Pintura de Ana Beltrán |
Desde su atalaya contemplan la escena, cientos de
individuos congregados para un espectáculo, que no por repetitivo en esta época
del año, dejaba de ser insólito. La última oportunidad para ver este despliegue
de elegancia, de colorido, antes de iniciar una nueva gira que les llevará más
allá del estrecho, tierras africanas donde las profundas raíces comunes se
abrazaban, generaciones que una y otra vez repetían un ritual que ahondaba en
su propia naturaleza, ritmos y cantos de vida y esperanza, renacimiento
perpetuo de una especie.
El sol del postrer estío ciega los
ojos de la gran figura, un ejemplar único, referente para todos por su fuerza,
por su tronío, esbelto y enérgico, que no deja indiferente a nadie. La camisa
blanca, jaspeada de rosa, como las altas calzas, majestuoso en la pose, otea el
horizonte buscando la inspiración, sondeando referencias en su instinto. La
sincronía ha de ser total, sus compañeros de escenario se muestran nerviosos,
esperando con impaciencia el momento en que el espectáculo arranque para darle
réplica. Una agitación contenida convulsiona los corazones de todos los
presentes.
Ceremonioso,
se inclina hacia delante sobre su único punto de apoyo, y en su gesto
reverencial, el largo cuello arqueado deja su picuda nariz a escasos
centímetros de la bruñida superficie. Su reflejo es la pura expresión de la
belleza. Cuando, tras una larga pausa, la expectación llega a su cenit, vuelve
a alzar su grácil cuerpo, mira a un lado y al otro con sus profundos ojos
negros, husmea, y se da cuenta, por fin, de que el momento ha llegado.
Despliega de golpe sus extremidades escarlatas, cálamos como robles,
estandartes perfectamente alineados que refulgen como estrellas. Un quejío
brota de la garganta, atronador, que rebota con estruendo, repetido hasta la
saciedad. Todos siguen a su líder en movimiento sincronizado de forma que la
nube alada ensombrece por un instante toda la marisma. Y un momento después, la
soledad anuncia la llegada del frío otoño. Sólo queda el consuelo de volver
cuando retornen a este paraíso natural.
Uno
de los visitantes, emocionado ante tanta belleza, sus prismáticos inundados por
lágrimas, no puede contener sus sentimientos, exclamando:
―
¡Qué gran espectáculo flamenco!.
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