(2013)
Me perdí en los túneles del metro. Aquella maraña de conductos
interminables me hizo no saber dónde estaba. ¿Es
imposible? No, no es imposible, sobre todo si es en una ciudad a la que apenas
conoces. La decisión más normal es seguir a la gente de un lado para el otro,
pero es que acabé en un pasadizo por el que nadie transitaba, ni tan siquiera
los mendigos del submundo y, además, cuando te embarga la desesperación llega
un momento en el que la decisión se convierte en la tremenda indecisión, y de
ahí al caos apenas hay un saltito. Tenía prisa, llegaba tarde y más y más me
perdía, la prisa es el condimento idóneo para hacer arraigar aún más la
desesperanza, el corazón acelera sus tic-tacs y la mente se ve atosigada por el
borbolleo de la sangre apretando los pensamientos, los mecanismos regidores del
raciocinio y tan sólo queda el ¿dónde coño estoy?, ¿ahora qué coño hago? Y la
mente se obnubila como las luces perdidas de un atardecer o un incipiente
amanecer. Aquella galería sin vida cada vez me conducía a una senda más oscura,
más perdida, a un nuevo mundo subterráneo de estaciones sin acabar o estaciones
con años de clausura. ¿Cuántos kilómetros de metro se inutilizan en cada gran
ciudad? No lo sé, pero sin duda una extensión lo suficientemente amplia como
para instaurar una nueva ciudad, en la que, de momento, sólo estaban
empadronadas miles, quizá millones de ratas, que ahora sí que las veía saltar
de un lado para el otro entre los oxidados raíles muertos… ¡El móvil! ¿Cómo no
he pensado antes en el móvil? Marco un número tras otro, no da señal, nada de
nada, miro la pantalla y está vacío el espacio para las barritas que indican la
cobertura, al menos su luminoso destello me sirve de leve linterna para poder
testimoniar que estoy rodeado de paredes y suelos mugrosos, de yerros oxidados,
y de ratas, de un amplio poblado de ratas, una tribu que deambula de un lado
para el otro buscando algo que echarse a sus asquerosos y afilados dientes. Me
asomo a borde arcén, no sé por qué, a observar el epicentro de mayor actividad
de la deleznable jauría, están más amontonadas en el lado derecho, según miro,
incluso forman una colina, un castellet en el que apenas cuesta sostener el
equilibrio. Tengo miedo, sí, tengo miedo, miedo y asco, miedo y náuseas, pero
no puedo dejar de mirar, es como cuando ante el televisor te enfrentas a un
programa desagradable, pero hay algo en ti que, sin tener consciencia de qué,
te va impulsando, casi compulsivamente, a seguir viéndolo. Las ratas, una vez
terminada su escalada, como si hubiesen puesto el banderín de haber conquistado
y superado una cima, comienzan raudas, cuesta abajo, unas sobre otras, el
descendimiento, y queda desnudo el monte, el leve montículo que, conforme
enfoco con mi lucecita telefónica y acomodo mi visión a esta oscuridad, va
tomando la forma de un cadáver, hay huesos, restos sanguinolentos, podría ser
un perro, pero un perro grande, ya veo en el desparrame del osario lo que debe
ser el cráneo, un cráneo casi mondo, ¡una calavera! ¡Un cráneo de persona!
Enseguida, en la rapidez brusca del terror, una imagen terrible asola mi
imaginario, ¿será esta la despensa de la ratonera, igual que hacen las hormigas
en el hormiguero? Es absurdo, me digo, ¿a quién van a atraer aquí?, ¿cuántos
despistados como yo pueden existir? Al principio, me conformo, luego pienso en
la cantidad de desaparecidos sin hallar que figuran en los listados policiales
de las grandes urbes, en los millones de transeúntes diarios de estas arterias
suburbanas. Sin querer, una sonrisa aflora entre mis labios, me vienen a la
mente esas noticias, leyendas urbanas, que circulan de los cocodrilos, anacondas
y caimanes deambulando por las cloacas de Nueva York. ¿Para qué hace falta
rebuscar un exotismo siniestro para infundir el pavor al inframundo urbano?
Tenemos las ratas, miles, millones de ratas que moran bajo nuestros hogares,
que viven de nuestros despojos y ¡qué mayor despojo que nuestro propio cuerpo
inane! Las miro, me miran, saben que estoy y saben que no voy a encontrar la
salida, no me atacan, aunque me acechan, no les hace falta nada más, saben que
al final mi lucecita se apagará sin batería, mis piernas no soportarán más el
cansancio, me sentaré, me recostaré, es imposible otro destino, y, finalmente,
quedaré ahí como alimento guardado en una alacena, en una cámara frigorífica
que no necesitan, porque para ellas en la putrefacción está la esencia del
sabor, el condimento exacto para hacerlo todo más sabroso. Ya soy consciente de
mi suerte, así que espero, espero aparecer en el listín de los reclamados,
entre las fichas inagotables de los desaparecidos, hasta que una declaración
oficial, judicial, reparta mis escasos bienes entre mis herederos y una tumba
vacía lleve mi nombre en su lápida, y, entre tanto, durante el trasiego
burocrático, me habré metamorfoseado en malolientes, oscuras y podridas cagadas
de rata.
Historia de un personaje estoico, que se conforma con su destino, que es el de todos, antes o después en este mundo, la muerte, pero ese no es el final. Narración muy clara y descripción impecable. Enhorabuena
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