viernes, 15 de mayo de 2015

Innombrable, por F. JAVIER FRANCO.



A mi padre.

Cuando uno ve ya tan cerca el final, al menos el fin de ese estado, que no sabemos si último o intermedio, llamado vida, es cuando inconscientemente hacemos balance que lo que fue, seguramente buscando la sensación de haber tenido una existencia feliz, es cuando la nostalgia nos acerca los versos del poeta Manrique, aquellos que concluían que “a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor”, es lo que los psicólogos, capaces definir diagnóstico a todo, llaman “retornar al «paraíso perdido» de la infancia”, pero no todas las generaciones en todos los lugares han tenido «paraíso perdido», ni tan siquiera han tenido infancia.
Mi generación en mi lugar, salvo salpicaduras dispersas, no tuvo infancia, las desavenencias de los mayores nos la hurtaron, por eso lo primero que asalta a mi mente, al retrotraer el compendio de la vida, es la mañana de juegos en las eras de Santa Ana, que quedó rota volviendo a la normalidad del día a día de niñez amputada, cuando aparecieron los «stukas» por encima del horizonte-coraza de cerros, convirtiendo las chimeneas de las cuevas en blancos fantasmas erguidos, para ametrallar a unos niños que perseguían una pelota hecha de trapos. Todos acabamos cuerpo a tierra y, tras las dos oleadas de las escuadrillas, tan sólo la mitad pudimos erigirnos en pie, la otra quedó en despojos, que designamos cadáveres, de lo que eran proyectos de vida intensa. En aquel momento, y aún ahora, me asaltó el pensamiento la perversa incógnita del porqué del ataque a unos niños indefensos, luchando contra la adversidad de un mundo de fuego, destrucción, hambre y miedo, ¿qué pensaron aquellos pilotos?, ¿qué estúpido odio les removía a convertir en objetivo militar a unos niños desamparados y sufridos evadiendo la cruel realidad? No lo sé, pero he terminado concluyendo que el odio arrastra incluso a los cachorros del enemigo, que pueden ser los futuros soldados que empuñen las armas contra sus aparatos, aunque lo que realmente pienso como más consecuente, si bien no es una alternativa, sino un complemento a mi anterior conclusión, es que de lo se intenta es sembrar el miedo, y con él la desesperación, en la inocente retaguardia civil, dejar a las viudas cada vez más desoladas, dando sepelio ahora a sus hijos, el miedo es una arma mortífera, un arma psicológica perfecta y terrible, el miedo a perder cada vez más motivos por lo que vivir, a no saber, o sí saber, si ya merece la pena seguir en el estado de la vida, dejar descoyuntadas y apartadas las vanas ilusiones y esperanza de victoria con las que arrancan los inicios de cada conflicto. Conflicto, sí, conflicto, no me pidáis que use la palabra, no me dejéis usarla, porque entonces todo yo sería ella misma, entonces embadurnaría el horror tanto mis recuerdos como mi devenir, por eso excusadme por dejarla ahí, enclavada en un rincón oscuro, perdida, olvidada.
Mi niñez cambió un veintidós de julio, cuando la Guardia Civil, tras una vana intentona de tomar el pueblo, se encerró en su cuartel, tras el fracaso del acceso a enlazar con sus fuerzas por parte de sus correligionarios de la capital, que fueron sorprendidos y hubieron de huir, dejando atrás los cuerpos yertos de sus compañeros, con el rabo entre las piernas por donde volvieron. El asalto fue terrible, los disparos de los milicianos no cesaban de impactar sobre el viejo palacete y sobre algún descuidado que dejaba asomarse más de lo conveniente. Mi madre estaba enloquecida, yo estaba enloquecido, mis hermanos estábamos enloquecidos porque mi padre se hallaba preso dentro de aquella jaula monstruosa, resistiendo tenaz para nada, porque es seguro que sabían que resistir devenía imposible, pero no sé por qué estúpido resorte resistían aun siendo conscientes de que no sólo se arrastraban ellos al abismo, sino también a sus familias resguardadas dentro. El capitán quiso hacer chantaje con los detenidos dentro, pero ello no hizo más que elevar ostensiblemente la furia y el resentimiento de los asaltantes, que gritaban con orgullo soflamas en pro de la libertad y del régimen democrático republicano. Todo acabó tan mal como era de prever, ya que aparecieron dinamiteros de las minas cercanas y fuerzas de Infantería de Marina acantonadas en el puerto de salida natural al mar de la comarca distante en cien kilómetros. Los barrenos y el asalto final de las tropas expertas cubrieron de matanza y muerte a los asediados, mientras eran liberados los detenidos, que apenas habían sufrido menoscabo. Tras abrazar a mi padre, mi familia se convirtió en un torbellino de alegría. Alegría desaforada que embriagó a las milicias y al pueblo desbordados, inmersos en una lujuria de victoria que nos arrastró a todos en descalabro directo hasta el caos.
Comenzaron a arder algunas iglesias, los juzgados, los registros, lo que los más ilustrados en las ideas revolucionarias llamaban el «aparato represor del estado». Y los niños nos unimos en procesión inmersos en el epicentro de aquel torbellino de revolución, de libertad que no era consciente de su libertinaje. Los mayores pasaron por las armas a los santos de la fachada de la catedral, dejando las vetustas estatuas de mármol blanco reductas a pequeñas lajas blancas, luego entraron dentro decapitando santos y aniquilando en un apártame esas pajas a las estatuillas de madera del coro, después abrieron capillas, la sacristía, las criptas y alguien empezó a desarticular el órgano barroco, los tubos metálicos y rítmicos dejaron resonar una armonía improvisada al rebotar contra el suelo, minutos antes habían detenido al obispo, además del resentimiento hacia la religión, que había sido hasta entonces una cápsula aprisionante para las mentes, para los actos de la cotidiana cercenados por una moral farisea y para el destino de sus estómagos, toda vez que era el mayor terrateniente de la comarca, habían hallado una radio clandestina en el suntuoso Palacio Episcopal. El obispo, vejado, fue llevado a lo que quedaba de los juzgados e introducido en la cárcel municipal. Luego se apilaron en el exterior los restos, a veces momias, de obispos, canónigos y frailes. Cuando colocaron en fila en la Plaza de la República los cadáveres de los niños muertos tras el ataque inmisericorde de los «stukas», un simbólico paralelismo enlazó en mi mente ambas imágenes, si bien aquellas criaturas rebosaban vida instantes antes de que los vampiros de la muerte sobrevolaran las eras, y los otros muertos estaban mondos y descarnados desde hacía siglos. Y con casullas, mitras obispales y haciendo sonar los tubos como pitos del órgano, una sacrílega procesión infantil, de la que yo formé parte, recorrió las calles del centro del pueblo.
A partir de ahí, tras aquella eclosión de alegría y fiesta, apareció la rutina del miedo y la muerte circundando sobre nuestras cabezas. Mi padre en el frente, mi madre y yo, era el hermano mayor, sacando adelante a la familia como podíamos, quedando atrapado aquel “paraíso perdido de la infancia” entre trabajo incesante, miedo, sacrificio y penurias, que sólo se abrían a lo que debían ser diversiones infantiles, cuando las eras se convertían tanto en estadio olímpico como en campo de batalla de guerrillas pueriles, aunque luego acabaran convirtiéndose en una trampa terrible para ejercicio de destreza de la puntería de los aviadores enemigos. Los mismos que dejaban que llegara la noche para destruir los sueños en pesadillas de insomnio con sus bombardeos indiscriminados. Noches sin aire, apiladas las personas bajo túneles cargados de sudor, mala respiración y miedo, precedidas de los estridentes sonidos de las sirenas y consumadas a ritmo de explosiones, temblores y polvo mugroso que caía del techo. Noches de miedo, días con miedo e infancia degollada, todo en nombre de una libertad o de un orden, que sólo conseguía que ambos desaparecieran entre el miedo y la falta de capacidad de serenar los pensamientos.
Zanjas y fusilamientos, cadáveres insepultos, juicios sumarísimos, algunos postmortem, y así fue pasado por los fusiles el obispo en un páramo desértico con olor a mar, también un alcalde de legislaturas anteriores, que ya había cambiado de chaqueta y principios varias veces, desde el conservadurismo monárquico al centrismo radical y republicano, fuente de corruptelas y aliado de cualquier postor, al que los que quisieron abrirle causa de mártir inventaron la farsa de que fue enterrado aún con vida. Farsas y verdades de inmolaciones que se cruzaban de un lado al otro del frente, que sólo hacían increpar el odio de los guerreros y el terror de los civiles pacientes. La idea de caer en manos de unos u otros era un jinete apocalíptico terrible y bermejo que guadaña en ristre recorría las trincheras que servían de frontera y zigzagueante se introducía más allá de los frentes para advertir de la pesadilla venidera, por encima de la presente, a gentes, buenas gentes de uno y otro lado, aunque si alguien era capaz de encarnar al rojo caballero era un general borracho y mal hablado que increpaba a los suyos a causar los mayores estragos en la población civil enemiga a través de las ondas, que recorrían los mismos aires que los «stukas», de una emisora de radio que emitía desde la orilla del Guadalquivir, un Betis de sangre sin olor a azahar y con aroma putrefacto a muerte.
Tres años nos duró la condena al desasosiego para turbarse en horror palpable, en primavera de nuevas ejecuciones sumarísimas y, las más veces, arbitrarias, sin mayores causas que resolver cuitas pendientes que provenían de antes del estallido de morteros, bombas, tanquetas y fusiles. La contienda había terminado, no, no voy a expresar la palabra que esperáis por mucho que os empeñéis en que lo haga, la contienda por un parte lacónico y mal redactado había tocado a su fin, pero no era en absoluto cierto, seguía, peor que nunca seguía, y ahora seguía sin esperanza de ver el fin, por todo estaba a merced de la voluntad, tan sólo regulada por sí misma, de los vencedores en los campos de batalla y en las oficinas del nuevo orden, de la noche a la mañana en todos los rincones del país brotaron vencedores que sólo empuñaban las armas ahora contra un enemigo indefenso y, en la mayoría de las ocasiones, ficticio. Surgieron campos de confinamiento de prisioneros por doquier, en los que los presos en muchas ocasiones no llegaban a sobrevivir para el momento del cacareado juicio imparcial, mi padre fue internado en uno de ellos y condenado pasó por muchos más, aunque su estancia destrozó más nuestra existencia que la suya, que estaba marcada por una condición innata de superviviente, también surgieron batallones de soldados trabajadores que se componían en su mayor parte de soldados del bando perdedor, en su mayor parte sin ideología, que el destino había hecho que su quinta cayera reclutada del otro lado, para cuya condena no hubo sentencia y se convirtieron en esclavos, palabra nunca pronunciada porque un siglo antes se hubo abolido la esclavitud, pero estos soldados trabajadores no eran más que eso.
Mi madre y yo debimos seguir con la tarea de ser el sostén del resto de la familia y, para cuando mi padre regresó, porque ya lo he dicho era de voluntad férrea, ¿dónde había quedado atrapada mi niñez? Tres años de milicia, siete de condena cumplida de los veinte sentenciados, son diez años, ¡diez años!, ¿dónde quedaba para entonces mi niñez? Por eso, ahora que se agotan mis días, sólo acierto a recapitular que mi «paraíso perdido» son estos años de vejez sosegada, ya sin lucha por sobrevivir y hacer sobrevivir a otros: hermanos, hijos… El más mínimo atisbo de sentir aquella sensación de miedo, dolor, penuria insalvables me aterra, me hace hundirme en un pozo en el que no cabe la nostalgia, sino el sufrimiento sin capacidad de percibir su final. A este libro le quedan pocas páginas, pero han de ser tranquilas, no me importan los finales felices, tan sólo la paz sosegada, y si alguna vez me falta ésta, sé que no me faltarán arrestos para dictaminar yo mismo mi propia sentencia, porque si he de perder mi paraíso seré yo el que decida el momento. Todo lo demás sobra. Mi vida, como la de casi toda mi generación, ha estado marcada por esa palabra que vuelvo a pediros que no me hagáis pronunciar, por eso aunque dejen de rugir los fusiles o los obuses, las cicatrices se mantienen perennes e imborrables en todos los que hemos padecido el innombrable sustantivo, lo peor es que son heridas a medio cicatrizar en el alma, de las nunca cauterizan y de cuando en cuando supuran, por ello volver a renovar sentimientos padecidos en aquel trance me hace definitiva  mi decisión de terminar de sellar una paz conmigo mismo que de otro modo no alcanzaré, una paz sellada con el definitivo e inquebrantable final, sin partes militares de lenguaje cuartelero. No os cuento más, por eso os escribo, para que sepáis, si alguna vez ocurre el destino que os anuncio, cuáles han sido los únicos y verdaderos motivos.




No hay comentarios:

Publicar un comentario