sábado, 14 de noviembre de 2015

La Caja, por JUAN CARLOS PÉREZ LÓPEZ



Primer premio del Certamen Ron y miel, 2006  


La encontré en un rincón. A modo de camaleón, y agazapada entre tanto ataúd, parecía disimular; triunfaba en un descaro escurridizo frente a las miradas curiosas. Brillaba. Su superficie aguantaba con desprecio una ligera capa de un polvo que no había sido capaz de aniquilar el radiante pulido a que fue sometida la madera por manos artesanas. Unas hebillas doradas aseguraban la tapa. El color oscuro encerraba un fino acolchado de espuma blanca recubierta por un traslúcido papel plastificado. Al igual que los féretros entre los que se hallaba, la caja guardaría en su interior una suspensión vital, pero a la espera de resucitar con todo vigor en el momento más provechoso. De tal guisa aguantó durante varios años. Todo a su tiempo.
El mayor desafío que puede enfrentar la niñez no es otro que la muerte. Niñez y muerte representan lazos de incompatibilidad chirriante. A pesar de ello, escuché pésames de más a tan corta edad: mientras los chiquillos de mi pueblo correteaban por las calles angostas y pedregosas, yo ayudaba en la funeraria de Miguel. Así me ganaba unas pesetas. Luego podía invitar a mis amigos a unas golosinas, de colores chillones y sabores densos, con las que me granjeaba su amistad interesada e inmortal. Eso no afectaba a mi orden moral en gran medida -lo del interés-, pues lo realmente importante  llegaba de la mano de los juegos en tropel. Acudían a nosotros detrás del breve dulzor que quedaba en nuestras bocas por causa de los beneficios económicos que me aportaban los dilatados lutos de mis paisanos.
En una época tan gris y oscura, el culto a la muerte cuajaba como el ejercicio más sublime y vital de representación de la pena; un nudo de dolor, pero para mí todo aquello traía un baúl sin ataduras repleto de alegría. Asistí a muchos velorios. A ellos acudía acompañando a Miguel, el dueño de la única funeraria que existía en mi pueblo allá por los años sesenta. Tampoco había necesidad de que existieran más negocios consagrados al traslado final. Esto venía avalado porque en esa época sedentaria las agencias de viaje aún no se habían instalado en los pueblos. Los desplazamientos eran tortuosos por aquellas carreteras enclenques del país, pero hacerlos por las calles del municipio… y si al hombro portabas la caja de un difunto… Sin embargo, para algunos suponía un disfrute el sentarse a la puerta de la casa para ver pasar el entierro de una persona por la que no sentía afecto, aprovechando la ocasión para desearle buen viaje.
Al alimón, entre una muerte y el fallecimiento siguiente excavaban un surco donde se enterraban semanas y meses de ausencia de velatorios ácidos; pero además, la gente eludía los óbitos en primera persona con una fruición tal, que a los terratenientes del pueblo les hubiese gustado que los jornaleros mal pagados hubieran puesto el mismo empeño en las labores del campo.
Miguel siempre llevaba la caja de madera, el féretro, sobre la carretilla de mano. Yo colgaba de mi hombro la corona de difuntos. Sus flores no se marchitaban: aguantaban el paso del tiempo de manera impertérrita, con poses glaciales dentro de esa eternidad que pertenece a la muerte, pero también a las flores de plástico coloridas que conforman aureola de luto. Sólo había una en la funeraria. Todos los muertos la compartían con solidaridad; a ellos se les hacía imposible de eludirla en esa escena de la que eran  protagonistas absolutos e impasibles, actores a la fuerza y mal maquillados. Pálidos todos ellos.
Mi niñez tuvo sonados y variados encontronazos con la muerte ajena, pero nunca viví el conflicto de dos entierros al mismo tiempo. De no haber sucedido así, hubiéramos tenido que hablar de un suceso dificultoso: el enorme apuro de decidir a qué familia romperle el negro duelo con los vivos colores de la única corona de difuntos. En ese aspecto, la muerte se comportó con una educación esmerada. De todas formas, la funeraria nunca fue un negocio de enormes beneficios para Miguel, pues no abundaban, como mencioné con anterioridad, los difuntos por facturar, aunque para mí… ¡Un solo muerto representaba casi cien caramelos! Una pérdida generaba riqueza. Así de extraña y contradictoria es la muerte: a unos le pasmaba sus sentidos y a mí me los despabilaba. Una mañana lluviosa todo comenzó a cambiar.
Aún no he conseguido descalzar de la trastienda de mis retinas aquella fotografía en blanco y negro: se inyectó ese día en mi cuerpo para alzarse como una evocación que llevaba vitola para el olvido, pero que nunca acabó de pronunciarse en voz alta y autoritaria en mi mente.
A las ocho de la mañana sonó el teléfono. Teníamos entierro. ¡Buena forma de empezar el día! La avaricia que inventan las golosinas no tiene fin, a pesar de estar montada sobre el fin de más de uno.
Iba a experimentar mi primer contacto con el dinero sucio.
Llegué al despacho de Miguel. Lo encontré con un gesto quebrado, quejumbroso. El desasosiego le saltaba por los ojos. Me miró de forma fija, pero opaca. Estaba muy lejos de allí, absorto. Rumiaba mentalmente. Ajustaba neuronas para tomar una decisión crucial. En ese momento advertí que yo no había doblado a difunto con las campanas de la iglesia: acompasado telegrama sonoro, y de decibelios negros, para los convecinos. Mi jefe dijo que no era preciso aún, y emprendimos el camino con los bártulos.
El trayecto que separaba la funeraria de la casa del muerto no era largo; sin embargo, mediaban en él todas las cuestas del pueblo. La lluvia no quiso perderse el itinerario, regalándonos una compañía que nadie le pidió. Jarreó a cántaro limpio. Llegamos calados hasta los huesos a la casa del finado, bueno… es un decir.
Empujamos la puerta y atravesamos un largo zaguán que hacía las veces de pasillo sobre el que se asomaban las habitaciones de aquella casa. Todos guardaron silencio y sacaron miradas para certificar nuestra presencia. Miguel se acercó a la esposa del… bueno, cuchicheo al oído de la mujer.
Dejamos el ataúd y la corona, apoyados justo sobre las grandes panzas que la cal formaba sobre las paredes de la casa; algún caliche se desprendió. Cruel vaticinio para una vida que estaba por derrumbarse.
Recuerdo su mirada, sus grandes ojeras negras y sus inmensas orejas que casi tocaban su hombro. Dicen que las orejas crecen de manera desproporcionada y cruel antes de la muerte. Será para dar oídos plenos al instante previo de caer en la sordera irreversible. Su rostro cerúleo simulaba emerger del fondo de un pozo. El hombre se incorporó, apoyándose sobre sus codos, liquidando en el esfuerzo las escasas fuerzas que aún le quedaban. Cayó de nuevo, y a plomo, sobre el almohadón. Aquella visión espectral procedía de uno de los dormitorios que se asomaban al salón, en donde algunas mujeres farfullaban en un mar de susurros. Andaban de vigilia. El próximo difunto seguía de permiso en la vida. Agonizaba. Miguel, en su afán por prestar servicio a toda costa, y yo, en mi codicia por no perder golosinas, nos adelantamos con los bártulos funerarios. El moribundo los reconoció; nos censuró con su mirada y contempló con estupor como la muerte dejaba sus aparejos en la antesala minutos antes de su expiración.
Camino de nuestros quehaceres, Miguel me pagó por anticipado. Sin apenas digerir la situación que acabábamos de vivir, yo aferraba en mi puño el dinero del entierro sin cumplimentar del todo, pues el difunto seguía vivo aún. Un dinero que sentí tan brillante como alas de cuervo y negro como la muerte, pero que me trajo rescoldos tan dulces como los cobros de anteriores entierros, cobrados en su preciso momento. Puse en paz mi conciencia, serenándola por la boca.
Esa misma noche, la del velorio del muerto vivo, Miguel recibió la noticia del fallecimiento de su hermana en Madrid. Tenía que partir. Llamó al médico para interesarse por los acontecimientos del enfermo, que a punto estaba de dejar de ser cliente del galeno para serlo del funerario. El desenlace se presumía cercano. Cuestión de horas o minutos. En el último reconocimiento, el doctor lo encontró fatal. Por eso, Miguel tomó la decisión de cogerle la delantera a la muerte. Presentó su tarjeta de visita a quien nunca debe verla: la caja de pino barnizada y la corona deben hacer acto de presencia cuando la vida se va. Miguel permutó el desenlace y se marchó antes de que la defunción llegara. Luego, llegado el tránsito, sólo tenían que meter el cadáver en la caja. Para eso Miguel no era preciso. Él partió al sepelio de su hermana, dejando sus deberes hechos frente a una faena sin rematar.
Las mujeres de mi pueblo ponían especial celo en librar a los niños del contacto con la expiración. Los críos nunca veían a los familiares que dejaban este Infierno para buscar el Edén. Yo, por aquello de mi peculiar trabajo, personificaba la excepción que mortifica la regla.
Me avisaron al filo del mediodía. El sol caía de plano y con todo su rigor. Miguel ya había dejado el féretro en la casa del interfecto. Me correspondía llevar la corona.  
Al encarar la calle me abofeteó un rumor de sopor cálido, pero me recorrió el espinazo un gemido gélido como nunca hasta entonces yo había oído. A medida que me acercaba, más intenso y palpable se hacía el lengüetazo de pena que recorría los frentes de las casas cercanas. La muerte dolía en exceso, escurriendo una aflicción subida de tono.
Yo siempre dejaba la corona a pie de ataúd. No me dejaron entrar. Un hombre, con los ojos inflados por el llanto infatigable, me la hurtó de un manotazo y me empujó fuera de allí. No me dejaron ver el cadáver. Nunca hasta ese día yo me había dejado de empapar con las facciones de los muertos de mi pueblo, en una mágica atracción de la que no podía escapar.
No presté mayor atención que la precisa al asunto. Después de la Misa, solemne y triste como pocas yo había visto, el cortejo se dirigió camino del cementerio. El féretro flotaba por encima de un mar de cabezas, casi suspendido, acunado por un mortífero silencio. De vez en cuando, algún lamento seco y profundo rompía la mudez absoluta del momento. Eran puñaladas de dolor. Yo, por fuerza de la costumbre, mantenía cierta distancia de sentimientos. No me convenía implicarme demasiado con el dolor ajeno, pues corría el riesgo de hacerlo mío. Y aunque adquiriese un poco de cada enterramiento, la autodefensa me decía que la suma de penas adquiridas podía llenar mi corazón de tristeza en propiedad. Demasiados entierros para tan poco crío.
No evitaron el ritual de situar el féretro sobre la pila funeraria que colmaba el centro de la avenida principal del Camposanto. Destaparon el ataúd y los familiares le dieron el último adiós. Besaban al difunto, dejando rastros de amor tronchado, con formas de lágrimas, sobre él.
Yo cabeceé entre la muchedumbre. Trataba de abrirme paso. Gané un hueco, me alcé sobre las puntillas de mis zapatos y entonces se me vino el alma a los pies: el muerto era un niño.
Ese día sentí la inseguridad, la certeza absoluta de que todos somos vulnerables. Los niños también. No me percaté de que el difunto era un muchacho porque la estatura impidió que lo metiesen en un ataúd blanco. Con él, con el crío muerto por Cetona, sepultaron parte de mi inocencia. Aquel trabajo comenzaba a incordiarme en cierto modo. Comencé la cuenta atrás para dar el paso adelante de dejar aquella ocupación.
Derrumbada sobre un paño morado estaba la mujer. Con su juventud anclada a la cara. Su belleza sólo fue hostigada por el sufrimiento de la enfermedad, que no acabó de ganar su rostro. Una mortaja sencilla y blanca -más blanco sobre su palidez-, contrastaba con aquellos enormes pendientes de coral. Una nota de color frente al luto que dejaba en su hogar. Su viudo e hijos lloraban sin tregua.
Al llegar a casa, observé que mi madre discutía de forma airada con mi padre. La muerte de la mujer los cogió a contrapié. Mis padres tenían un pequeño negocio de joyería. La difunta les compró, unos días atrás, los pendientes de coral que estrenó la fallecida justo el día de su sepelio. Aún no los había pagado. El marido lo ignoraba. El cobro se hacía tan oscuro como el manto de la muerte.
Fue mi último entierro. Tuve que bajar la corona a la funeraria, envuelto en un jarrear incesante de agua y relámpagos acompañados por el tañer ronco de las nubes negras que envolvían el pueblo. La luz se fue. La angustia me ganó cuando enfilé las escaleras del desván. Allí estaba el almacén con los féretros y allí guardábamos, con mimo, la corona.
La eché a rodar. Nunca más la volví a coger.
Durante unos meses fue la comidilla del pueblo el asunto de los pendientes de coral de aquella mujer. Constituyó el misterio del siglo. Al destapar el ataúd en el cementerio, misteriosamente, los zarcillos de coral volaron o se convirtieron en cenizas de forma veloz.
Las acusaciones gratuitas abundaron. Todos veían en el vecino a un posible ladrón. La difunta sin pendientes y mi madre sin cobrarlos. La muerte no paga facturas. Yo cobré mis veinticinco pesetas de rigor.
Hoy es un día triste; tan triste como inmenso el dolor que me causa la muerte de mamá. Ya soy adulto. Es mi primer contacto con los ritos funerarios desde que con ellos me ganaba aquellas difuntas pesetas. El ornato y el ritual han cambiado, para bien y a mejor. La pena que causa la ausencia, no; sigue siendo igual de dura, igual de cruel: abre espacios para que en ellos se hacine el vacío que labran los seres queridos al morir.
Estamos en el Tanatorio Municipal. Nada de velatorios en la casa familiar, pues siembran recuerdos de muerte por los rincones y cuelgan telarañas de congoja por las paredes. Mamá está en el féretro. Parece dormida. Tan bella como siempre. Hasta en la muerte ha sabido guardar esa dulzura de madre, y esa pose tan suya. Nos regala una última mueca de sonrisa desde detrás de la vidriera de la sala nº 35. Curiosa coincidencia: mismo número que mis años.
Se acerca la hora del fin. La van a cubrir. Pido hacerlo yo, y en soledad. Cierro las cortinas para evitar miradas indiscretas. A mi lado, está inerte… ella que tanta vida dio. Tomo sus manos. Las aprieto con dulzura. Paso mi mano al interior del bolsillo de mi chaqueta. Extraigo una pequeña caja de madera brillante. La que encontré años atrás entre los ataúdes de la funeraria de Miguel. Un papel plastificado envuelve los objetos. Dormitan sobre la esponja blanca. Van a resucitar. Es su momento Los extraigo. Se los coloco a mamá.
Afianzo la tapa del ataúd. Allá marcha. Con la tranquilidad del amor que derrochó sobre nosotros y con la alegría, de una deuda restituida, colgada de sus orejas. Los pendientes de coral por fin son dueños de las orejas de mamá.

Esta noche no lloraré tu ausencia. Mamá: quien paga, descansa; quien cobra, mucho más. Descansa en paz, mamá.

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