domingo, 15 de marzo de 2015

S.O.S., por F. JAVIER FRANCO.



A la memoria de Luis Muriel Burgos,
“pariente y, sin embargo, amigo”, siempre entusiasta defensor de la cultura.




Actual lector: has de saber que los yins existimos desde antes, mucho antes, desde casi siempre. No somos fruto de mil y un cuentos para noctámbulos. Existimos desde antes que el profeta Ibrahim abandonase la tierra de Ur, desde antes que el profeta Isha llegase a al-Quds, desde antes que el arcángel Yibril hablase al profeta Muhammad. Ya lo he dicho: desde antes, mucho antes.
Yo era un yin bonachón y sin malicia que acabé sirviendo al gran rey Asurbanipal. Todos sus deseos se los hacía realidad para mayor gloria y esplendor de su imperio. Luego el Seitán, envidioso del poder del rey, me encerró dentro de la estatua de un hombre-león alado. Aquí permanecí hibernando, como en un sueño, miles de años, viendo tras la piedra –no por estar encerrado, he dejado de ser un yin– cómo unos imperios caían y otros prevalecían para después caer, cómo ascendía y descendía la gloria, tras correr la sangre por los campos de batalla. No sé cómo definiros mi situación, era tal que dormir con un ojo abierto, observando la realidad externa como envuelta en una bruma de sopor, una pantalla con los perfiles irreales de una dimensión onírica.
Cuando murió la gloria de los hijos de Aser, las arenas del desierto comenzaron a envolver todo el conjunto de efigies y esculturas de los palacios erigidos en honor de los dioses de aquellos, que han resultado ser los mismos que los de los que después han ido viniendo, pero tan sólo variando su santo nombre.
Hace mucho tiempo para los hombres, pero para mí tan sólo una migaja, que un hombre de piel y ojos claros, de idioma, modos, vestimenta y trato totalmente distintos a los que en aquel territorio por entones se utilizaban, liberó la piedra esculpida, que me servía de prisión, de la arena y dejó ver soberbia la escultura que me guardaba. Tras tanto tiempo al sol y luego bajo la tierra, terminé en el aliviador frescor de lo que llaman museo.
Y hoy, aquí en Mosul, en la tierra de los Ayubíes, del gran Salah eh-Din, he sido liberado, he sido despertado del sueño, del letargo, por el mismo que me encerró. No creo que el Seitán tenga memoria infinita, o tal vez sí, pero el caso es que unos hombres de barba luenga y áspera, bárbaros sin duda, han destrozado mi prisión, no para liberarme sino para destruir las imágenes que se hicieron en honor a su dios, cuando era proclamado en otra lengua.
Ha sido un alivio y una lástima, al unísono, porque despertar y salir de su prisión siempre es la ambición de un yin, pero ver un mundo bárbaro, dominado por el Seitán, pleno de odio y crueldad, donde el gran Asurbanipal trocó el desierto en belleza y orgullo para todos los hombres, me ha hecho casi sentir la necesidad de volver a dormir, volver a soñar con jardines colgantes y fiestas en honor a los dioses.
Ahora sólo veo sangre, odio y banderas negras. Han roto mi prisión, pero en este momento siento que ella era mi refugio, un escondite perfecto para dormir al margen del horror que asola esta tierra. Al menos no he de servir a nadie, porque nadie me ha rescatado, simplemente han destrozado la belleza construida en honor a un dios, creyendo que con ello volvían a servirlo, nadie ha acudido a llamada mía y a nadie nada debo.
Veo al Seitán en todas las caras, pero él está tan ensimismado en su destrucción que no me ha reconocido, o no ha querido verme, o no le ha importado. Sólo unas horas despierto y libre y ya siento deseos de ser nuevamente encerrado, en unas horas –una minúscula, insignificante porción de tiempo– he visto, sin brumas de ensoñación, decapitaciones, hogueras humanas, crucifixiones, torturas, violaciones… Sangre, sangre, sangre… Y todas las voces invocando a dios, mientras el Seitán se ríe contemplando ufano su obra.
No sé lo que hacer, no sé dónde ir, pero deseo que mi sempiterna vida se agote, no puedo soportar la visión de este nuevo mundo en el que he despertado. No puedo…
Por favor, si encuentras esta nota, que he dejado en un templo de hombres de bien, que espero me sirva de escondrijo ante el malvado, engáñame con alguna argucia, no te va a costar dificultad alguna, y enciérrame, enciérrame en un lugar fresco y oscuro, tan perdido que nadie sea capaz jamás de encontrarme, para poder soñar en paz, para no poder seguir viendo el triunfo del mal y no vivir en esta pesadilla…  Y volver a mis sueños, a los sueños de la gloria del pasado.

[La noticia (eldiario.es, 26/02/15): «ISIS ha hecho pedazos la mayor parte de los fondos del Museo de Nínive, en la ciudad iraquí de Mosul. Un vídeo de cinco minutos muestra a los miembros del autodenominado Estado Islámico lanzando las estatuas contra el suelo o pulverizándolas a golpe de maza. En ocasiones, utilizan una radial para borrar los rostros de las estatuas asirias del siglo IX AC. Otros elementos del fondo del museo se remontan al siglo VII AC.»]



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