Primer premio del Certamen Ron y miel,
2006
La encontré en un rincón.
A modo de camaleón, y agazapada entre tanto ataúd, parecía disimular; triunfaba
en un descaro escurridizo frente a las miradas curiosas. Brillaba. Su
superficie aguantaba con desprecio una ligera capa de un polvo que no había sido
capaz de aniquilar el radiante pulido a que fue sometida la madera por manos
artesanas. Unas hebillas doradas aseguraban la tapa. El color oscuro encerraba
un fino acolchado de espuma blanca recubierta por un traslúcido papel
plastificado. Al igual que los féretros entre los que se hallaba, la caja
guardaría en su interior una suspensión vital, pero a la espera de resucitar
con todo vigor en el momento más provechoso. De tal guisa aguantó durante
varios años. Todo a su tiempo.
El mayor desafío que
puede enfrentar la niñez no es otro que la muerte. Niñez y muerte representan
lazos de incompatibilidad chirriante. A pesar de ello, escuché pésames de más a
tan corta edad: mientras los chiquillos de mi pueblo correteaban por las calles
angostas y pedregosas, yo ayudaba en la funeraria de Miguel. Así me ganaba unas
pesetas. Luego podía invitar a mis amigos a unas golosinas, de colores
chillones y sabores densos, con las que me granjeaba su amistad interesada e
inmortal. Eso no afectaba a mi orden moral en gran medida -lo del interés-,
pues lo realmente importante llegaba de
la mano de los juegos en tropel. Acudían a nosotros detrás del breve dulzor que
quedaba en nuestras bocas por causa de los beneficios económicos que me
aportaban los dilatados lutos de mis paisanos.
En una época tan gris y
oscura, el culto a la muerte cuajaba como el ejercicio más sublime y vital de
representación de la pena; un nudo de dolor, pero para mí todo aquello traía un
baúl sin ataduras repleto de alegría. Asistí a muchos velorios. A ellos acudía
acompañando a Miguel, el dueño de la única funeraria que existía en mi pueblo
allá por los años sesenta. Tampoco había necesidad de que existieran más
negocios consagrados al traslado final. Esto venía avalado porque en esa época
sedentaria las agencias de viaje aún no se habían instalado en los pueblos. Los
desplazamientos eran tortuosos por aquellas carreteras enclenques del país,
pero hacerlos por las calles del municipio… y si al hombro portabas la caja de
un difunto… Sin embargo, para algunos suponía un disfrute el sentarse a la
puerta de la casa para ver pasar el entierro de una persona por la que no
sentía afecto, aprovechando la ocasión para desearle buen viaje.
Al alimón, entre una
muerte y el fallecimiento siguiente excavaban un surco donde se enterraban
semanas y meses de ausencia de velatorios ácidos; pero además, la gente eludía
los óbitos en primera persona con una fruición tal, que a los terratenientes
del pueblo les hubiese gustado que los jornaleros mal pagados hubieran puesto el
mismo empeño en las labores del campo.
Miguel siempre llevaba la
caja de madera, el féretro, sobre la carretilla de mano. Yo colgaba de mi
hombro la corona de difuntos. Sus flores no se marchitaban: aguantaban el paso
del tiempo de manera impertérrita, con poses glaciales dentro de esa eternidad
que pertenece a la muerte, pero también a las flores de plástico coloridas que
conforman aureola de luto. Sólo había una en la funeraria. Todos los muertos la
compartían con solidaridad; a ellos se les hacía imposible de eludirla en esa
escena de la que eran protagonistas
absolutos e impasibles, actores a la fuerza y mal maquillados. Pálidos todos
ellos.
Mi niñez tuvo sonados y
variados encontronazos con la muerte ajena, pero nunca viví el conflicto de dos
entierros al mismo tiempo. De no haber sucedido así, hubiéramos tenido que
hablar de un suceso dificultoso: el enorme apuro de decidir a qué familia
romperle el negro duelo con los vivos colores de la única corona de difuntos.
En ese aspecto, la muerte se comportó con una educación esmerada. De todas
formas, la funeraria nunca fue un negocio de enormes beneficios para Miguel,
pues no abundaban, como mencioné con anterioridad, los difuntos por facturar,
aunque para mí… ¡Un solo muerto representaba casi cien caramelos! Una pérdida
generaba riqueza. Así de extraña y contradictoria es la muerte: a unos le
pasmaba sus sentidos y a mí me los despabilaba. Una mañana lluviosa todo
comenzó a cambiar.
Aún no he conseguido
descalzar de la trastienda de mis retinas aquella fotografía en blanco y negro:
se inyectó ese día en mi cuerpo para alzarse como una evocación que llevaba
vitola para el olvido, pero que nunca acabó de pronunciarse en voz alta y
autoritaria en mi mente.
A las ocho de la mañana
sonó el teléfono. Teníamos entierro. ¡Buena forma de empezar el día! La
avaricia que inventan las golosinas no tiene fin, a pesar de estar montada
sobre el fin de más de uno.
Iba a experimentar mi
primer contacto con el dinero sucio.
Llegué al despacho de
Miguel. Lo encontré con un gesto quebrado, quejumbroso. El desasosiego le
saltaba por los ojos. Me miró de forma fija, pero opaca. Estaba muy lejos de
allí, absorto. Rumiaba mentalmente. Ajustaba neuronas para tomar una decisión
crucial. En ese momento advertí que yo no había doblado a difunto con las
campanas de la iglesia: acompasado telegrama sonoro, y de decibelios negros,
para los convecinos. Mi jefe dijo que no era preciso aún, y emprendimos el
camino con los bártulos.
El trayecto que separaba
la funeraria de la casa del muerto no era largo; sin embargo, mediaban en él
todas las cuestas del pueblo. La lluvia no quiso perderse el itinerario,
regalándonos una compañía que nadie le pidió. Jarreó a cántaro limpio. Llegamos
calados hasta los huesos a la casa del finado, bueno… es un decir.
Empujamos la puerta y
atravesamos un largo zaguán que hacía las veces de pasillo sobre el que se
asomaban las habitaciones de aquella casa. Todos guardaron silencio y sacaron
miradas para certificar nuestra presencia. Miguel se acercó a la esposa del…
bueno, cuchicheo al oído de la mujer.
Dejamos el ataúd y la
corona, apoyados justo sobre las grandes panzas que la cal formaba sobre las
paredes de la casa; algún caliche se desprendió. Cruel vaticinio para una vida
que estaba por derrumbarse.
Recuerdo su mirada, sus
grandes ojeras negras y sus inmensas orejas que casi tocaban su hombro. Dicen
que las orejas crecen de manera desproporcionada y cruel antes de la muerte.
Será para dar oídos plenos al instante previo de caer en la sordera
irreversible. Su rostro cerúleo simulaba emerger del fondo de un pozo. El
hombre se incorporó, apoyándose sobre sus codos, liquidando en el esfuerzo las
escasas fuerzas que aún le quedaban. Cayó de nuevo, y a plomo, sobre el
almohadón. Aquella visión espectral procedía de uno de los dormitorios que se
asomaban al salón, en donde algunas mujeres farfullaban en un mar de susurros.
Andaban de vigilia. El próximo difunto seguía de permiso en la vida. Agonizaba.
Miguel, en su afán por prestar servicio a toda costa, y yo, en mi codicia por
no perder golosinas, nos adelantamos con los bártulos funerarios. El moribundo
los reconoció; nos censuró con su mirada y contempló con estupor como la muerte
dejaba sus aparejos en la antesala minutos antes de su expiración.
Camino de nuestros quehaceres,
Miguel me pagó por anticipado. Sin apenas digerir la situación que acabábamos
de vivir, yo aferraba en mi puño el dinero del entierro sin cumplimentar del
todo, pues el difunto seguía vivo aún. Un dinero que sentí tan brillante como
alas de cuervo y negro como la muerte, pero que me trajo rescoldos tan dulces
como los cobros de anteriores entierros, cobrados en su preciso momento. Puse
en paz mi conciencia, serenándola por la boca.
Esa misma noche, la del
velorio del muerto vivo, Miguel recibió la noticia del fallecimiento de su
hermana en Madrid. Tenía que partir. Llamó al médico para interesarse por los
acontecimientos del enfermo, que a punto estaba de dejar de ser cliente del
galeno para serlo del funerario. El desenlace se presumía cercano. Cuestión de
horas o minutos. En el último reconocimiento, el doctor lo encontró fatal. Por
eso, Miguel tomó la decisión de cogerle la delantera a la muerte. Presentó su
tarjeta de visita a quien nunca debe verla: la caja de pino barnizada y la
corona deben hacer acto de presencia cuando la vida se va. Miguel permutó el
desenlace y se marchó antes de que la defunción llegara. Luego, llegado el
tránsito, sólo tenían que meter el cadáver en la caja. Para eso Miguel no era
preciso. Él partió al sepelio de su hermana, dejando sus deberes hechos frente
a una faena sin rematar.
Las mujeres de mi pueblo
ponían especial celo en librar a los niños del contacto con la expiración. Los
críos nunca veían a los familiares que dejaban este Infierno para buscar el
Edén. Yo, por aquello de mi peculiar trabajo, personificaba la excepción que
mortifica la regla.
Me avisaron al filo del
mediodía. El sol caía de plano y con todo su rigor. Miguel ya había dejado el
féretro en la casa del interfecto. Me correspondía llevar la corona.
Al encarar la calle me
abofeteó un rumor de sopor cálido, pero me recorrió el espinazo un gemido
gélido como nunca hasta entonces yo había oído. A medida que me acercaba, más
intenso y palpable se hacía el lengüetazo de pena que recorría los frentes de las
casas cercanas. La muerte dolía en exceso, escurriendo una aflicción subida de
tono.
Yo siempre dejaba la
corona a pie de ataúd. No me dejaron entrar. Un hombre, con los ojos inflados
por el llanto infatigable, me la hurtó de un manotazo y me empujó fuera de
allí. No me dejaron ver el cadáver. Nunca hasta ese día yo me había dejado de
empapar con las facciones de los muertos de mi pueblo, en una mágica atracción
de la que no podía escapar.
No presté mayor atención
que la precisa al asunto. Después de la Misa, solemne y triste como pocas yo
había visto, el cortejo se dirigió camino del cementerio. El féretro flotaba
por encima de un mar de cabezas, casi suspendido, acunado por un mortífero
silencio. De vez en cuando, algún lamento seco y profundo rompía la mudez
absoluta del momento. Eran puñaladas de dolor. Yo, por fuerza de la costumbre,
mantenía cierta distancia de sentimientos. No me convenía implicarme demasiado
con el dolor ajeno, pues corría el riesgo de hacerlo mío. Y aunque adquiriese
un poco de cada enterramiento, la autodefensa me decía que la suma de penas
adquiridas podía llenar mi corazón de tristeza en propiedad. Demasiados
entierros para tan poco crío.
No evitaron el ritual de
situar el féretro sobre la pila funeraria que colmaba el centro de la avenida
principal del Camposanto. Destaparon el ataúd y los familiares le dieron el
último adiós. Besaban al difunto, dejando rastros de amor tronchado, con formas
de lágrimas, sobre él.
Yo cabeceé entre la
muchedumbre. Trataba de abrirme paso. Gané un hueco, me alcé sobre las
puntillas de mis zapatos y entonces se me vino el alma a los pies: el muerto
era un niño.
Ese día sentí la
inseguridad, la certeza absoluta de que todos somos vulnerables. Los niños
también. No me percaté de que el difunto era un muchacho porque la estatura
impidió que lo metiesen en un ataúd blanco. Con él, con el crío muerto por
Cetona, sepultaron parte de mi inocencia. Aquel trabajo comenzaba a incordiarme
en cierto modo. Comencé la cuenta atrás para dar el paso adelante de dejar
aquella ocupación.
Derrumbada sobre un paño
morado estaba la mujer. Con su juventud anclada a la cara. Su belleza sólo fue
hostigada por el sufrimiento de la enfermedad, que no acabó de ganar su rostro.
Una mortaja sencilla y blanca -más blanco sobre su palidez-, contrastaba con
aquellos enormes pendientes de coral. Una nota de color frente al luto que
dejaba en su hogar. Su viudo e hijos lloraban sin tregua.
Al llegar a casa, observé
que mi madre discutía de forma airada con mi padre. La muerte de la mujer los
cogió a contrapié. Mis padres tenían un pequeño negocio de joyería. La difunta
les compró, unos días atrás, los pendientes de coral que estrenó la fallecida
justo el día de su sepelio. Aún no los había pagado. El marido lo ignoraba. El
cobro se hacía tan oscuro como el manto de la muerte.
Fue mi último entierro.
Tuve que bajar la corona a la funeraria, envuelto en un jarrear incesante de
agua y relámpagos acompañados por el tañer ronco de las nubes negras que
envolvían el pueblo. La luz se fue. La angustia me ganó cuando enfilé las
escaleras del desván. Allí estaba el almacén con los féretros y allí
guardábamos, con mimo, la corona.
La eché a rodar. Nunca
más la volví a coger.
Durante unos meses fue la
comidilla del pueblo el asunto de los pendientes de coral de aquella mujer.
Constituyó el misterio del siglo. Al destapar el ataúd en el cementerio,
misteriosamente, los zarcillos de coral volaron o se convirtieron en cenizas de
forma veloz.
Las acusaciones gratuitas
abundaron. Todos veían en el vecino a un posible ladrón. La difunta sin
pendientes y mi madre sin cobrarlos. La muerte no paga facturas. Yo cobré mis
veinticinco pesetas de rigor.
Hoy es un día triste; tan
triste como inmenso el dolor que me causa la muerte de mamá. Ya soy adulto. Es
mi primer contacto con los ritos funerarios desde que con ellos me ganaba
aquellas difuntas pesetas. El ornato y el ritual han cambiado, para bien y a
mejor. La pena que causa la ausencia, no; sigue siendo igual de dura, igual de
cruel: abre espacios para que en ellos se hacine el vacío que labran los seres
queridos al morir.
Estamos en el Tanatorio
Municipal. Nada de velatorios en la casa familiar, pues siembran recuerdos de
muerte por los rincones y cuelgan telarañas de congoja por las paredes. Mamá
está en el féretro. Parece dormida. Tan bella como siempre. Hasta en la muerte
ha sabido guardar esa dulzura de madre, y esa pose tan suya. Nos regala una
última mueca de sonrisa desde detrás de la vidriera de la sala nº 35. Curiosa
coincidencia: mismo número que mis años.
Se acerca la hora del
fin. La van a cubrir. Pido hacerlo yo, y en soledad. Cierro las cortinas para
evitar miradas indiscretas. A mi lado, está inerte… ella que tanta vida dio.
Tomo sus manos. Las aprieto con dulzura. Paso mi mano al interior del bolsillo
de mi chaqueta. Extraigo una pequeña caja de madera brillante. La que encontré
años atrás entre los ataúdes de la funeraria de Miguel. Un papel plastificado
envuelve los objetos. Dormitan sobre la esponja blanca. Van a resucitar. Es su
momento Los extraigo. Se los coloco a mamá.
Afianzo la tapa del
ataúd. Allá marcha. Con la tranquilidad del amor que derrochó sobre nosotros y
con la alegría, de una deuda restituida, colgada de sus orejas. Los pendientes
de coral por fin son dueños de las orejas de mamá.
Esta noche no lloraré tu
ausencia. Mamá: quien paga, descansa; quien cobra, mucho más. Descansa en paz,
mamá.
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