A veces pierdo mis sentidos y me confío al instinto como
única arma para mantenerme en el filo de la cuerda en que se ha convertido mi
vida. Un equilibrio constante e inconsciente, continuo y largo.
Mis torpes manos van tocando sin tacto cualquier cosa con la
que me encuentro en el camino. Alargo
mis brazos más allá de los límites de la cuerda y no soy capaz de
identificar nada de lo que mis dedos tocan. Solo nubes parecen envolverme. Mis
vestidos de seda me enrojecen la piel y los tengo que arrojar al abismo para
proseguir mi camino desnuda.
Si pudiera ver claramente, vería ese final de la cuerda que
se me antoja infinito, pero mis ojos se nublan y mi vista solo alcanza unos
cuantos pasos más allá de mi cuerpo. Mis recuerdos visionan un estado
adolescente en un ser maduro y las experiencias se me esfuman, mis recuerdos no
las pueden retener y parezco casi infantil queriendo aprender.
No encuentro el gusto en lo que me alimenta. La función de mi
paladar se perdió en el recorrido de la cuerda. Olvidé comer concentrada en no
caer. Mi cuerpo se alargó perdiendo sus redondeces y la hora de la comida ya no
está en mi horario, que más que días, parece un sueño del que no consigo
despertar.
Lo olores se entremezclan y no los puedo distinguir. Si
pudiera apreciar los aromas de las cosas que me rodean, quizás me ayudaría a
situarme en el punto de la cuerda en el que me encuentro, pero no consigo
adivinar ni uno siquiera. No percibo ni el olor de la primera leche que me
amamantó, ni el agua que me quitó la sed, ni el vino que me embriagó.
La música!.. Como ansío esa música que si recuerdo que me
hacía sentirme feliz! Este ruidoso silencio que me rodea y en el que habito no
deja pasar los sonidos. Me es imposible identificar si estoy en un bosque, una
playa, una ciudad o flotando en el aire. Pero me mantengo en la fe, porque lo
que si que siento son los latidos de mi corazón
Y a mi corazón atiendo,
esperando el despertar de mis sentidos o de mi sentido.
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