domingo, 8 de septiembre de 2024

Tesoro enraizado, por Alba Escudero Hernández

 


Recuerdo las perlas doradas en tus manos suaves y delicadas. Recuerdo como con tu mandil le quitabas el polvillo tan pegajoso que tiene este diamante natural, como me lo lavabas en la acequia y me lo dabas, para que la mañana de trabajo fuera más llevadera. Y yo, te miraba. Te miraba absorta en cada detalle de tu rostro, en cada mueca de tu boca, en el brillo de tus ojos incandescente que aparecía cada vez que hallabas el horizonte en esos frutales que con tanto mimo cuidabas. Pero si algo recuerdo más, era tu sonrisa, que para mí era cálida y enamoradiza, pero que ahora entiendo que para ti era toda una línea del tiempo melancólica y esperanzadora.

 Abuela, estoy sentada en aquel tronco de olivo que aún conservo y me hago pequeña. Cierro los ojos y aún escucho tu voz canturreando aquellas coplillas, aún percibo tu perfume a romero mezclado con el aroma del manjar que teníamos entre manos. Allí estaba yo, como quisiera estar ahora, observándote de nuevo mientras me comía mi melocotón recién tratado por las mejores manos que he tenido en mi vida, para que me nutriera de las raíces que me dejaste.

 Abuela, tus coplillas eran lamentos enmascarados llenos de esperanza, ahora lo sé. Una manera de acatar la vida con la mejor filosofía, con el coraje necesario para no vencerse ante las tempestades, para remar en la tormenta cuando la muerte ya había pasado por tu hogar y te había arrebatado lo que más querías o cuando el hambre era patente en tu día a día y debías resurgir de las cenizas, reinventar y conseguir vivir tú y los que aún, como yo, quedaban a tu lado.

Abuela, supiste vencer los desvíos que el destino te puso, supiste colocarte tu moño bajero con tu horquilla rasgada, lavarte la cara cada mañana en la jofaina de tu habitación, coger tu mandil de la cuerda que andaba atada en la fachada de la cueva, preparar el serón de tu vieja burra, recoger un pan del horno de leña de María y un chorizo, de la orza que aún aguantaba, para poder desafiar al sol. Después de todo ello, cuando ya nuestro enemigo empezaba a asomar su cabeza, me despertabas con olor a leche recién ordeñada, hervida y calentita para ser tomada, con tu miraba puesta en mi dulce sueño, pensando, seguro, en darme una vida más acomodada.

Y tras ello, bajo tu sonrisa yo me levantaba, con mucha ilusión por ir con mi abuela al campo, a por las perlas doradas, en una aventura pirata, como ella llamaba a la recogida de los pocos melocotones que habían resurgido de los frutales que una vez el abuelo sembró. Aunque lo más divertido era ir subida en la vieja burra hasta llegar a la puerta de la iglesia donde bajo mi sombrero de paja miraba como mi abuela se deshacía de nuestro tesoro para poder buscar otro.

Abuela, ahora he descubierto el valor del tesoro que tenías escondido, uno que sólo se cultiva en esta tierra y que gracias a ti hoy puedo disfrutarlo. Supiste saber darme un corazón honrado, enraizar en mí el sentimiento hacia el cultivo de la vida, el cuidado de la herencia natural que nos han ido dejando y supiste impregnarme de tu alma luchadora invencible.

Ahora te veo en todos lados abuela, en el espejo del zafero cuando me miro para hacerme como tú, un moño que recoja mi pelo ante el arduo día de trabajo. Te veo también en el polvillo del melocotón, cuando lo lavo aún en la acequia para deleitar su sabor o en el aroma que se respira allí en tu huerta, inspirando una mezcla tan tuya… Pero sobre todo abuela, te veo reflejada en mis ojos, en el brillo incesante que no se apaga, que rompe con los límites que pone la vida y que continúa luchando para que tu legado no se pierda.

Abuela, eres eterna.

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