Aún
la primavera, a pesar de lo que dictamina el almanaque colgado de una chincheta
en la pared, no ha dejado sentirse y el frío invierno se aferra a la
supervivencia en una agonía terrible de vientos y aguanieve. No sé si fui yo o
fue el vendaval nocturno quien dejó abierta o abrió la puerta del patio, pero
esta mañana un ambiente a despensa fresquera invade mi pequeño habitáculo. He
salido al patio, estaba el suelo revuelto de hojas muertas, testigos mudos, que
no quietos, de esos mortíferos últimos estertores invernales. En mi ansiedad he
inhalado todo el frío oxígeno que transportaba la mañana, pero por los canales
de mi nariz se ha introducido un olor suculento, un olor a pasado, a cocina de
carbón, a la abuela dominando la materia sobre las planchas incandescentes de
hierro, olor a pimientos asados que los caminos venteros dejaban que se
condujese hasta el desolado patio. Y yo, en mi soledad, he dejado embriagarme
por la gula de los sabores del recuerdo, del hule a cuadros sobre la mesa de
madera con indicios de carcoma en la cocina, aquellos sabores que en una
infancia glotona hacían que me atiborrara hasta que sentía la tirantez de las
paredes de un estómago repleto. Luego en la confesión con el cura que nos
introducía en los secretos morales para poder digerir la carne de un dios, éste
me hacía rememorar mis pecados y me descubría que aquellas ingestas eran un
pecado capital: la gula, mientras le miraba su cara sonrosada y presidida por
un narigón rojizo y observaba los pliegues que no podía disimular la sotana de
un barriga oronda e inmensa, él sí que había sabido bien conseguir alcanzar el
esplendor máximo de los contornos estomacales. Si yo por mi autodelación debía
rezar tres padrenuestros y tres avemarías, ¡cuántos rezaría él tras cada
opípara comilona!, eso era lo que siempre me preguntaba, eso y si de veras
servía para algo aquella confesión, porque el acto de contrición era
momentáneo, justo duraba hasta que la abuela volvía a asar los pimientos sobre
la sobreexplotada carmela de metal. Luego pensaba en las mojigatas figuras de
luto perpetuo de comunión diaria, ¿aquello no sería gula de la carne de dios?
Aunque cuando vestido de blanco probé lo que yo creí debía ser un manjar
exquisito, joder si la carne de pollo o cerdo, cuando había oportunidad, me
resultaba un manjar, la carne de dios debía ser insuperable, sufrí la decepción
de la insípida oblea. Entonces decidí que mis atracones de guisos con cariño de
abuela no eran pecado, más tarde con los años me planteé si realmente existían
pecados.
Siete
pecados capitales me hizo memorizar aquel cura voluminoso y carente de
humildad: gula, ira, pereza, lujuria, avaricia, envidia y soberbia. Siete
pecados que alguna vez en la vida practiqué y de los que, salvo en ocasiones de
los dos últimos, jamás me arrepentí. Gocé de la gula, a pesar de las hambrunas
que me han tocado padecer, y de la lujuria lo que pude y me fue permitido o
correspondido, estallé en ira ante las
injusticias y los abusos, obtuve de la pereza los beneficios del descanso y la
meditación y de la dulcísima sensación de poder aprovechar el tiempo en no
plantearme la propia laxitud del tiempo, fui avaro de mis placeres, más
intelectuales que mundanos, para estos me reservé la lujuria y la gula, de la
envidia me arrepentí en cuanto lo fue por lo ajeno en ánimo de trueque, no en
cuanto lo fue como admiración y deseo de llegar o alcanzar, procurando
envolverme de los méritos suficiente, el bien admirado, y de la soberbia me
arrepentí casi siempre, salvo en aquellos momentos en la soberbia no supuso
sino autoafirmación ante el desdén del auténtico soberbio empavonado. Pero,
realmente estas actitudes humanas ¿qué son?, ¿qué es el pecado? Según mi
enciclopedia, de la escasa compañía que me queda, es “transgresión voluntaria
de la ley divina o alguno de sus preceptos” o “lo que se aparta de lo recto y
justo, o que falta a lo que es debido” o “exceso o defecto en cualquier
línea”. Todo heterogeneidades sin
concretar: ley divina, recto y justo, exceso o defecto… El problema, su raíz,
justamente está en “quién” ha de definir esos valores, y siempre –naturaleza
humana– cada intérprete arrima el ascua a su sardina, o a su pimiento… Tengo
instalado el olor desde que me levanté en medio de este frío fuera de época, es
como una esencia que me impregna y me recupera parte de mí mismo, de ese tiempo
perdido por irrecuperable, pero que no sé si estuvo bien perdido, porque no es
el arrepentimiento un sentimiento útil, como tampoco lo es la resignación, pero
es más pragmático y gracias a ella resisto en este escondrijo, cuya una salida
a la realidad es este patio, porque tengo la seguridad de que aquí nadie puede
verme desde ningún lugar.
El
sótano de esta vivienda en semirruina, desde el bombardeo de febrero del
treintaisiete, es mi refugio desde marzo de mil novecientos treintainueve. Ser
un perdedor perseguido ha hecho que lleve varios años aquí metido, en perenne
soledad tan sólo interrumpida por mi enciclopedia y por la presencia de la fiel
Amelia que aún se mantiene en lo que queda de esta casa y me mantiene, ayuda y
resguarda. Ella no es sospechosa de nada para los centuriones del nuevo orden
–tan eufemístico como la palabra pecado– y siempre fue amiga de la familia. Mis
padres no sobrevivieron al fuego del destierro en la carretera de Málaga a
Almería y sólo me quedó ella cuando quedé en desamparo y sin poder huir a
ninguna parte. Fue justamente en una noche de olor a pimientos, cuando toqué la
aldaba de la medio casa, enseguida se ofreció para esconderme, y aquí sigo,
sólo sé del tiempo por el almanaque clavado en la pared por una chincheta que
va renovando año a año. Vivo en un rinconcillo del mundo suspenso sin edad,
siempre aterrorizado ante cualquier vestigio de llamada, mientras en los
registros oficiales me mantengo como desaparecido, igual que una hoja muerta
más del patio para las ramas del árbol del que un invierno se desprendió. Resignación y recuerdo es lo que me queda... ¿y la
esperanza? La esperanza también forma parte del pasado, del tiempo perdido, del
olor a pimiento asado. Si, en verdad, existiesen esos pecados, en mi cubículo
sin alrededores no tendría oportunidad de practicarlos, salvo la pereza, pero
esta pereza no es una actitud propia sino una condena impuesta. Y al final me
pregunto si es verdad que este año se retrasa la primavera o es que estoy
condenado a vivir en un perpetuo invierno… ¡Ya qué importa!
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