[NOTA DEL AUTOR:
He querido reservar para este último
‒esperemos que sólo sea un paréntesis necesario‒ número de la revista Absolem una “composición” con cierto
regusto de especialidad para mí, por
ello he enviado este relato que fue escrito originalmente a principio de los
80, cuando hablar de «eutanasia» ‒con demasiada habitualidad‒ era sinónimo de
«asesinato».]
Me dijeron que era
un día de celebración, un día para celebrar, aunque a mí me parecía un día más,
un poco nublado quizá. Un día como tantos para respirar el metálico oxígeno de
la mañana, un día más para comprender que aún seguía vivo, aún sentía
insoportable el picor de los sabañones tras las orejas. La ventana, a modo de
pantalla inmensa de otro universo, sabía mostrarme la algarabía de otro mundo,
de otra humanidad. Sin saber el porqué, estaba libre y la verdad es que nunca
supe estarlo, así que el perder tanto tiempo tras el mundo no fue sino la
confirmación del sino: habría de empezar una nueva vida como tantas veces.
Nunca perdería mi miedo a vivir, nunca, eso me mostraba la gélida pantalla.
Sus cartas podrían
haber endulzado mi aciaga estancia, sus cartas podrían haber sido el néctar de
mi miedo para cubrirlo de esperanza, sus visitas hubieran rociado de falsa
alegría las comisuras de mis labios e, incluso, hubieran salpicado de sueños
como lágrimas mi rostro, aunque ciertamente nunca hubiera podido visitarme y
nunca hubieran podido llenarme de ilusión como zafiros sobre oro blanco sus
palabras escritas. Era de esperar, también, por otro porqué, que yo nunca
hubiera estado allí.
Me obligaron, ¿o me
obligué?, a fundar un nuevo hogar, unas nuevas compañías, un nuevo trabajo, un
nuevo ars vivendi, me obligaron o me
enseñaron, aunque en el fondo quizá yo ya lo sabía, pero nunca lo supe hasta
entonces.
Hace ya veinte años,
en las mañanas como ésta, Alain Barrière marcaba el ritmo de mis paseos,
pasillo tras pasillo, luz tras luz, una puerta que giraba… Ma vie, sí,
mi vida… On dit que ça revient, ma
vie, mais c’est long le chemin. Ma vie: Qu’il est long le chemin! Sí, veinte años y aún seguía
recordándolo: aquellos cuerpos ajados para recién recomponerlos, conectarles de
nuevo la energía que no tenían y ¿para qué? Muchos no querían tenerla. No hay
nada más catastrófico que lo cotidiano. ¡Cuánto me enseñó una canción sin
saberlo!
Después fue todo,
fue conocer otra vida, vivir al fin, nacer de algún modo, morir de algún otro.
Pero fue todo. Ella estaba allí, un día nublado como éste, estaba ahí para
sorprenderme con otra luz, para hacerme conocer lo en tinieblas que he vivido
siempre, estaba ahí para compartir el único taxi libre en media hora tras una
ardua jornada de vida. Estaba ahí...
―¡Taxi! –Voz a dúo– ¡Taxi! –De nuevo.
―Yo lo vi primero.
―Disculpe señorita, fui yo.
―¡Oh, no, no es cierto! Llevo esperando media hora.
―Probablemente un par de minutos
menos que yo…
(Extraño silencio, como un
tiempo muerto, dormido o parapetado, en una situación embarazosa, ¡extraña
humanidad!, extraña siempre. Al fin rompí la ansiedad sin saber por qué
entonces…)
—Si no le importa podríamos compartirlo.
Entonces
fue todo, allí fue todo, todo fue uno, fuimos nosotros: nombre, apellidos,
profesión... ¡oh, cuánto tiempo trabajando juntos y sin conocernos!… Nunca fue
tarde para ello creí, nunca creí que los segundos pudiesen ser tan eternos y la
eternidad fundirse en tan pocos segundos. La imagen de la vida que no tenemos,
de la que quisiéramos tener y de la que nunca tuvimos ni tendremos, se funde
en una única viñeta, y ahí está la cárcel que cada uno encerramos y, a la vez,
nos encierra dentro, para en un extraño sortilegio fundir lo inconcreto en
concreto.
Alguien llama a esta
simbiosis amor, alguien conjunción de vacíos, pero por primera vez sentí la
sangre conducir mi cerebro, sentí que todo lo enorme se me quedaba pequeño, que
todo lo pequeño se hacía enorme para dar a la casualidad significación durante
veinte, ni largos, ni cortos, simplemente años.
Esta mañana, mi
primera otra mañana, mi mañana de celebración, no me hace ver nada distinto a
la anterior y, sin embargo, parece ser que he pagado una deuda contraída con
no sé quién; no obstante, sigo sintiéndome tan acreedor como hace siete mil
trescientos días. Ese no sé quién me debe muchas cosas, me debe lo que no me
dio y lo que nunca le quité, sí, soy acreedor, yo le di muchas cosas que nunca
me había dado, me había encontrado, le di esa fuerza de la sangre en el cerebro
que apenas unos meses antes me auto-transfusioné.
Compartimos las
miradas, las imágenes, los cuerpos ajados. Ella y yo, yo y ella, para ver la
inmensidad de lo vulgar, para soñar a cada media hora con la media hora
sucesiva, ella y yo para rastrear un paraíso de camas, pasillos y muerte, de
recomposiciones imposibles, pero posibles gracias al afán de unos huesos por
renovarse en cuerpos. A cada sándwich entre prisas, el comentario de los
avatares de la jornada, de la salvación de la sangre sobre los cerebros.
Unos días, unos
meses tremendamente cortos y tan tremendamente largos, tan intensos como el
tacto de su cuerpo sin magulladuras al atardecer, su piel de ambrosía recién
arropada de sueños entre mis brazos, ¡qué enormes eran mis brazos cada
anochecer! Los instantes podían conjugarse como los verbos y los verbos
devenían tan inútiles ante tan vacío lenguaje, tan universal y tan mudo, que
hoy lo que me muestra mi pantalla está tan quieto, que no sé si yo observo al
mundo o el mundo me observa impertinente tras la ventana.
Tras otra ventana,
el mundo me mostró la imagen brusca de la ruptura de ese lenguaje maravilloso,
yo en aquel momento no lo intuí, nunca se intuye lo que no se quiere saber, lo
que no se está dispuesto a saber. De nuevo fue un taxi, caprichoso mordisco de
la ironía, el que cerró el paréntesis de mi vida. Lo observé impertérrito e
incrédulo, siempre hubiese jurado que ante tal situación me abalanzaría como un
halcón al vacío para poder dominar como un arcángel los sucesos, lo hubiera
jurado más allá de la humana capacidad para sellar juramentos. Lo hubiera
jurado. Pero atónito seguí mirando, ya sin saber hacia dónde, como un
murciélago sordo, miré atónito, mientras mi cerebro fue escupiendo sangre hasta
quedar nuevamente vacío, tan vacío como el horizonte de esta mañana.
Tuve de nuevo su
cuerpo entre mis brazos, ya no eran enormes, los instantes volvieron a ser
instantes, los verbos volvieron a brotar allende mi paladar. Era su cuerpo,
pero no era ella. Todos los sortilegios que como aprendiz de brujo intenté
aplicarle fracasaron. Su cuerpo seguía allí vacío, tan vacío como aquellos que
vi cubrir con una sábana tantas veces, no tenía magulladuras, pero estaba tan
magullado corno mi alma, no era ella, ni nunca volvería a ser ella.
Los instantes se
acumulaban ante su abierto sarcófago, toda una selva de cables y tubos, de
precintos conseguía hacer que aún su pecho se bambolease como una marea de
sufrimiento arrancada al océano. Ese no sé quién decía que estaba viva, pero yo
sabía demasiado de no vivir como para comprender que no. Una marea acumulada
puede ser un maremoto y yo nunca lo permitiría. Sólo había que abrirse paso
entre la selva. Una ardiente erupción de sangre volvió a inundar mi cerebro
consciente de que sería la última vez. Como un hábil indígena logré conducirme
entre aquella mágica y tenebrosa maleza, como los tentáculos de algún
misterioso monstruo, los aterradores conductores de vida portátil se
escurrieron por el suelo. La luna, la luna como un avispero de serpientes, era
la que izaba la marea. Al fin cesaría la marea.
Por unos momentos
observé perplejo mi obra, quizá mi única gran obra, al menos de la única que
jamás me he sentido orgulloso y jamás arrepentido. ¿Dónde estará ahora? Un
nuevo silencio, como un nuevo lenguaje sin conjugaciones acudió a responderme.
Me robaron el cielo
durante veinte años, pero sigue siendo tan gris, tan metálico como aquella
triste mañana. Alain Barrière callará para siempre, la marea quedará para
siempre dominada en un secuestro de luna, pero nunca se acallará este diluvio
que me urge dentro como una tormenta anodina de seguir sin saber seguir, de
verme obligado a seguir por una ruta que no me deparará más que mañanas
nubladas, lo parecía y así lo será siempre. ¡Qué
largo es el camino!
ME HA ENCANTADO!
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