogó
a la joven, esperando que las respuestas no removiesen fangos del pasado.
Al otro lado de la celosía no halló
a nadie. De forma repentina, un estruendo le sobrecogió. Trató de salir del
cubículo, pero el grueso clavo atravesado en la madera le impidió el paso. Un
segundo golpe lo confinó definitivamente.
La joven guardó el martillo en su
pequeña mochila, de la que extrajo una botella con un producto inflamable. Al
estallar contra el confesionario, gritó:
—¡Arde en el infierno, abusador de
niños!
Intriga y final oscuro "brillante"
ResponderEliminar