domingo, 8 de septiembre de 2024

La muerte de Argamasilla de Conde, por Francesc X. Beneyto Ibáñez

 


«Todos mienten». Eran las últimas palabras del informe inacabado del detective Colomer, que me llegó cuando el jefe decidió asignarle a él otro asunto, uno de mayor envergadura. Yo era el viejo al que se enviaba a solventar su último caso antes de hacer realidad el sueño de convertirse en domador de hamacas. El último episodio de mi larga carrera consistía en resolver el presunto asesinato de un pueblo perdido en la meseta española, Argamasilla de Conde.

Antes de salir, analicé sin fortuna cada apunte de Colomer para obtener claves que aportaran algo de luz. Describía un panorama desolador: un pueblo de persianas bajadas, colegios cerrados y constantes ampliaciones en el cementerio; un lugar al borde de ser borrado del mapa.

Tardé más de lo calculado en llegar. Minutos después de desviarme de la autovía, me sorprendió encontrar una carretera nueva para acceder al pueblo. A lo lejos parecía haber unas enormes naves abandonadas. Salí del coche y observé con detenimiento aquel pueblo espectral e inquietante. Caminé por sus calles contemplando el contraste de edificios ruinosos y abandonados, vestigios de épocas mejores, y las nuevas construcciones, insulsas y plomizas, con acabados baratos, precozmente envejecidas y deterioradas. Alguien llevaba años exprimiendo a la víctima en su propio beneficio. Las últimas actuaciones: las carreteras, el museo o el centro de la tercera edad encajaban dentro de las excusas habituales para explotar otro pueblo hasta la extenuación. Intuía corrupción, clientelismo y mordidas.

Me dirigí al ayuntamiento a desenmascarar a aquellos buitres. Sabía que iba a encontrarme una escena del crimen fabricada, pero no sería la primera vez. En la calle nadie más que un perro, que ladraba como si algo supiera. Llegué y me presenté cordialmente. Me esperaban el alcalde y otros tres empleados. Les indiqué que los interrogaría individualmente y no pusieron impedimento. Buscaba dar con alguna fisura en sus testimonios, pues, como supuse, el discurso oficial había sido meticulosamente elaborado y memorizado por todos ellos. Defendían con firmeza que el pueblo llevaba enfermo desde la emigración masiva de gente joven hacia los centros urbanos e industriales en los 60 y 70. Además, su localización periférica, alejada de los centros de producción y consumo, dificultaba no solo el crecimiento, sino la misma supervivencia. El golpe final había sido la entrada en la Comunidad Económica Europea en 1986. Pese a luchar contra los elementos y las fechorías de los burócratas de Bruselas, ellos habían hecho lo imposible para salvarlo: asumieron el reto demográfico y apostaron por las posibilidades de las nuevas ruralidades, basadas en potenciar el talento local y el emprendimiento…

—¿Y qué pasó con los jóvenes y el talento local? —pregunté al alcalde, cansado de escuchar aquel artificio político.

Lo intentamos con uñas y dientes —dijo fingidamente afligido—. Los jóvenes no quieren quedarse en el pueblo. Para ellos eso sería fracasar. Se han cerrado negocios familiares que funcionaban bien porque los hijos no quieren verse trabajando aquí. Quieren capitalizar sus estudios, quieren proyección.

Aquel áspid sabía desenvolverse bien en el fango. Resultaba convincente, aunque era muy poco honesto responsabilizar a los jóvenes del abandono del pueblo y tratar de encubrir así sus evidentes corruptelas. De algún modo, el alcalde había dado en la tecla, compartíamos el desdén por la juventud, pero mi análisis era distinto: la culpa fue solo nuestra. Vivimos todos estos años sin plantearnos qué mundo dejábamos a las futuras generaciones. En cuatro días, no dudarán en exterminar a tanto viejo costoso e improductivo.

Tal vez Argamasilla de Conde fue víctima de un lento y sigiloso crimen perpetrado a lo largo de los años que fue arrebatándole su gente, sus posibilidades, su patrimonio y, por supuesto, su memoria. Yo siempre busqué la rectitud de ánimo, pero me falló la integridad en el obrar. Mi trabajo había terminado y comenzaba mi ansiada jubilación. Solo debía acabar el informe: «Causa de la defunción: Muerte natural».

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